Calculé mal la fuerza y, en el primer intento, sólo pude rozarle una esquina. Me supo a poco esa eléctrica descarga de adrenalina, esa fina textura que se me deshizo en un juego de sensaciones contrapuestas.
Me remordieron entonces las ganas de probarla más adentro, de tocar su superficie fina y sedosa, de invadir su morfología perfecta. Sentí crecer un amago de concupiscencia con el que encerrar entre mis dedos su más vaporosa esencia desconocida.
Así que entreabrí los labios un poco y ella quiso asomarse, aún vestida de extraña. Su olor levantó cielos de aire nuevo, su tacto mareas de espuma lejana, su cercanía un anhelo de abriles que disolvieran las distancias.
Ni siquiera hizo falta apretar los dientes cuando, por fin, su corazón frágil se me deshizo en la boca. Entonces sentí cómo me explotaba en la lengua, cómo se deslizaba hasta la garganta y esa dulce caricia de labios a punto de apretarse.
Dulce y amargo son los sabores de la vida y ella me los ha grabado en el paladar, aunque apenas he empezado a tocar su superficie íntima. Pero, en su resistencia terrosa a la saliva, he encontrado todas las puertas secretas que llevan de la euforia más intensa hasta lo incontenible de la melancolía de que su sabor me llegue y se me extinga a todas horas.
¿Y sabes? Dirás que estoy loco, sí, pero sentí como si ella viniera por su gusto, como si hubiera estado esperando el momento de derretirse en mi boca.
Aunque ya sé que una pastilla de chocolate amargo no puede tener voluntad propia.
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