Una colección de instantes

Secreto (Página 5 de 9)

Respuesta

Tiene la tristeza la poderosa costumbre de adelantarse al tiempo. Recorre atajos que conoce como nadie y se nos cuela por las rendijas de la coraza. Así dispuestos, nos embarga con anticipos de frontera, como límite que desdibuja el último paso y lo alarga para nosotros, como ausencia indigerible de lo que está por llegar.

Ataca violentamente la víspera y no deja disfrutar del rayo volviéndolo todo trueno, poniéndonos en lo peor. Debe ser que así, alargando la batalla interior, se diluyen los efectos de la derrota anunciada. Pero no nos deja claridad en la mirada mientras vivimos el momento.

En cambio, y jamás he podido entender la razón de este artificio, la felicidad se retrasa. Pasa sin pena ni gloria por el instante, no la reconocemos hasta que ya se ha ido y entonces se convierte en recuerdo de lo vivido, en paraíso perdido y en patria a la que es imposible volver.

Aunque tiene la ventaja de durar hasta el día después y permite disfrutar del río volviéndolo todo de agua, trayéndonos lo mejor de cada gota.

Nosotros, para evitar interferencias en el ánimo y no desvivir los instantes a destiempo, aun sabiendo que los diamantes tampoco son para siempre, deberíamos convenir públicamente, o en secreto, un armisticio: no dejarnos estar tristes hasta que no nos hayamos ido.

Preguntas

Después de tantas despedidas, después de la montaña rusa, después de agotado el sol. Después de este intercambio en zigzag de corazones y picas, después de tantos vaivenes, después de tantas idas y venidas, se desató el error. Debió ocurrir en un cambio de guardia, cuando el adolescente interior se sale de la garita a amasar el humo y a estirar los dedos sobre las teclas.

Entonces cometí un desliz imperdonable al preguntarle, con un humor absurdo al que ahora no le veo la gracia, si tenía previsto olvidarme.

——De momento, no ——contestó, y enseguida cambió de asunto.

Sobrevino de golpe el nudo, sonaron las alarmas de luz naranja y el reloj se interpuso para darme un respiro que no podía ocultar que encerraba una excusa imposible. ¡Qué puñetera manía suya la de la sinceridad! ¿Qué le hubiera costado mentirme?

Actos íntimos en el parque

Mientras yo le bordeaba los costados, la noche tenía ya encendidas las luces del parque. Iba enfundado en lo oscuro de la chaqueta y escondido tras la barba a medio afeitar, mirando a todas partes, pisando en cualquier sitio, buscando una hora y no un lugar.

No me vieron desde el coche rojo que había aparcado, allí, justo delante. Yo tampoco quise mirar cuando vi a los ocupantes aproximarse hacia un abrazo y juntar los labios. Los besos y los abrazos son actos íntimos, aunque se realicen en público o con publicidad.

Un recodo más allá, sobre el segundo banco de la derecha, según se mira hacia el ciprés solitario que se aburre entre tanto boje, dos chicas consolaban con media voz y gesto aterido a una tercera que lloraba. No quise mirar cuando suspiró con fuerza para poder así renovar el alivio de los pulmones. El llanto es un acto íntimo, aunque se prefiera el consuelo de hacerlo entre amigos.

Me crucé con el joven sin darme cuenta, sin previo aviso. Quizás salió de un coche recién llegado. Yo iba mirando a la chica delgada y con pelo largo que salía del portal con el móvil abierto, asintiendo con la cabeza y apretando el paso, como si huyera, hasta perderse detrás de una esquina.

El joven tampoco me vio, porque no estaba mirando. Tenía la vista perdida en un punto infinito de la calle, como si le hubiese prestado el alma al interlocutor que se adivinaba en su mano inmóvil sobre el oído. No quise mirar cuando esbozó una sonrisa y se detuvo para envolverse en su propia sombra, un poco más allá de la farola de luz desvaída. La sonrisa es un acto íntimo, aunque se ejecute en público y sean otros quienes la provocan. Y también la huida.

Sé perfectamente que nadie me vio, que no quisieron mirar cuando vacilaron mis pasos dirigiéndome lentamente hacia ninguna parte. Porque la vida es un acto íntimo, aunque suceda en la noche de un parque desconocido y ante los ojos atónitos o distraídos de los demás.

Pero escribir es un acto público, por más que se le procure un entorno solitario y se realice en la más estricta intimidad. Y llegados a este renglón públicamente juntos, aunque quisieras, no podrías negar que has querido mirar más adentro. Ni yo tampoco podría decir que eso no me reconforta.

Fábula

En un claro del bosque de las dudas, allá donde la noche se estrecha y cabe en un punto y seguido, debajo de la luna que nos mira a los ojos insomnes y brillantes, justo en el momento en que todos los sueños nacen equidistantes, la rana tomó la palabra y dijo:

——No te asomes adentro sin mirarme antes por fuera. Acércate a mí por lo que puedo ser, pero no ignores lo que soy. No esperes golpes de suerte, no me vendas sortilegios extraños, no busques en mí más magia que la que tú traigas en las manos ——tomó aire para seguir croando y continuó——. Y si aún así esperas rescatarme del mundo de los sueños, no pongas toda tu fe en un beso, ni tu corazón en un instante, sino en mí.

Mirando alrededor, hizo un largo silencio que sólo rompió para añadir en un tono inquieto:

——Se nos hace tarde muchacho… ¿Y si vamos procediendo?

Después de oír aquello, no quedaron palabras que decir y nadie sabe con certeza si hubo beso. Yo sólo sé que sucedió después el gran milagro de que ella, encantada, no dejara de ser rana y él, precisamente por eso, siguiera siendo sapo.

Aunque no duren lo suficiente como para creer en ellos, existen los milagros. Los milagros existen cuando se entiende que no hay ninguna felicidad tan pequeña que pueda pasarse por alto. Ni siquiera, pues, tampoco, ésta verde de los batracios.

Después, quién sabe. Porque, qué importa que todo acabe, si ya sabemos de sobra que, lo que no nos gusta, nunca nos decepciona. Luego vendría un sí, o un no. Y más tarde, seguramente, amaneció.

Edades y medias preguntas

Paseaba bajo la lluvia. Quizás lluvia no sea la palabra, pero es que aquí, en el sur, no sabemos mucho de agua. Las gotas parecían pertenecer a una nube de polvo, sin caída, suspendidas en el aire que uno va atravesando. Gotas puntiagudas, digo yo, porque más que mojar, pinchaban.

Entré en el local y el vaho se me encaramó en los ojos mientras saludaba, así que no vi la respuesta. Oírla era imposible porque varios niños, de varios padres, alborotaban dentro mientras los adultos, mirándose al espejo, comentaban el fútbol y las elecciones.

Pedí la vez y esperé sentado, hojeando el periódico de las elecciones y del fútbol. Se fue despejando todo hasta que llegó un nuevo cliente, un chaval joven de pelo largo. No se había cerrado aún la puerta, cuando entró también otro joven con prisa, el hijo del dueño.

Con los dos sillones libres, nos ordenamos por edades y nos dispusimos a que nos tomaran el pelo, eso sí, sin jactancia y con manos hábiles. No hicieron falta semáforos porque entre las dos conversaciones no hubo ni un sólo cruce. Nosotros hablamos de fútbol y de elecciones, mientras que ellos se entusiasmaron relatando coches, locales y fiestas.

Las personas que se acercan y empiezan a conocerme, suelen hacerme la misma y curiosa pregunta: «¿Qué pintas tú con niños chicos?». Yo nunca quiero ver si hay reproche entre los signos, sólo me concentro en entender que hay un halago implícito en el verbo y una carantoña escondida en la inflexión circunfleja.

Entonces, bueno, como puedo, contesto con media respuesta, con la media verdad que les puede interesar, y les digo que me gustan los niños porque son transparentes. A nadie se le ocurre nunca hacerme la otra media pregunta: «¿Qué pintas tú con los adultos?».

A nadie se le ocurre, o es que la preguntita no me deja muy bien parado y el afecto echa el freno de lengua mientras se estira el cinturón de seguridad a fin de mantener una prudente distancia. Y no se le ocurre a nadie, porque todos nos ordenamos por edades, no necesariamente de calendario, pero siempre emotivas.

Y porque ahora estoy en una edad indecisa, porque no acierto bien con quién tengo que ordenarme, porque no siempre encuentro sitio libre al lado de quienes me gustaría, para averiguar la otra media respuesta, me haría falta, sin embargo, hacerme una pregunta completa que no me permito: «¿Y qué pinto yo, entonces, conmigo mismo?».

Auriculoterapia

Prisa. Pasos cortos. De puntillas, a saltitos, evitando los charcos. Encogiendo los ojos y agachando la cabeza, como si así me lloviera menos.

En la acera, a punto de dejar de ser papel y convertirse en grabado, un pasquín publicitario. Caprichoso el azar, llovía. Y yo iba mirando al suelo.

Feng se llama la clínica y el anuncio es de acupuntura y de otra palabra que no entendí bien. Sí, eso de ir dando pinchacitos que no duelen —se supone—, para que se deslíe el ying del yang y se esparzan, como las ondas, unas docenitas de zen.

Retrocedí sobre mis pasos, no pude aguantar la curiosidad. Olas movieron de nuevo mis pies sobre los mismos charcos que ya antes había pisado. «¿Qué palabra era la que había al lado?».

Pues sí, sí, la había entendido bien: «Auriculoterapia». Entonces se me ocurrió pensar en el poder de la imaginación y en lo que tienen que inventarse algunos para vivir.

Más prisa después. Andar y pensar es un ejercicio peligroso, sobre todo si el suelo está resbaloso o los coches te salpican al pasar. Porque seguro que caes, o bien a la madre acera, o bien caes en la cuenta de que tu duda era una certeza.

Más lluvia. En una carrera vuelvo de nuevo al preciso adoquín en donde se deshace el anuncio y me aprendo de memoria los dígitos de la felicidad. Mucha más lluvia y yo, parado, pensando que podría resultar, que puede ser buena idea…

Que tengo que llevarte a la clínica Feng. Y ver si allí el doctor me echa una mano y consigo explicarte, por fin, el mecanismo concreto de por qué me sienta tan bien que me hables al oído. Y aún más si me clavas besos en lugar de agujas con la auriculoterapia que me des…

Llueve otra vez, como si se hubiese enfadado el cielo. ¿Qué hace ese adolescente ahí, parado en una palabra, con la prisa que tiene el adulto que lo lleva dentro?…

Dios y la competencia

Competimos siempre, la vida se vive a la carrera, como si ajustarse a las curvas (y todo el mundo sabe de qué hablo) estrujase el reloj y le arañara segundos para convertirlos en primeros.

Yo iba deprisa, hasta que el semáforo se me adelantó. ¡Siempre dura tan poco lo verde…!

Ni permitimos ni nos permitimos ningún error. Está prohibido equivocarse, como si supiéramos tener siempre la razón, como si fuese una obligación ir por el camino más corto, como si desde que nacemos tuviéramos que ser competentes para todo.

Una furgoneta aparcada en doble fila, atasco consecutivo y veo que no llego. Larga fila de energúmenos detrás.

Competentes, pero competidores, aptos para vivir sin haber superado ninguna otra oposición que la de la biología. Idóneos para los estragos de la vida y del amor, peritos diplomados en el desamparo, incumbentes para la alegría y para el dolor. Pero también errantes y erráticos, interventores e intervenidos, fichas del juego de la oca que van de error en error y tiro porque me toca.

Llueve a cántaros, agua y ruidos de claxon. Sube el niño por la rampa, arropado y abandonado entre paraguas.

En realidad, no nos importa aprender, sólo queremos acertar. Y llamamos acertar a que el otro no se dé cuenta de nuestros fallos. Jamás conseguimos creernos eso de que rectificar es de sabios y somos incompetentes para perdonar. Ni siquiera, especialmente, a nosotros mismos.

Gesticula el conductor, desenreda los brazos y cierra las compuertas traseras de la furgoneta con un portazo.

Si es que siempre me ando por las ramas, pero el caso es que estaba ocupando toda la extensión de la furgoneta. En la foto, la cara intensa de un hombre joven, con la mirada perdida, que se llevaba las manos cruzadas muy cerca de la boca.

El nombre era de una empresa que gestiona recursos humanos y, en particular, la furgoneta en cuestión, traslada a la escuela a niños que necesitan silla de ruedas. Al cerrar la furgoneta, se completaron las palabras rotas por la puerta y pude leer claramente el lema más estúpido y más violento que he leído nunca: «Tu competencia está rezando para que no nos llames».

Y yo, estupefacto, meto la primera pensando: Dios y la competencia, relación si la hubiere. «¡Menudo tema!», que diría el maestro…

Baipás

Será que lo que escribo medio dormido, luego lo leo medio despierto. Que lo que explico cuando estoy medio triste, sólo lo entiendo al estar medio alegre. Por eso a veces noto pálpito extraños en la pantalla y presiento una angina de texto.

Confieso haber creído, en días oscuros, que escribir sólo me conducía a un inútil derramamiento de tinta. Pero, aún así, me empeñaba en ir dejando regueros de palabras dolorosamente implícitas. Porque, después, he entendido que no todo se lo debo dejar a la inexplicable suerte de que haya alguien que lo haga suyo.

Entonces me agarro al bastón, voy cojeando por el pasillo. Me siento en el sillón, miro al techo o juego con la pelotita y me aplico al diagnostico diferencial. Localizo el tejido muerto de las palabras, anestesio el párrafo y, con el bisturí del ratón, corto y pego.

Luego repaso las costuras poniendo algunos puntos de esos que reabsorbe la ortografía. Y una vez hecho el baipás, el corazón me late mucho mejor. Y más deprisa.

Confieso haber creído, en días oscuros, que escribir sólo me conducía a un inútil derramamiento de tinta. Pero he entendido que no. Todo se lo debo a la suerte de que haya alguien que lo haga suyo.

Puerta

Cuando suena en la puerta la música de unas manos, el silencio teórico se hace sombra. Clave de sol que alumbra desde el pasillo un umbral. Tiembla la puerta deseando abrirse, como esperando visita.

Son las puertas las que confieren su secreto a los asuntos, la intimidad a los encuentros, la paz al interior. Entrañan palabras a medias, se estruendan risas completas y los besos se rellenan hasta el punto de estallar y saltarse todas las puertas.

Tiembla también el día cerrado, encerrado, absorto, como queriendo abrirse mientras gira la puerta sobre sus goznes sin hacer ruido, lentamente, alborotando el corazón alrededor de un mismo centímetro.

Y un segundo más tarde, cuando la puerta se vuelve a cerrar y todo parece indicar en los pasos suaves que llenan la estancia con otra brisa que ha entrado alguien, sucede el misterio. Que no ha entrado nadie que no estuviera ya dentro.

Nos llovieron

¡Cuántas aguas hemos bebido! ¡Cuántas nos han mojado, para luego secarse! ¡Cuántas aguas nos han hundido y en cuántas hemos nadado a contracorriente!

La misma agua que nos quitó la sed, nos la repone continuamente. La misma gota que entró dulcemente envuelta en otra lengua, es la que ahora resbala salada por la mejilla.

¡Cuántas aguas nos llovieron! ¡Cuántas nos dejaron ateridos! ¡Cuántas veces hemos pedido que la primavera rescate cristalina el agua que enfrió el invierno!

Cuando menos se necesita la sombra, estricta y puntillosamente, nos acordamos de todas las aguas y de cada una. Y cuanto más se aleja la lluvia, más se nos clavan sus alfileres. Maldita y bendita, la memoria que guarda el agua para los peces.

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