Será que lo que escribo medio dormido, luego lo leo medio despierto. Que lo que explico cuando estoy medio triste, sólo lo entiendo al estar medio alegre. Por eso a veces noto pálpito extraños en la pantalla y presiento una angina de texto.

Confieso haber creído, en días oscuros, que escribir sólo me conducía a un inútil derramamiento de tinta. Pero, aún así, me empeñaba en ir dejando regueros de palabras dolorosamente implícitas. Porque, después, he entendido que no todo se lo debo dejar a la inexplicable suerte de que haya alguien que lo haga suyo.

Entonces me agarro al bastón, voy cojeando por el pasillo. Me siento en el sillón, miro al techo o juego con la pelotita y me aplico al diagnostico diferencial. Localizo el tejido muerto de las palabras, anestesio el párrafo y, con el bisturí del ratón, corto y pego.

Luego repaso las costuras poniendo algunos puntos de esos que reabsorbe la ortografía. Y una vez hecho el baipás, el corazón me late mucho mejor. Y más deprisa.

Confieso haber creído, en días oscuros, que escribir sólo me conducía a un inútil derramamiento de tinta. Pero he entendido que no. Todo se lo debo a la suerte de que haya alguien que lo haga suyo.