Aparentemente no hay nadie alrededor. La tarde cae tan simpática y tan leve que no te permites estar triste. Se pone en marcha el piloto automático y las rutinas te envuelven en un visillo que no oculta el ruido del frigorífico, las voces de la calle, el frenazo de la moto…

Todos los sonidos son mecánicos. Los escrutas detenidamente, casi sin querer, como intentando convencerte de que estás solo. Escuchas la música que te apetece y aunque la voz que te envuelve es cálida y el mensaje te concierne de un modo u otro, sabes que la voz no es de nadie real a quien puedas recurrir.

Decides pararla para ver que sucede, extrañado del ambiente que se desparrama y notas como el ordenador se enfurruña con un runrún malsonante que se te hace insufrible. Gime el sillón ante el más leve movimiento, notas que llega hasta el dolor una simple rozadura que te hiciste con el armario y escuchas el tictac del reloj como si te latiera dentro del pecho.

Entonces te quema el teléfono en las manos, te arde la agenda en los ojos y, entre cada pulsación, transcurren mil pensamientos que no habías invitado. Y te derrotan las dudas cuando terminas la frase que ni siquiera habías empezado cerrando el móvil, apretando los ojos y reclinándote hacia atrás en el asiento.

No. Aparentemente, no hay nadie alrededor y nada sucede. Pero algunas tardes, algunas tardes de sol, algunas tardes que se extinguen poco a poco dejando que la vida se funda en un tono más mate, algunas tardes de esas entiendes que, por muy sólo que estés, ella está contigo nunca y siempre.

Y es que algunas tardes, esas tardes que navegan por ese río fronterizo que consiste en estar y desestar al mismo tiempo, esas tardes en las que no encuentras el sitio, esas tardes, siempre escogen para terminar el desenlace más horrible…

Que al final, las sobrevives.