En un confín del corazón, allá donde la memoria pierde su buen nombre y se transforma en obsesión, guardamos las razones que nos han hecho ser como creemos ser.

Un poco más allá, a salvo de delaciones inoportunas, donde la amnesia ha pasado de ser extravío a convertirse en amnistía, tenemos las llave de todas las confidencias que han hecho que los demás crean que somos de este modo.

No sé acechar. No practico el oficio de espía, ni tengo modos de preceptor, ni me acerco siquiera hasta el grado de sensei.

Todo lo que sé de ti, incluso lo que tenía previsto saber, lo he aprendido de tu boca. Del tiempo inocente de las confidencias a medio gas, de los gestos delatores de las metáforas, de las lágrimas que se resuelven en sonrisa o suspiros que incumplen las cláusulas de privacidad.

Esta intimidad sin pesquisas es lo más hermoso que me has dado. Quizás lo único que no se extinga y me sirva como bálsamo invisible contra el roce imparable de los confines de la vida.

Si alguna vez te dibujas una ventana en el corazón para que corra el aire, para que salga el humo, para que la lluvia suene en los cristales al paso de una a otra estación, me gustaría pedirte que me regales el lápiz con el que te la pintes.

No soy espía, sino confidente. No voy a asomarme si tú no me llamas. Pero quiero poder tener en mis manos ese lápiz y apretarlo con fuerza para saber, así, que la ventana existe.

Y, tal vez, en un umbral, aunque soy muy mal dibujante, calcar con él mi corazón cursi y cobarde.