Las nubes aún rozan sus vientres blancos por entre los picos de la montaña que hay enfrente, dejando en ella un aspecto mudo y fantasmal, como de sábanas que se secan a la intemperie.
El frío se restriega en los cristales empañados, salta a las manos, a los huesos, y se queja resbalando hasta los pies. Pero trae también, en su abrazo, una inquietante sensación de viveza, un contraste de temperaturas antagónicas que se mezclan en un solo tacto, en un único temblor.
¡Qué silencioso está el patio! Ahora que la tarde borra límites y se confunden el cielo, las nubes y la nieve en lo más alto del paisaje, recuerdo cómo yo mismo me frotaba contra aquellos ruidos de aire que trajo la lluvia, para borrarme el miedo de los resquicios abiertos en el corazón.
Pero la noche no espera, se ha vestido de hielo y no queda más remedio que huir. Huir del silencio del patio hacia el confortable estrépito de los troncos, del blanco arisco de la nieve lejana, hacia el rojo incandescente del fuego. De la mirada perdida en el horizonte, al universo del fondo de tus ojos.
¡Cuántas veces te he tenido sin ti! Y, sin embargo, ahora que estás a mi lado qué extraño desconsuelo el de este frío, ahora que te tengo conmigo, te sigo echando de menos.
Algo hay en la suave fricción de la carne, en el entramado sutil que superpone los espíritus, en la intersección cóncava del tiempo y del deseo, que deja huecos perpetuos sin rellenar. Huecos perdidos para siempre y que sólo el frío, este inmenso y sólido frío que aparece algunas noches de compañía, inexplicable y fríamente, revela.
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