Hubo un tiempo en que mi memoria tenía el detalle de respetar mis recuerdos. Pero ese tiempo se me fue como el agua se pierde entre los dedos, y sólo me quedan sombras de imágenes que perdí por el camino.
Si cierro los ojos, adivino aquel paisaje y casi logro recordar un tintineo de risas y llantos que venían del patio, entrecruzándose con ruidos sordos de agua fría y transparente. Y el viento silbando entre árboles mullidos, bailando con sus hojas, jugando con claridades y ahuyentando insectos. Hacía calor… ¿o quizá es que no me importaba el frío?…
He maldecido durante mucho tiempo aquel instante en que mis ojos descubrieron ese objeto. Cada noche sueño que no me inclino hacia el suelo, que paso de largo, que no lo cojo,… Y cada mañana me levanto con esperanza de que todo haya cambiado y de que esta búsqueda interminable me deje por fin descansar.
¡Pero lo cogí! Lo limpie con mis dedos aún llenos de pintura seca. Lo froté instintivamente, como creyendo que en el brillo de las cosas reside su verdadero valor.
Al principio, no noté nada extraño, nada diferente, hasta que mi vista y mis rodillas empezaron a nublarse. Intenté llamar a alguien, pero mi voz no salió de la garganta. Todo a mi alrededor se convirtió en un remolino de colores, una hecatombe de formas, una lluvia de destellos… y al sentir la frialdad del suelo bajo mi espalda, todo se volvió negro y hueco de repente.
Era de noche cuando volví a entreabrir los ojos. O al menos debía serlo, porque pude distinguir perfectamente estrellas titilantes arremolinadas alrededor de una luna inmensa y clara como jamás había visto ninguna. Sin embargo, una claridad de día iluminaba el paisaje con las copas de los árboles en derredor.
Noté una sensación extraña al intentar incorporarme, así que giré mi cuello para ver mejor y, sin esfuerzo, toqué el suelo con mi cara. No sentí ninguna frialdad. Ni una sola punzada de las piedrecillas envalentonadas que otras veces se clavaron en mi piel, y de las que los campos están llenos. Quise apoyarme para levantar la cabeza pero no pude.
Miré hacia mi cuerpo, intentando comprender qué era lo que fallaba, pero sólo encontré… ¡plumas! Grises y ocres en perfecta armonía. La sorpresa me hizo saltar e incorporarme.
¡Qué altos eran aquellos árboles! Sentí la necesidad de subirme a una rama. Era una necesidad imperiosa, que no admitía demora, un miedo cerval, un respingo inconsciente más potente incluso que el que nos obliga a respirar.
Salté mirando aquella rama sin saber porqué lo hacía y sin esperanza de alcanzarla. Extendí los brazos para tocarla, aún tan distante, y me encontré flotando en la dirección necesaria. Lo comprendí al mirar al suelo: ¡estaba volando!
Ya sobre el apoyo incansable de aquel árbol, busqué mis brazos y mis piernas con ansia. Pero no encontré más que alas y patas y plumas y… y… quise llorar con todas las ganas del mundo. Ni una sola lágrima me socorrió. Ni una sola palabra de las que bombardeaban mi cabeza acudió a mi garganta.
En medio de la desesperación noté un apretón sobre el cuello que me hizo inclinarme hacia delante justo para ver un brillo sobre mi pecho. Era aquel objeto, un espejo, a modo de colgante, en el que vi mi rostro humano desaparecer lentamente, para dar paso a la imagen de un ave de ojos dislocados y movimientos inquietos que me miraba asustada.
Mi mente se inundó con la letanía de una sola palabra. Cada vez más fuerte, cada vez más hiriente, cada vez más absurda: «¡Busca! ¡Busca! ¡Busca!». El miedo fue desapareciendo a medida que iba dejando de entender lo que me decía aquella voz, hasta que se hizo irreconocible para mi cabeza. Después… todo negro. Inmensa, melancólica e inquietantemente negro.
No sé cuánto tiempo estuvo el velo sobre mi memoria, pero el frío de la noche se había trocado en templanza cuando desperté de la negritud. Y las estrellas parecían formar otro dibujo que se deshacía bajo la claridad de un sol que asomaba deseando amanecer.
Me incorporé, asustado de recuerdos, y sentí el frío contacto de un metal sobre mi pecho. La rabia subió hasta mis ojos en forma de torrente cuando distinguí lo que había en mi cuello, ahora sí, humano de nuevo.
Lo cogí con irritación infinita, deseando quitarme aquel objeto que había hecho zozobrar mi consciencia y mi propia identidad. Aún me atenazaba un miedo irracional que me palpitaba en el corazón. Deseaba con todas mis fuerzas arrojar el espejo lejos de mí, cuánto más lejos mejor, en el espacio y en el tiempo.
Pero unos ojos inquietos abiertos de par en par que me miraban desde el espejo me detuvieron. Miré con atención, sorprendido de mi propia paciencia, para ver una retahíla de escenas que sucedían en un torreón que no pude reconocer.
Pasó el tiempo, con la sutilidad con la que siempre transcurre cuando no se desea que se escape. Cuando vislumbré que en el espejo unas manos suaves escribían letras sobre un lienzo de plumas, me dí cuenta de que había vuelto a caer la noche mientras seguía estático, absorto en las imágenes.
Aparecieron de nuevo tus mismos ojos, dentro tu mismo rostro. Me sonreíste. Como sonríe para sí el mago cuando hace aparecer el conejo blanco de un lugar imposible. Como un niño que ve volar mariposas de colores. Como sonríe, en fin, quien recuerda un sueño hermoso que se convirtió en realidad.
Tu gesto me contagió y los músculos de mi cara relajaron mi semblante, levantaron mis labios y abrieron mis ojos. Te sonreí, casi como si fuese feliz en ese instante. Un nombre acudió a mis pensamientos, hasta entonces adormecidos, y mi voz sonó clara y alegre pronunciándolo.
Desde entonces, he seguido mirándote a través del espejo infinidad de veces durante muchas noches. Al principio, pensé que mi búsqueda había terminado, que todo estaba en paz y que mi metamorfosis sólo había sido un mal sueño.
Pero no tardé en darme cuenta de la verdadera dimensión de los sucesos que me habían sacudido. Un despertar ingrato, como el de los niños cuando amanecen cada ocho de enero y tienen que volver a la escuela. Después de haber creído que terminaba mi pesadilla, entendí claramente que no hacía sino comenzar.
Ahora que he vuelto a mi forma humana he descubierto que mi verdadera transformación ocurrió mucho antes de haber sido animal. Ahora sé que me habitas por dentro aunque me llames desde fuera. Los espejos sólo devuelven lo que se les da, sólo reflejan los ojos que los miran.
Yo nunca fui otro yo que la imagen que te devuelve el espejo: humano, animal o luna. Mi verdadera y extraña transformación comenzará cuando apartes la vista y apagues el espejo. Te suplico que jamás me dejes de mirar y yo prometo, como si pudiera hacer otra cosa, no dejar, tampoco, de mirarte nunca.
(Francisco José Pérez, Septiembre 2006)
Deja una respuesta