Me agobian los profesionales del drama cuando convierten su letanía de sinsabores en un arma arrojadiza que trasplanta nudos. No soporto las escenas con los nervios de punta que ponen tarde el grito en el cielo en lugar de sembrarlo a tiempo en la tierra.
Abomino la languidez perpetua de quienes tienen el don de encontrar siempre alguna razón para no disfrutar de la vida. Me aflora la crueldad en la sonrisa cuando escucho la problemática inacabablemente vacía de los montañosos granos de arena o el glugluglú cansino y leve de los vasos de agua.
Me repelen las plañideras de lágrimas inagotables, los llorantes que no maman ni dejan de mamar, los confesionarios portátiles por entregas con púlpito, sermón y penitencia de usar y tirar.
No puedo con los agoreros, con los que sabían que pasaría esto y no hicieron nada para equivocarse. Ni con los tremendistas de grado cuatro en la escala de Richter, ni con los pazguatos que te cuentan su vida como si hubieran descubierto la yema del huevo.
Tú no estás en esta lista, que no te quepa ninguna duda. Porque sabes hablar sin oprimir, sin echarme peso encima, contándome las cosas para compartirlas y no para traspasarme las tristezas, ni los malos momentos que a veces llegan, ni las melancolías pasajeras. Y porque, incluso entonces, te sabes reír con una risa especial, medio brisa y medio vendaval, dulce y amarga, tan instintivamente tímida como preparada para contagiar.
Pero yo quizá sí. Es posible que yo mismo sea alguno de esos que tengo en este abominario de desavenencias personales. O que sea cada uno en algún momento, o incluso todos a la vez.
Si me reconocieras en un instante así, bueno, si quieres, compadéceme un rato. Pero te pido, por favor, que luego me avises, que invoques este trato y que te rías de mí a todo pulmón, con esa risa tuya especial para contagios.
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