Instanteca

Una colección de instantes

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A primera vista

La probatura inicial no tuvo mucho misterio, suele ocurrir en todos los primeros encuentros. Nunca creí en las cosas a primer oído. Intercambiamos la voz, es cierto, pero nada más. Ni quise dejar, ni descubrí ningún mensaje escondido.

Después de mucho tiempo, lo volvimos a intentar. Mirando, abriendo bien los ojos, apartando las pestañas incluso. Aunque nunca creí en las cosas a primera vista, tu mirada me escondió el primer secreto compartido.

Más tarde, nos propusimos seguir el rastro de las letras que el azar puso junto al camino. Nunca creí en las cosas a primera lectura, pero hubo versos infinitos que dibujaron el quicio de una puerta entre dos mundos contiguos.

Entablamos reflejos y espejismos, acometimos viajes y regresos. Activamos hechizos duraderos que hacían hervir la sangre con un fuego conspicuo. No creo en las cosas a primera magia, pero construimos un manojo de castillos que flotaban.

Abordamos entonces, con el corazón convertido en coraza, el recóndito desequilibrio de las manos y la electricidad estática de los murmullos. Alfareros improvisados, promovimos sobre el barro el abordaje de otros labios en un empréstito de aires. No creo en las cosas al primer tacto, pero aún me palpita en la piel el eco de tus dedos taconeando.

No renunciamos, tampoco, a probar la pesada sutileza de la ausencia, ni el mar contenido en la marea de aquel vaivén, cuando venías queriendo irte, pero te ibas pensando en volver. Nunca he creído en las cosas al primer movimiento, pero reconozco que estuve mucho tiempo durmiendo en la estación.

Nunca he creído —y sigo sin creer— en las cosas que ocurren al primer algo, al primer nada. Pero creeré siempre en el poder pequeño e incansable de la constancia. Y en el de la imaginación.

Me gusta la palabra beso

La palabra beso es verdaderamente hermosa, sencilla de escribir. Con la mano del lado del corazón, el índice —como si empezáramos un libro— acomete el movimiento inicial de labios juntos.

Después, el dedo central gira su cabeza ligeramente y extiende toda su longitud sobre la tecla e, alargándola si fuera preciso mantener el pulso. El anillo, o su ausencia, silban en el dedo que se reclina, un instante más tarde —o quizá en el mismo—, soltando el aire que se tenía guardado muy adentro.

El círculo lo cierra el dedo simétrico, en el espejo de la otra mano, dejando los labios redondos, perdidos, esperando completar el silencio con ese leve chasquido trémulo que sucede al contacto. ¡Qué hermosa palabra! ¡Qué trazo más sencillo!

Es tan dulce la palabra así compuesta ———beso, beso, beso——— que se regala en toda ocasión y se acepta, además, sin remordimientos. Se la concedemos a los conocidos y a los extraños, a quienes palpamos muchas veces y, también, a los seres intangibles del espejo, de los sueños o del tiempo que nos atravesó alguna vez.

No sé si será que, el grafismo simple de su tinta electrónica, me recuerda tu rostro acercándose por la nariz, tus ojos entreabiertos a la dulzura y el cruce sinuoso de la lingüística encerrada en dos bocas a punto de trazar un instante redondo. O que las yemas de mis dedos recuerden, al teclearla, la posición exacta del anclaje que estrenaron en tu cintura intacta de espuma y aire.

Adoro la palabra beso, me gusta mucho, seguramente más que ninguna otra. Pero el caso es que hay noches como ésta, vacías y sin luna, en las que no sabes cuánto me gustaría ———beso, beso, beso——— sentirla en los labios y no tenerla que escribir nunca más.

Cambiante

Estaba tan contento, casi exultante, sonriendo por todo lo sonreible e incluso por algunas cosas que no lo son tanto. Acierto a ver, generalmente, el lado cómico de las tragedias, las paradojas ocultas en la sensatez y la inocencia estruendosa de acometer los ridículos más insospechados.

De buen humor, sintiéndome bien por todo y por nada, como los bobos redomados preferimos estar por las mañanas. Pero, en un instante, no sé que ha pasado…

Siempre soy un hombre cambiante y tengo mi propia montaña rusa de estados imaginarios. Soy un hombre cambiante y ya sé que debería estar acostumbrado a estas metamorfosis inversas que devuelven la mariposa al estado de gusano.

En un minuto he pasado a ser un infeliz, a notar lo incesante de la lluvia, la cesura de los versos que tus manos escriben en mí, los excesos contenidos y el sexo sentido que pugna por desistir.

Me han caído encima todas las gotas de lluvia, todas las palabras atrasadas, todas las averías por resolver. Entonces me rebela estar en el bache, no saber por qué caí y la rabia infinita de no acertar en el modo de salir ileso.

Mantengo, sin embargo, la antigua promesa de levantarme en cuanto pueda, de seguir hacia delante, preferiblemente con tu ayuda. Para seguir de nuevo en el camino, cojeando primero, andando después, y corriendo más tarde para tomar impulso y volar otra vez.

Hoy mismo, antes del desaguisado interior, he podido ver en directo cómo se cumple a rajatabla la tradición oral del refranero. Y me vuelve otra vez la sonrisa al recordar que «quien tropieza y no cae, adelanta terreno». O se gana un premio de hilo musical.

Porque yo soy un hombre cambiante que, en noches de luna llena, me convierto en lobo, bobo, niño o fiera. Y hoy he sido, casi sin querer, de todas esas maneras.

Cardiopatía

El corazón es, como víscera, un amasijo inconmovible de músculo y sangre. Un engranaje perfecto que impulsa la vida a borbotones, estrujándose en el esfuerzo de enviar mensajes rellenos de química.

Como lugar, es la cruz que se apunta en el centro del mapa, el punto infinito en el que se cruzan todas las trayectorias y todas las líneas paralelas de la vida. Es la estación por la que pasan todos los trenes, deseando quedarse unos, deseando otros que te quedes.

El corazón, como tiempo, es el instante preciso, el precioso momento en que da saltos la vida. Es el rayo que no cesa y que no deja de cesar apoyándose en la energía de las contracturas.

Como palabra, es la primera y la última de cada verso, el verbo que descansa implícito entre tú y yo, el eslabón perdido en la cadena de los sueños. Es el golpe de voz más pequeño y el que tiene un eco más grande.

Ella estaba tecleando, precisamente, todo lo que yo le leía en las manos. Pero, en un descuido, el viento electrónico dejó un trozo al descubierto:

—Sólo arriesgo el corazón —me dijo—. ¿Para qué me sirve si no?

Como forma, es la aparente simetría de los espejos, la inexacta mitad de un deseo, el perímetro interior de todo lo que importa. La hoja roja que anuncia caos, el vilo estrangulado en el puño. El dibujo vacío olvidado en el árbol.

Y como azar, el corazón es la bolita que siempre está girando en la ruleta, buscando casilla en la que parar. Pero si, antes de que empiece a rodar, no se apuesta la vida en ello, no hay razón para jugar y sólo sirve, cada tictac, para contar el tiempo.

Caducidad

¿Notas este frío de invierno en el dibujo con que el vaho se me escapa, en la piel que me estremece sobre un minúsculo movimiento?

Pensé que, al menos de este otoño, podría salir ileso. Aun sabiendo que ya amarilleo, que me voy cayendo a pedazos al suelo y que un viento imparable me barrerá de todas las memorias que me importan.

Hace tiempo que me escurro, que pierdo el pie de este equilibrio equivocado cuando se mueven las ramas. Que el cielo se queda cada vez más sombrío y que, cuando parece despejarse un poco, sólo es espejismo que rola hasta ennegrecerlo del todo.

Es dura la caída, por más que la endulcen los recuerdos que me tienen cosido a la rama. Por más que me digo que tengo el suelo mullido y que el golpe no será nada, tengo miedo del descenso a pulmón libre, de la angustia del aire en la cara, del vértigo inaguantable de sostener tu invisible mirada sobre mis hombros.

Temo soltarme de la rama, no por la herida del pedúnculo arrancado de cuajo, ni porque me pisen los cascos de los caballos después; sino porque no habrá primaveras suficientes para que pueda auparme otra vez al árbol.

¡Cuánto he corrido para llegar al final, qué loca carrera de savia! Algún jardinero compasivo me amontonará por la mañana y, al prenderme, me devolverá hasta el último humo que puedo venderte, para que perdones mi locura evidente con tu cordura perdonada.

¿De verdad que no notas este frío salvaje, este acero penetrando en la carne, este concierto de alfileres que está esperando colarse por alguna rendija de la ventana?

Pensé que, al menos de este otoño, podría salir ileso. Pero me has dejado abierta una ventana en el corazón y noto cómo el frío que entra sin aire me escarcha. Siento que, poco a poco, voy pasando de perenne a caduco, mientras me precipito desnudo al vacío de las palabras.

Bienvenida

El amor más apasionado, el odio más profundo, incluso la indiferencia más cruel, siempre empiezan con un saludo cruzado.

Después las cosas derivan, a golpe de timón o en derrota consentida, creando instantes distintos que se funden en la memoria, trazando caminos paralelos o disjuntos que se recorren o se imaginan.

También el azar interviene colocando montañas o granos, vados o verjas, cuestas y llanos. Dibuja ventanas y puertas, y las abre o las cierra para que haya corriente y se pueda pasar de una a otra. Pero lo que no permite, nunca, es que anden todas abiertas.

Yo tampoco diría «yo tampoco» si volviera el momento que no volverá. Es muy débil consuelo para mañana, cuando llegue la hora señalada —en la que siempre te veo entrar de puntillas— y vea que ya no estas asomada.

Siempre serás bienvenida a esta hora repetida, en la que parece pasar todo sin que ocurra nada. Como también esperaré siempre tu visita aquí, en donde suceden las cosas, a cualquier hora real o imaginaria. Pero, si vienes algún día, elige bien el momento. Porque, si aciertas a llegar del brazo del instante preciso, te advierto que es posible que no resultes intacta.

Porque el amor más confuso, el odio más complaciente, la ternura más brillante de la imaginación, e incluso la indiferencia menos indiferente, suelen empezar —siempre— después de que suceda un adiós.

El día después

El día después siempre aparece brillante y luminoso, suavemente contradictorio. Según la estación en que suceda, el sol apretará las tuercas del mediodía o, simplemente, se dedicará con una pincelada sutil a expandir la tibieza hasta el mismo borde de la sombra.

Resulta extraño, pues en nuestra cabeza, de repente, se refleja el estado del cielo —abierto, gris o indeciso— cuando el viento se convierte en el ruido de fondo que envuelve el transcurso de los días y el paisaje nos rebota en los ojos sosteniéndonos la mirada.

Tal vez lo de ayer —la cordura exige excusas razonables— fue una pesadilla, un mal sueño, una alucinación que no ha ocurrido nunca. Seguro que no te entendí lo que decías, que no supe explicarme bien, que aún quedan muchas cosas por las que luchar y que la luz del túnel está más cerca de lo que parecía.

¡Se ve todo tan claro, entonces! Las sombras de ayer no caben aquí y se difuminan bajo este cielo diáfano y turquesa. Da la impresión de que todas las promesas pugnan por cumplirse y no dejar deuda que saldar. Y, mientras las botellas se medio llenan, las opresiones del pecho convienen en alejarse y dejarlo libre.

Pero, en cualquier estación en la que suceda, el día después —como la felicidad, como la alegría, como el amor—, no dura nunca lo suficiente. Se acuesta antes de tiempo y sólo nos deja una vaga sensación amable, un recuerdo huidizo y borroso, la melancolía imposible de volver atrás y la impaciencia de soñar, hasta el día después siguiente, con el amor, con la alegría o con la felicidad.

¿Cuánto durará el agua en el charco?

Los pies ciudadanos apenas distinguen los resaltes del suelo. Los zapatos engullen los matices del terreno y los ojos, que siempre miran a lo lejos, no aciertan a distinguir los huecos invisibles de la tierra que sólo el agua desvela.

Nunca se nos ocurrió imaginar, allá, bajo el sudor del verano, que justo ahí, precisamente, nacería un charco. La lluvia prolongada rellenó de tintines envueltos en agua ese lugar que hasta ahora era un impensable lago minúsculo.

¿Cuánto durará el agua en el charco? Nadie sabe. Puede que dependa de la tierra en la que está sembrado, del calor que haya alrededor, de que el viento sople para secarlo o del tamaño de los pies que chapotean en él.

Puede parecer, entonces, que nada importa el hueco ni el líquido, que todo se evapora antes o después. Pero la tierra seca que antes fue charco mantendrá debajo de la piel otro tacto, otra vida. Aun cuando parezca haberse ido el agua y nadie la pueda ver, su efecto permanecerá soterrado, esperando una salida.

Yo, en este caso, me inclino a pensar que el agua durará para siempre en el charco. Sí, sí, para siempre. Porque los dos son uno sólo, una esencia continente y contenida. De tal modo que, cuando desaparezca la última gota de aquella, en ese preciso instante, éste dejará de serlo, para volverse de nuevo tierra seca engullida por ruedas y zapatos.

Nadie pudo jamás imaginarlo, ni siquiera tú, ni siquiera yo. Hay lluvias finas — ———¡que extraordinaria constancia la del agua!——— que no se entienden hasta que no se está empapado y se siente el ataque de una tos persistente que, abriendo huecos en el pecho, nos impele hacia la incredulidad de que alguien nos haya salpicado.

Hace un momento no estaba ahí, no he oído el tintín silencioso acumulándose dentro, porque no esperaba que ocurriera y andaba mirando para otro lado. Pero la pregunta es la misma… ¿Cuánto durará tu corazón en mis manos?

Yo, en este caso, me inclino a no pensar, a mantener las manos juntas y a empaparme despacio de tu lluvia y de la del azar.

Ni frío ni calor

Como una ráfaga potente que aturde un poco, como un destello breve que embota la cabeza, siento que llega la marea de las palabras. Dormido o despierto, tomando café o conduciendo, no puedo quitármelas de la cabeza. Todo lo que miro, todo lo que hago, las aumenta y las hace más potentes.

Allá donde desvié la mente están ellas, esperando, acechando como lobos para no permitirme ninguna distracción del proceso. Se presentan sin avisar y me sorprenden a cualquier hora.

No puedo retrasar el efecto, una fuerza interior me obliga a pensar con los dedos y a buscar con ansia indefinida un teclado o un papel. La tinta se abre paso con un caudal inconstante, mientras me resuenan en el interior vocablos vacíos que yo mismo relleno.

Jamás distingo si voy hacia delante o hacia atrás. Sólo sé que escribo, de costado a costado, palabras prestadas durante un instante. Alguien me las dicta, alguien que no soy yo. O si lo soy, debo reconocer que no me reconozco.

Llegan como pegotes, sin forma, y me van dejando residuos en las manos. Me manchan de mundo, a mí, que vivo en las nubes…

Lo subo todo, con cuidado para que no resbale, al torno que espera impaciente y blanco —tantas veces amigo, tantas otras adversario—, mientras intento averiguar qué mensaje me traen encriptado y de qué mundo. Descifro lo que puedo, siempre inseguro del resultado, y compongo un poco el cuadro que me sale.

Algunas veces —eso presiento— sé que te devuelvo el mensaje completo, que eras tú la voz que me dictaba en la distancia. Pero otras, no sé… Hay muchas otras veces que no me entiendes, que no te entiendo, que no puedes hacer tuyas mis palabras.

Entonces pasas de puntillas por el texto, ni frío ni calor, pensando en que puede haber otros labios escondidos. O que me afecta el otoño y me estoy volviendo cursi. Y yo me defiendo, a veces, con la máscara del humor y, a veces, trascendiendo un poco sobre un argumento fútil.

Y todo para confesarte —por si aún no te habías dado cuenta a estas alturas—, que no sé escribir como yo desearía, ni como tú quisieras. Que sólo escribo como puedo, como me sale, como yo mismo me dejo; con el único sustento razonable de que tú sí sepas leerme como quiero.

Aunque siempre arrastro esta impresión, impresa y triste, de que nunca he sabido decirte lo que te digo.

Ese tipo que dices

Si es que insistes en ir adivinándolo todo, en acercarte al espejo con el radar encendido, con los ojos detrás de la lupa extendida en busca de indicios.

No dejas de querer mirar adentro, no haces más que toquetearme las rimas y las letras para dejarlas desordenadas y patas arriba, como si, cuando te llevas el ojo, les dejaras pasar el huracán por encima.

Eso te pasa por estrujar las palabras, por hacerles cosquillas para que confiesen todos los secretos que albergan. Por intentar convencerlas, en voz alta, de que prolonguen el eco de lo que piensas.

Mira que te advertí que el peligro de que te escribieras en mis renglones, era que acabarías congeniando con mi semántica. Que me arrancarías la piel de las metáforas a jirones mientras te da por predecir lo impredecible.

Eso te pasa por leerme, por leerme así, con los ojos condescendientes y la imaginación encendida. Por leerme como costumbre y como manía. Pero lo grave no eso, que sólo es un efecto —posiblemente pasajero— no tan increíble de un cierto exceso de palabras fermentadas en el pensamiento.

No. Lo lamentable de tu descuido, lo impactante de tu desliz, no es que me inventes a tu medida como, por otra parte, yo también te invento a ti, como todos nos inventamos, unos a otros, a la más mínima ocasión. Lo peor, es que hay muchas veces, muchas, en las que quisiera parecerme, un poco, a ese tipo que dices que parece que siempre escribiera para ti.

Y añado un deseo de última hora, fugaz e incontrolado, que se me acaba de ocurrir: ¿Querrías, al menos, tú parecerte, un poco, a esa persona que digo que parece que siempre leyera para mí?

Sería fantástico que alguna vez pudiéramos ser tal y como alguien nos ha imaginado.

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