Prisa. Pasos cortos. De puntillas, a saltitos, evitando los charcos. Encogiendo los ojos y agachando la cabeza, como si así me lloviera menos.
En la acera, a punto de dejar de ser papel y convertirse en grabado, un pasquín publicitario. Caprichoso el azar, llovía. Y yo iba mirando al suelo.
Feng se llama la clínica y el anuncio es de acupuntura y de otra palabra que no entendí bien. Sí, eso de ir dando pinchacitos que no duelen se supone, para que se deslíe el ying del yang y se esparzan, como las ondas, unas docenitas de zen.
Retrocedí sobre mis pasos, no pude aguantar la curiosidad. Olas movieron de nuevo mis pies sobre los mismos charcos que ya antes había pisado. «¿Qué palabra era la que había al lado?».
Pues sí, sí, la había entendido bien: «Auriculoterapia». Entonces se me ocurrió pensar en el poder de la imaginación y en lo que tienen que inventarse algunos para vivir.
Más prisa después. Andar y pensar es un ejercicio peligroso, sobre todo si el suelo está resbaloso o los coches te salpican al pasar. Porque seguro que caes, o bien a la madre acera, o bien caes en la cuenta de que tu duda era una certeza.
Más lluvia. En una carrera vuelvo de nuevo al preciso adoquín en donde se deshace el anuncio y me aprendo de memoria los dígitos de la felicidad. Mucha más lluvia y yo, parado, pensando que podría resultar, que puede ser buena idea…
Que tengo que llevarte a la clínica Feng. Y ver si allí el doctor me echa una mano y consigo explicarte, por fin, el mecanismo concreto de por qué me sienta tan bien que me hables al oído. Y aún más si me clavas besos en lugar de agujas con la auriculoterapia que me des…
Llueve otra vez, como si se hubiese enfadado el cielo. ¿Qué hace ese adolescente ahí, parado en una palabra, con la prisa que tiene el adulto que lo lleva dentro?…
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