Estabas dormido y aún no sabes si estás despierto cuando, a lo lejos, se oye un gemido, como en un sueño. Un gemido sordo que va creciendo, que se deshace en el oído con la incertidumbre de no saber lo que significa.

Cada vez se escucha más cerca, más fuerte. Empieza a temblar el pulso, a agitarse la respiración. El corazón acelera el ritmo y te laten las sienes como un verso monótono que no rima, con una cadencia incontenible y asimétrica.

Se oye mucho más adentro, mucho más deprisa, mucho más claramente. Es un gemido profundo, gutural, insolentemente gestado. Un gemido claro y oscuro, que brilla, que fosforece, que perturba, que deja ronco el ánimo.

Un gemido que va rolando por todos los puntos cardinales de la noche, que pasa de ser sencillo a parecer inhumano cuando el mundo se tensa, se desdobla en el gemido durante unos segundos interminables y entonces ella explota por debajo, desde dentro, interrumpiendo con un te quiero la armonía del instante, el equilibrio de la respiración, la consonancia de la frase.

Parecía haberse ido en el sudor, que había terminado todo tras un jadeo. Pero no, el silencio sólo dura un pálpito y sigue sonando por dentro ese gemido ambiguo. Un gemido pueril y estresante, un gemido que parte la noche en dos cuando te das cuenta de que es tuyo, que lo tienes dentro, que sigue ahí, que no provenía de nadie.

Gimes entonces, vuelves a gemir, sigues gimiendo con un estrépito sordo que va creciendo, que deshace por la garganta la incertidumbre del corazón, la de un Asterión encerrado en el laberinto, como en un sueño, a lo lejos, mientras estabas despierto y aún no sabes si te has dormido.