Instanteca

Una colección de instantes

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Autodefensa

Algunas ausencias se convierten en instantes fugaces que corren por la memoria con signo intermitente, abriéndonos de nuevo los ojos de niño que teníamos tan cerrados.

Todas las ausencias son breves, aunque hay veces que las sentimos pasar sin ruido, como un suspiro que se agota en sí mismo, como una respiración que se congela, al reino interminable de lo definitivo.

Es tan sólo un paso para el ausente, una obligación preconcebida que espera una cita nebulosamente anunciada. Una certidumbre que se aproxima mal creída, mal sentida, mal esperada.

Tan sólo un paso, un viaje diminuto hacia la vuelta de la esquina, que empieza con un estertor y acaba sin poder sentir la propia frialdad de las manos. Pero para nosotros es una larga lucha con y contra el olvido, según y sobre la tristeza, hacia y desde la nostalgia, hasta, para y por el camino de rellenar el depósito sin fondo de la vida.

Y, sin embargo, a pesar de su longitud y de su anchura, todas las ausencias son breves. Todas encuentran asiento de ventanilla por donde asomarse, todas siguen ocupando tiempo y espacio en el corazón. En todas tenemos emisario dispuesto a traer noticias y en todas hay sitio donde apostarse para disfrutar de las luces y los olores que descubrimos guardados en un rincón.

De lo enjuto de las ausencias, de lo reseco que uno se queda, el trago peor, aunque lo parece, no es la despedida. Sino la rabia, el golpe, el temblor y la ira de saber que, mañana mismo, sin haber despertado de la pesadilla, tendremos a mano la certeza de que hay muchas otras ausencias a la vista.

Pero… ¿sabes? Todas las ausencias son breves, todas se convierten en instantes que se traga el vértigo de la vida. Por eso ahora —y siempre— lo más importante, lo que no admite espera, es que me levante, que te levantes conmigo, y que sigamos, entre ausencias, defendiendo la alegría.

Presentimiento

Lo he notado enseguida. He reconocido el ruido impactante que hacen los hilos al romperse, la explosión minúscula que sucede después, el vacío apagado que queda detrás.

Un estruendo de caracolas cayendo por las escaleras, una fuga de palabras atropellándose en las tardes de noviembre que no volverán. Un desasosiego profundo de sirenas varadas en tierra, un espacio abierto que no se puede cerrar porque no tiene fondo ni forma ni energía.

Ha sido un presentimiento, un instante de esos en los que todo aparece claro, como cuando los secretos dejan de ser lo que son para transformarse en espuma. Ha sido un temblor de la existencia sacudiendo el nudo que se deshace cuando chocan en el interior de un instante un siempre y un nunca.

Se ha roto la noche en dos, en dos partes desiguales, en dos trozos tan cercanos como distantes, que se unen y se separan en los bordes redondos y sutiles de la luna.

Siempre y nunca son palabras terribles que deshacen en mentira las verdades del corazón. Pero es cierto, puedo jurar que he sentido —como nunca—, que la noche se rompía —para siempre— en dos. Tú y yo.

¡Qué vértigo de brumas, qué espejismo de alfileres, qué tristeza tan absoluta he notado al pensar que, de todo lo que —nunca— fuimos, ni siquiera las palabras —siempre— quedarán!

Ahora que llueve

Andaba esta tarde pensando en hablar de la lluvia, del paisaje que se destiñe en ella, de la acuarela en que se licua la noche sobre los cristales de luces de la ventana.

Andaba buscando el espacio oportuno para colocar las letras en su sitio, aun a sabiendas de que, al leerlas, me las moverías de un lado para otro, agitando su contenido para mirar en el fondo y encontrarles otro sentido.

Para hacerlas tuyas o, tal vez, para devolvérmelas luego envueltas en un solo gesto sobreentendido. Para transformar su semántica en sintaxis, sublimar el contenido y usarlas como nexo entre sintagmas de complementos distintos.

Pensaba muy seriamente, esta tarde, en hablar de la lluvia, del otoño recién caído de hojas, del pésimo estado de ánimo del cielo y de algunas otras cosas cursis y melancólicas.

Aunque me he dado cuenta a tiempo de que, ahora que llueve, ya no tiene sentido hablar de la lluvia, que es mejor verla caer, mojarse con ella y dejar para la memoria el recuento de todo lo llovido y el espejismo de lo que queda por llover.

Así que tendré que inventar otra cosa con la que rellenar este instante, en el que sólo me apetece acurrucarme contra el sofá, sin mirar a ninguna parte, y dejar que se me pasen las letras mientras noto, desde la ventana, con qué extraña mansedumbre aparecen, tan plácidas, estas noches en las que me llueves.

Sin noticias del azar

El frío que avanza sobre el patio va dejando hirsutas las baldosas, que bailan en las luces y las sombras de una tarde desconocida.

He visto entre la hojarasca el tránsito pesado de una tarde solitaria, que se arremolina en este vacío interior que algunas veces confundo conmigo mismo.

Sin presagios, sin señales que seguir, todo hace pensar que ésta es otra travesía sin mar, sin camino, sin otro final que encontrarse siempre en aquel angosto precipicio desde el que no cabe más que mirar a lo lejos o volver la vista atrás.

Sin noticias del azar y con los pies helados, la ternura no puede abrirse paso en este vaivén de aire sin respirar que me mantiene aletargado, ausente, entumecido entre los dobleces de una espiral que no cesa en su giro.

El paisaje sólo empieza a moverse cuando más quieto parezco, cuanto más pienso en lo tácito, en lo envolvente y en el modo tan implícito con el que me dejo llevar por este frío, por estas ganas de tiritar, que no sé si avanzan o retroceden.

No puedo pensar bien cuando tengo los riñones alterados, ni cuando tengo helados los pies. Por eso no encuentro la manera de decir que, este frío, que avanza sobre el patio de una tarde desconocida, parece estar buscándome a mí.

Y, con los dedos fríos, tampoco consigo saber cómo esconderme, ni me atrevo a adivinar en quién.

Urgente

Nos urge tomar medidas del espacio que nos sucede y señalar en nuestro atlas los caminos que recorremos a tientas, los hitos que adivinamos, las ventanas que deseamos que alguien nos deje entreabiertas.

Ni siquiera nos desapresura el consuelo de pasar el dedo por el mapa de lo vivido y encontrar todavía aquellas cosas que cambiaron de sitio por un tacto cargado de deseo, por un roce sutil de miradas, por una palabra pronunciada a tiempo o por ese sí tan hermoso que aún nos da miedo que deje de ser implícito.

Es imposible esperar, porque nos apremia tomar decisiones, calibrar deprisa propuestas imaginarias y activar cuanto antes todos los resortes de un corazón que se aletarga y se enquista en la rutina de latir.

Tenemos que decidir, nos va la vida en ello, en el asedio del presente que se fuga por entre los dedos. Tenemos que decidir a pesar de que sabemos que todos nos inventamos y que nos inventamos todo, especialmente la realidad.

Después estalla el malentendido, cuando los secretos pierden la materia de la que están hechos y se vuelven espuma. Entonces se puede ver que el aprecio es muy buen mal dibujante, que nos pinta tan bien que casi parecemos de verdad.

Pero yo prefiero mil veces que se equivoque el aprecio a que acierte la frialdad. Aunque en este instante es cuando mejor entiendo que, de las decepciones, nunca se sale indemne, ni ileso, ni del todo inocente.

Tan urgente como decidir, tan preciso como perdonarse la decepción, es seguir haciendo pájaros de barro y enseñarlos a volar.

Risa y abominario

Me agobian los profesionales del drama cuando convierten su letanía de sinsabores en un arma arrojadiza que trasplanta nudos. No soporto las escenas con los nervios de punta que ponen tarde el grito en el cielo en lugar de sembrarlo a tiempo en la tierra.

Abomino la languidez perpetua de quienes tienen el don de encontrar siempre alguna razón para no disfrutar de la vida. Me aflora la crueldad en la sonrisa cuando escucho la problemática inacabablemente vacía de los montañosos granos de arena o el glugluglú cansino y leve de los vasos de agua.

Me repelen las plañideras de lágrimas inagotables, los llorantes que no maman ni dejan de mamar, los confesionarios portátiles por entregas con púlpito, sermón y penitencia de usar y tirar.

No puedo con los agoreros, con los que sabían que pasaría esto y no hicieron nada para equivocarse. Ni con los tremendistas de grado cuatro en la escala de Richter, ni con los pazguatos que te cuentan su vida como si hubieran descubierto la yema del huevo.

Tú no estás en esta lista, que no te quepa ninguna duda. Porque sabes hablar sin oprimir, sin echarme peso encima, contándome las cosas para compartirlas y no para traspasarme las tristezas, ni los malos momentos que a veces llegan, ni las melancolías pasajeras. Y porque, incluso entonces, te sabes reír con una risa especial, medio brisa y medio vendaval, dulce y amarga, tan instintivamente tímida como preparada para contagiar.

Pero yo quizá sí. Es posible que yo mismo sea alguno de esos que tengo en este abominario de desavenencias personales. O que sea cada uno en algún momento, o incluso todos a la vez.

Si me reconocieras en un instante así, bueno, si quieres, compadéceme un rato. Pero te pido, por favor, que luego me avises, que invoques este trato y que te rías de mí a todo pulmón, con esa risa tuya especial para contagios.

Como a ella le gustaba

Me pide Juan Ramón que deje la puerta cerrada, para que no se esfume el recuerdo, para que no se salga nada.

Enseguida, no sé qué me pasa, he pensado en entornarla y dejar escapar esta fragancia porosa que el pasado deja en cada rincón. Que entre brisa nueva y que se revuelva este olor a melancolía barata.

¡Qué espíritu baldío el de la contradicción! ¡Qué inútil esfuerzo el de las estatuas! ¡Qué difícil es entrar, salir, y dejarlo todo como estaba!

He decidido volver a cerrarla, como a mí me gusta, como a ella le gustaba. Que su recuerdo encuentre agrado en el perfume de la vieja estancia.

Como a ella le gustaba, con la puerta cerrada, a su agrado de frío y de soledad musitada en este hueco dormido que mantengo vivo como rescoldo sin ascuas.

Al otro lado de la puerta, tan cerrada, me siento mejor. Ya no huelo nada.

Cierra, cierra la puerta,
como a ella le gustaba…
¡Qué se encuentre a su agrado su recuerdo!

(Juan Ramón Jiménez, Eternidades, 1916—17)

Fricción

Las nubes aún rozan sus vientres blancos por entre los picos de la montaña que hay enfrente, dejando en ella un aspecto mudo y fantasmal, como de sábanas que se secan a la intemperie.

El frío se restriega en los cristales empañados, salta a las manos, a los huesos, y se queja resbalando hasta los pies. Pero trae también, en su abrazo, una inquietante sensación de viveza, un contraste de temperaturas antagónicas que se mezclan en un solo tacto, en un único temblor.

¡Qué silencioso está el patio! Ahora que la tarde borra límites y se confunden el cielo, las nubes y la nieve en lo más alto del paisaje, recuerdo cómo yo mismo me frotaba contra aquellos ruidos de aire que trajo la lluvia, para borrarme el miedo de los resquicios abiertos en el corazón.

Pero la noche no espera, se ha vestido de hielo y no queda más remedio que huir. Huir del silencio del patio hacia el confortable estrépito de los troncos, del blanco arisco de la nieve lejana, hacia el rojo incandescente del fuego. De la mirada perdida en el horizonte, al universo del fondo de tus ojos.

¡Cuántas veces te he tenido sin ti! Y, sin embargo, ahora que estás a mi lado —qué extraño desconsuelo el de este frío—, ahora que te tengo conmigo, te sigo echando de menos.

Algo hay en la suave fricción de la carne, en el entramado sutil que superpone los espíritus, en la intersección cóncava del tiempo y del deseo, que deja huecos perpetuos sin rellenar. Huecos perdidos para siempre y que sólo el frío, este inmenso y sólido frío que aparece algunas noches de compañía, inexplicable y fríamente, revela.

Complicidad

Ahora, por fin, acabo de entender este verso innombrable de la magia blanca.

Jugábamos… ¿A qué? ¡Ah, sí! A las adivinanzas. Me fuiste relatando todos mis pensamientos, de uno en uno. Pero yo no quise que acertaras.

En cambio, después, la veleta giró contra el viento, la moneda salió cruz y empezaron a palpitarme los ases de la manga. Entonces, apenas sin dilación, fallaste cuando menos quería que te equivocaras.

Lo he entendido por fin, a las malas, pero bien entendido. No es el mago el que adivina, no depende de su tacto, ni de su habilidad, ni de destrezas que vayan más allá de lo normal.

No, no, ¡que va! Quien tiene que concentrarse, quien emite las señales elocuentes, quien decide el signo de la ilusión, no es el mago. El verdadero hechicero, quien decide si se adivina, siempre es el cómplice.

Juguemos otro rato y te lo mostraré. Ahora, por ejemplo, detente un momento y averigua en qué estoy pensando. O en quién.

¡Exacto! ¡Muy bien! ¿Lo ves? ¿Entiendes ahora por qué soy yo el que te ha acertado?

Y si no lo captas… ¡mejor! Así podemos seguir jugando.

Confines y confidencias

En un confín del corazón, allá donde la memoria pierde su buen nombre y se transforma en obsesión, guardamos las razones que nos han hecho ser como creemos ser.

Un poco más allá, a salvo de delaciones inoportunas, donde la amnesia ha pasado de ser extravío a convertirse en amnistía, tenemos las llave de todas las confidencias que han hecho que los demás crean que somos de este modo.

No sé acechar. No practico el oficio de espía, ni tengo modos de preceptor, ni me acerco siquiera hasta el grado de sensei.

Todo lo que sé de ti, incluso lo que tenía previsto saber, lo he aprendido de tu boca. Del tiempo inocente de las confidencias a medio gas, de los gestos delatores de las metáforas, de las lágrimas que se resuelven en sonrisa o suspiros que incumplen las cláusulas de privacidad.

Esta intimidad sin pesquisas es lo más hermoso que me has dado. Quizás lo único que no se extinga y me sirva como bálsamo invisible contra el roce imparable de los confines de la vida.

Si alguna vez te dibujas una ventana en el corazón para que corra el aire, para que salga el humo, para que la lluvia suene en los cristales al paso de una a otra estación, me gustaría pedirte que me regales el lápiz con el que te la pintes.

No soy espía, sino confidente. No voy a asomarme si tú no me llamas. Pero quiero poder tener en mis manos ese lápiz y apretarlo con fuerza para saber, así, que la ventana existe.

Y, tal vez, en un umbral, aunque soy muy mal dibujante, calcar con él mi corazón cursi y cobarde.

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