Nos urge tomar medidas del espacio que nos sucede y señalar en nuestro atlas los caminos que recorremos a tientas, los hitos que adivinamos, las ventanas que deseamos que alguien nos deje entreabiertas.

Ni siquiera nos desapresura el consuelo de pasar el dedo por el mapa de lo vivido y encontrar todavía aquellas cosas que cambiaron de sitio por un tacto cargado de deseo, por un roce sutil de miradas, por una palabra pronunciada a tiempo o por ese sí tan hermoso que aún nos da miedo que deje de ser implícito.

Es imposible esperar, porque nos apremia tomar decisiones, calibrar deprisa propuestas imaginarias y activar cuanto antes todos los resortes de un corazón que se aletarga y se enquista en la rutina de latir.

Tenemos que decidir, nos va la vida en ello, en el asedio del presente que se fuga por entre los dedos. Tenemos que decidir a pesar de que sabemos que todos nos inventamos y que nos inventamos todo, especialmente la realidad.

Después estalla el malentendido, cuando los secretos pierden la materia de la que están hechos y se vuelven espuma. Entonces se puede ver que el aprecio es muy buen mal dibujante, que nos pinta tan bien que casi parecemos de verdad.

Pero yo prefiero mil veces que se equivoque el aprecio a que acierte la frialdad. Aunque en este instante es cuando mejor entiendo que, de las decepciones, nunca se sale indemne, ni ileso, ni del todo inocente.

Tan urgente como decidir, tan preciso como perdonarse la decepción, es seguir haciendo pájaros de barro y enseñarlos a volar.