En un claro del bosque de las dudas, allá donde la noche se estrecha y cabe en un punto y seguido, debajo de la luna que nos mira a los ojos insomnes y brillantes, justo en el momento en que todos los sueños nacen equidistantes, la rana tomó la palabra y dijo:

——No te asomes adentro sin mirarme antes por fuera. Acércate a mí por lo que puedo ser, pero no ignores lo que soy. No esperes golpes de suerte, no me vendas sortilegios extraños, no busques en mí más magia que la que tú traigas en las manos ——tomó aire para seguir croando y continuó——. Y si aún así esperas rescatarme del mundo de los sueños, no pongas toda tu fe en un beso, ni tu corazón en un instante, sino en mí.

Mirando alrededor, hizo un largo silencio que sólo rompió para añadir en un tono inquieto:

——Se nos hace tarde muchacho… ¿Y si vamos procediendo?

Después de oír aquello, no quedaron palabras que decir y nadie sabe con certeza si hubo beso. Yo sólo sé que sucedió después el gran milagro de que ella, encantada, no dejara de ser rana y él, precisamente por eso, siguiera siendo sapo.

Aunque no duren lo suficiente como para creer en ellos, existen los milagros. Los milagros existen cuando se entiende que no hay ninguna felicidad tan pequeña que pueda pasarse por alto. Ni siquiera, pues, tampoco, ésta verde de los batracios.

Después, quién sabe. Porque, qué importa que todo acabe, si ya sabemos de sobra que, lo que no nos gusta, nunca nos decepciona. Luego vendría un sí, o un no. Y más tarde, seguramente, amaneció.