Una colección de instantes

Nocturno (Página 2 de 4)

Cuento: La extraña transformación

Hubo un tiempo en que mi memoria tenía el detalle de respetar mis recuerdos. Pero ese tiempo se me fue como el agua se pierde entre los dedos, y sólo me quedan sombras de imágenes que perdí por el camino.

Si cierro los ojos, adivino aquel paisaje y casi logro recordar un tintineo de risas y llantos que venían del patio, entrecruzándose con ruidos sordos de agua fría y transparente. Y el viento silbando entre árboles mullidos, bailando con sus hojas, jugando con claridades y ahuyentando insectos. Hacía calor… ¿o quizá es que no me importaba el frío?…

He maldecido durante mucho tiempo aquel instante en que mis ojos descubrieron ese objeto. Cada noche sueño que no me inclino hacia el suelo, que paso de largo, que no lo cojo,… Y cada mañana me levanto con esperanza de que todo haya cambiado y de que esta búsqueda interminable me deje por fin descansar.

¡Pero lo cogí! Lo limpie con mis dedos aún llenos de pintura seca. Lo froté instintivamente, como creyendo que en el brillo de las cosas reside su verdadero valor.

Al principio, no noté nada extraño, nada diferente, hasta que mi vista y mis rodillas empezaron a nublarse. Intenté llamar a alguien, pero mi voz no salió de la garganta. Todo a mi alrededor se convirtió en un remolino de colores, una hecatombe de formas, una lluvia de destellos… y al sentir la frialdad del suelo bajo mi espalda, todo se volvió negro y hueco de repente.

Era de noche cuando volví a entreabrir los ojos. O al menos debía serlo, porque pude distinguir perfectamente estrellas titilantes arremolinadas alrededor de una luna inmensa y clara como jamás había visto ninguna. Sin embargo, una claridad de día iluminaba el paisaje con las copas de los árboles en derredor.

Noté una sensación extraña al intentar incorporarme, así que giré mi cuello para ver mejor y, sin esfuerzo, toqué el suelo con mi cara. No sentí ninguna frialdad. Ni una sola punzada de las piedrecillas envalentonadas que otras veces se clavaron en mi piel, y de las que los campos están llenos. Quise apoyarme para levantar la cabeza pero no pude.

Miré hacia mi cuerpo, intentando comprender qué era lo que fallaba, pero sólo encontré… ¡plumas! Grises y ocres en perfecta armonía. La sorpresa me hizo saltar e incorporarme.

¡Qué altos eran aquellos árboles! Sentí la necesidad de subirme a una rama. Era una necesidad imperiosa, que no admitía demora, un miedo cerval, un respingo inconsciente más potente incluso que el que nos obliga a respirar.

Salté mirando aquella rama sin saber porqué lo hacía y sin esperanza de alcanzarla. Extendí los brazos para tocarla, aún tan distante, y me encontré flotando en la dirección necesaria. Lo comprendí al mirar al suelo: ¡estaba volando!

Ya sobre el apoyo incansable de aquel árbol, busqué mis brazos y mis piernas con ansia. Pero no encontré más que alas y patas y plumas y… y… quise llorar con todas las ganas del mundo. Ni una sola lágrima me socorrió. Ni una sola palabra de las que bombardeaban mi cabeza acudió a mi garganta.

En medio de la desesperación noté un apretón sobre el cuello que me hizo inclinarme hacia delante justo para ver un brillo sobre mi pecho. Era aquel objeto, un espejo, a modo de colgante, en el que vi mi rostro humano desaparecer lentamente, para dar paso a la imagen de un ave de ojos dislocados y movimientos inquietos que me miraba asustada.

Mi mente se inundó con la letanía de una sola palabra. Cada vez más fuerte, cada vez más hiriente, cada vez más absurda: «¡Busca! ¡Busca! ¡Busca!». El miedo fue desapareciendo a medida que iba dejando de entender lo que me decía aquella voz, hasta que se hizo irreconocible para mi cabeza. Después… todo negro. Inmensa, melancólica e inquietantemente negro.

No sé cuánto tiempo estuvo el velo sobre mi memoria, pero el frío de la noche se había trocado en templanza cuando desperté de la negritud. Y las estrellas parecían formar otro dibujo que se deshacía bajo la claridad de un sol que asomaba deseando amanecer.

Me incorporé, asustado de recuerdos, y sentí el frío contacto de un metal sobre mi pecho. La rabia subió hasta mis ojos en forma de torrente cuando distinguí lo que había en mi cuello, ahora sí, humano de nuevo.

Lo cogí con irritación infinita, deseando quitarme aquel objeto que había hecho zozobrar mi consciencia y mi propia identidad. Aún me atenazaba un miedo irracional que me palpitaba en el corazón. Deseaba con todas mis fuerzas arrojar el espejo lejos de mí, cuánto más lejos mejor, en el espacio y en el tiempo.

Pero unos ojos inquietos abiertos de par en par que me miraban desde el espejo me detuvieron. Miré con atención, sorprendido de mi propia paciencia, para ver una retahíla de escenas que sucedían en un torreón que no pude reconocer.

Pasó el tiempo, con la sutilidad con la que siempre transcurre cuando no se desea que se escape. Cuando vislumbré que en el espejo unas manos suaves escribían letras sobre un lienzo de plumas, me dí cuenta de que había vuelto a caer la noche mientras seguía estático, absorto en las imágenes.

Aparecieron de nuevo tus mismos ojos, dentro tu mismo rostro. Me sonreíste. Como sonríe para sí el mago cuando hace aparecer el conejo blanco de un lugar imposible. Como un niño que ve volar mariposas de colores. Como sonríe, en fin, quien recuerda un sueño hermoso que se convirtió en realidad.

Tu gesto me contagió y los músculos de mi cara relajaron mi semblante, levantaron mis labios y abrieron mis ojos. Te sonreí, casi como si fuese feliz en ese instante. Un nombre acudió a mis pensamientos, hasta entonces adormecidos, y mi voz sonó clara y alegre pronunciándolo.

Desde entonces, he seguido mirándote a través del espejo infinidad de veces durante muchas noches. Al principio, pensé que mi búsqueda había terminado, que todo estaba en paz y que mi metamorfosis sólo había sido un mal sueño.

Pero no tardé en darme cuenta de la verdadera dimensión de los sucesos que me habían sacudido. Un despertar ingrato, como el de los niños cuando amanecen cada ocho de enero y tienen que volver a la escuela. Después de haber creído que terminaba mi pesadilla, entendí claramente que no hacía sino comenzar.

Ahora que he vuelto a mi forma humana he descubierto que mi verdadera transformación ocurrió mucho antes de haber sido animal. Ahora sé que me habitas por dentro aunque me llames desde fuera. Los espejos sólo devuelven lo que se les da, sólo reflejan los ojos que los miran.

Yo nunca fui otro yo que la imagen que te devuelve el espejo: humano, animal o luna. Mi verdadera y extraña transformación comenzará cuando apartes la vista y apagues el espejo. Te suplico que jamás me dejes de mirar y yo prometo, como si pudiera hacer otra cosa, no dejar, tampoco, de mirarte nunca.

(Francisco José Pérez, Septiembre 2006)

Para Julieta

Siempre quise encontrar una Julieta en mi camino aún sabiendo, como todo el mundo sabe, que nunca fui ni quise ser Romeo. Pero no entiendo qué extraña soledad, en aquel tiempo entrañable, me golpeaba por las noches y me empujaba a buscar senderos desasistidos, repletos de melancolía. Así que, embriagado de espera y viendo que no llegaba, tuve que inventármela para poder respirar con el pecho henchido de emoción.

Imaginaba que mi Julieta tenía los ojos risueños y que me miraba divertida en el patio del recreo cuando me volvía y me alejaba. Yo deseaba quererla como sé amar en los sueños: inventando palabras que me acercaran a su corazón y escribiéndolas en un cuaderno secreto para, luego, no olvidar cuánto me gustaba inventarlas.

Poder verla en la escuela era la chispa que me hacía despertar feliz cada mañana y me ofrecía el vértigo de encontrarme con sus ojos pequeños o emocionarme cuando su risa sonaba en mis oídos como una caricia furtiva.

Sentía que me amaba de verdad; todo lo que ella podía querer a alguien que, como yo, tenía diez años. Un amor enternecido e impronunciable que apenas podía disimular cuando no nos rodeaban ni niños ni maestros y al que yo respondía con sigilo y complicidad.

Cuando aquel curso acabó, supe que se iba muy lejos, más allá de los confines de la memoria; más lejos aún que la realidad de darme cuenta de que todo era un sueño. Me invadió entonces una tristeza agridulce, vacía de lágrimas y de besos, que se fue deshilachando con el tiempo.

Pero hay noches que son un mar embravecido y arrastran hasta mi orilla sus ojos risueños y profundos, su silueta dibujada con sombras y aquellas manos pequeñas que tanto me hubiera gustado retener entre las mías. En esas noches es cuando recuerdo cuánto quise a mi Julieta y olvido, para no estar siempre atado a la verdad, que ella nunca lo supo.

Realidad imaginaria

¡Qué tenue es el velo que separa la realidad de los sueños! En un instante nadamos en paraísos sutiles, construidos sobre quién sabe qué materiales desvaídos de la memoria; y al instante siguiente, tras un fundido en negro y un plano medio que se va abriendo a medida que la consciencia vuelve en sí, nos encontramos en otro paisaje diferente, que se engancha al misterioso hilo de la vida tan sólo a través de su permanencia en nuestro recuerdo.

No siempre es sencillo distinguir, de entre los muchos escenarios por los que deambulamos, cuales son realidad y cuales sueño. No quisiéramos escapar nunca de los instantes construidos sobre ternuras y alborozos; en esos preciosos momentos, la vida, si es que la vida es lo que es y no todo lo contrario, decide tomarse un respiro, descansar sobre nuestros hombros y confundir nuestros sentidos e, incluso, el devenir del tiempo.

También las pesadillas, siempre agrias y siempre reales, nos confunden sobre el paisaje en el que están dibujadas; posiblemente con mano certera que conoce como nadie, nuestros miedos y nuestras ansiedades. Porque sentimos latir aprisa el corazón y doler el estómago y asfixiarnos de espanto o de desesperación hasta que, en un abrir o cerrar de ojos, todos los síntomas remiten lentamente, dejándonos el pasmo y el aliento entrecortado como recuerdo de lo vivido.

Me pregunto, no sé si dormido o despierto, si la vida es sueño o si es que el sueño es la vida. Porque no me importa la realidad, ni la verdad, ni el raciocinio, ni el convencimiento… si me llevan y me traen al son de pesadillas, reales o imaginadas, largas o cortas, previstas o sorprendentes.

Todo es vida y me empeño en prestar atención a mi vida tanto como a mis sueños: una me dice por dónde vine y por qué camino voy; los otros, hacia dónde puedo ir y qué azares me esperan. Siempre puedo ser feliz, conscientemente feliz, en alguna circunstancia real o imaginaria y la busco allá donde la pueda encontrar y sentirme a salvo.

A veces, los demás, esas sombras que me desdibujan desde un papel cuadriculado y sin colores, me demuestran no sé si desprecio o lástima detrás de sonrisas complacientes o forzadas. Pero hace ya bastante tiempo que sólo me importan las personas que quiero o que me quieren: aprendí a distinguirlas muy pronto, porque siempre me las encuentro en la vida y en los sueños y, a veces, hasta en este pasadizo secreto entre mundos desde el que escribo.

Adiós ahora. Voy a soñar que me acuesto. Muy pronto, soñaré con vernos.

* * * * *

La mujer tatuada con la figura de un conejo te llevará hasta Morfeo. Cuando él te ofrezca elegir entre la pastilla de la verdad y la del sueño… ¡tómate las dos! Hace tiempo que te espero.

Entender casualidades

Puedo entender todas las casualidades.

Estoy acostumbrado al azar y al vaivén caprichoso de la vida. Aún soy capaz de sorprenderme de lo que pasa a mi alrededor y cada noche me acuesto un poquito más asombrado que la noche anterior.

La casualidad de pasar por tu lado sin siquiera darme cuenta que estabas. Haber compartido desconocimiento mutuo y horas perdidas. Entonar canciones que otros nunca escribieron para mí ni para ti. Hasta puedo comprender que me encontraras sin que yo te buscase.

Cómo ganar y perder kilómetros según la cara que ponga el dado. Cómo inventar de nuevo palabras antiguas y porqué hay verbos difíciles de pronunciar en voz alta sin que tiemblen los ojos. Puedo explicar porqué la distancia no tiene nada que ver con tu cercanía.

Navego sin perder un rumbo que nunca tuve hacia un destino que ni me imagino, mirando estrellas que titilan a mi paso y me arropan para que no sienta el frío. Singladura emotiva por islas inquietas que cambian de estado cuando las llamo por su nombre.

¡Puedo entender todas las casualidades!

Pero, cuando miro hacia atrás y las contemplo todas juntas, el dibujo que se traza, la nube que se forma, el agua que se expande…, intento averiguar dónde estuve y para qué vine. En ese instante, que es la mayor casualidad de todas, me doy cuenta de que no entiendo nada…

Naufrago sobre los acantilados de la melancolía, maldigo mi propia cordura repleta de instantes perdidos.

Taxi

Tres era el número exacto para definirnos. Aunque sabemos que la vida nunca pasa sin rozarnos, hay noches que iluminan cicatrices de olvido. A golpe de conversación y cerveza descubrimos que los lazos se deshilachan y los nudos se aflojan. Después de andar entre las tinajas, las luces en ámbar detuvieron la noche un instante, un suspiro,… apenas el tiempo justo para deshacer el trío.

Dos es un número solitario. Palabras cruzadas que devuelven ecos invisibles, señales de aviso, barreras transgredidas y esa sensación intermitente de estar despiertos y dormidos. Al salir nos envolvimos cada uno en nuestro frío y las luces verdes nos mostraron diferentes caminos.

Un pitido de bolsillo interrumpió el silencio del regreso. ¡Qué extraños compañeros de viaje son los amigos! Porque se vienen contigo aunque vayan hacia otra parte por diferente camino. Después de leerte no pude evitar sonreír al taxista, como si fueses tú quien estaba conmigo. Pero él, desconocido y oscuro, no supo poner la mano en mi hombro, como haces tú, cuando estoy contigo.

Vértigo

Mis pensamientos navegan sin rumbo fijo, disfrazando paisajes de ternura y reviviendo sombras apagadas por el tiempo. No consigo mantener el rumbo en este viaje por el corazón, por los corazones. El vértigo me guía en la travesía de la memoria y no encuentro puerto donde refugiarme.

Me encojo en el sillón y pongo música, preparado para detener el tiempo que me sofoca. Vuelo lejos, hacia las luces que desprenden los recuerdos encendidos que esta noche sin luna han venido a visitarme. Un desasosiego dulce me recorre cuando aparecen fantasmas que me cuentan lo que nunca ocurrió. Y siento el vacío escaparse por recovecos que creía que el tiempo había sellado para siempre.

Nada de lo que me ocurre es nuevo, pero siempre me sorprende no haberme acostumbrado a que esta nostalgia desvencijada me entrecorte el aliento. Quiero coger el timón y virar más al sur, a donde los vientos suaves me den reposo. Pero el vértigo me conduce hasta el centro de la tempestad, que acaba derramándose por las mejillas.

Nadie puede ayudarme en este trance, ni siquiera yo mismo. Revivir historias es morirlas un poco y perecer en el intento. Achicando agua de mi corazón hundido vuelvo del viaje que me endulza las noches que me transforman en frágil y vencido.

Ahora que todo pasó, sonrío; porque cuando el vértigo conduce mis pasos… ¡qué corto se me hace el viaje y qué sencillo el camino!

A veces me echas de menos

Me asombra que me recuerdes. No soy casi nada, casi nadie. Una gota templada, apenas distinguible, en un día lluvioso de otoño. Resbalo por tu pelo sin mojarte, sin tocarte, sin hacer ruido, sin saber por dónde tengo que caer.

Apenas dura un instante mi viaje por tu vida. El remolino de aire que forman unas alas al cerrarse. Invisible, intangible, despreocupado, imperceptible como respiración de durmiente. Aliento de árbol al oscurecer el mundo. Brisa que huye asustada.

No quiero dejar rastro. Ser una sombra y habitar el lado oscuro de la noche. Niebla sutil que se aclara al acercarte. Humo inasible que flota sin voluntad, esquivando tu contacto. Voz apagada entre la muchedumbre ruidosa que nos envuelve.

No quiero dejar huella. Pasar como si no hubiera pasado, vivir como si no hubiera vivido, despertar como si siguiese dormido. Transparente para la memoria y para el olvido. Porque yo no soy gota, ni instante, ni sombra ni susurro. Apenas casi nada, casi nadie.

Por eso quiero saber qué pensamientos tuyos rescatan del olvido mi recuerdo. Para qué aparezco, qué olvidé decirte, qué me falto mirar, qué acerté a mostrarte o qué música sonaba en tu corazón. Qué me faltó por hacer que me llamas para que lo termine. Qué camino, qué laberinto, qué soledad o qué desasosiego necesita mi regreso.

No me molesta pasearme por tu memoria. Y me encanta que me lo hagas saber. De lo que se trata, en el fondo, ya lo habrás adivinado, es de que me des la excusa que necesito para no dejar que me eches más de menos.

Noria

Das vueltas en mi cabeza como noria que abreva una sed imposible de calmar. Intento detenerla, mirar hacia otro lado, adentrarme en el futuro; pero oleadas de pasado inundan mi memoria revolviéndolo todo y rompiendo los diques apresurados que construí casi sin querer.

No encuentro antídoto para tu magia. Ni soy capaz de desandar mis pasos sin caer al vacío. Imposible detener el mundo y evitar que gire bajo pies. Sólo me queda esperar que los dados no nos vuelvan a mostrar el siete.

Conocerte

Tengo ganas de conocerte. Te veré a lo lejos. O tal vez me tropiece contigo. El sol parecerá más redondo y tu sombra más ligera.

No sé si hablaremos la primera vez que nos veamos. Yo soy tímido para eso, pero no te importe esperar a que me sienta más cercano. Quizá estemos algún tiempo sin dirigirnos la palabra o empleando esas frases educadas que permiten hablar sin decir nada interesante. Pero no me lo tengas en cuenta.

Al principio tendrás recelos. No te dejes llevar por la primera impresión. Ocurre a veces que no llevamos puestas las gafas de ver el corazón de las personas y levantamos una muralla para impedir que nos hagan daño.

Tal vez haya risas que nos acerquen un poco. El humor es siempre buen compañero de viaje y lo saco todos los días de paseo. Se paciente conmigo, no quiero correr y no me gustan las prisas para los asuntos importantes. Espero que las ganas que tengo de conocerte no me gasten ninguna broma pesada.

No sé cómo nos reconoceremos. Y me preocupa el asunto. Porque yo sí sabré quién eres cuando te tenga delante, ¿pero cómo sabrás tú que soy yo a quien tienes enfrente? Necesito emitir una señal inequívoca, un reclamo dulce. Debo preparar una pista inteligible que me anuncie.

Tal vez pongas tu mano en mi espalda o sea yo quien me apoye en tus hombros. La piel es un anuncio de cercanías y un altavoz de emociones. Espero saber dominar mis nervios y tener la cautela necesaria para evitar que me confundas entre tanta gente que saldrá a recibirte.

Usaré la llave que tengo para abrir una puertecita de tu corazón. Me instalaré con todo mi equipaje de risas y versos. Para cuando quieras darte cuenta y para no echarme de menos, irás y vendrás a todas partes conmigo dentro.

Sé que ya estás en camino, lo presiento. Puede que aquí mismo, ya, a la vuelta de la esquina. O quizá tengas otros asuntos que retrasen nuestro encuentro. Te necesito aquí a mi lado, para caminar juntos. No me preocupa lo lejos que esté tu casa, porque las distancias no son más que suspiros.

Se acerca el momento. Voy a arreglarme un poco, sólo un poco. Quiero causarte buena impresión, pero que me veas tal y como soy. Me dejaré puesto el corazón de andar por casa y limpiaré mis zapatos de ir sin prisa. ¿De qué color serán tus ojos? No creo que importe si me enseñas a leer en ellos.

Respiro hondo. Noto tu presencia. Adelante, ha llegado el momento… ¡Estamos a punto de conocernos! A ver como inicio la conversación… Ya sé…

—¡Hola! ¡Qué tal! ¿Eras tú quien me estaba leyendo?…

Cómo hablar

Paseamos por el mundo mientras nuestro camino se cruza con el de muchos otros. El destino nos lleva y nos trae compañeros de viaje y decide cuánto tiempo permanecen con nosotros. Personas que a veces no se quedan ni siquiera el tiempo preciso para recordarlas. Otras, en cambio, nos acompañan toda la vida, o al menos gran parte de ella, y dejan en nosotros huellas imborrables de su paso.

Miro a mi alrededor, en el espacio y en el tiempo, y no veo más que azar. Todos los que estuvieron a mi lado vinieron de la casualidad. Y aquellos que se fueron, también lo hicieron de la mano de ésta. Son tan pocos los que permanecen, los que se adhieren, los que se rebelan ante los designios de la diosa fortuna y sus esfuerzos son, normalmente, tan inútiles, que me siento desbordado de fugacidad. Me pregunto si yo soy el mismo o si muto en función de los vaivenes del azar.

Y de entre todas las personas que me rozaron, las que dejaron su marca en mí, las que señalaron mi corazón y grabaron en él su nombre indeleble… ¿A quiénes echo de menos? ¿Quiénes asoman su recuerdo por los entresijos de mi memoria?

Me pregunto porqué se fueron, cómo no pude retenerlos, porqué se entretuvieron dejando en mí una señal si tenían previsto seguir el viaje. ¿Se acordarán de mí? ¿Ese vínculo imaginario marcó también su alma a la vez que la mía, o esas son huellas que el tiempo inexorablemente borra en unos antes que en otros?

La memoria me niega los nombres y los rostros de personas a las que sé que quise y que, ahora, no sé si sigo queriendo. Ansiedad de recuerdos. Torpeza de sensaciones. La nostalgia me aprisiona cuando, en un esfuerzo desesperado, vuelvo atrás la vista para contemplar el camino y no encuentro huellas de mi paso.

Si volvieras a nacer, si empezaras otra vida,… me gustaría saber si pronunciarías mi nombre de nuevo; si señalarías mi rostro con tu dedo mientras una voz interior te dice desde dentro del oído que te gustaría llevarme contigo. Si te recorrería un alivio especial, un suspiro profundo, como si una pieza del rompecabezas estuviera en su sitio de nuevo.

¡No me lo digas! En el fondo de mi ser, no quiero saberlo. Soy demasiado cobarde. Por eso miento diciendo que prefiero pasar como una sombra por las vidas de los demás, cuando, en realidad, lo que me gustaría es… quedarme para siempre en ellas.

¡Cómo hablar, si ya no hay vuelta atrás! No sé que complicidad nos une ni porqué se desencadenó. Ya eres un lazo de los que me atan al infinito. No aprietes el nudo ni lo aflojes: estamos a la distancia perfecta…

Pero si en tu viaje encuentras una nave del tiempo… ¡Vuelve a por mí! Te espero.

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