Instanteca

Una colección de instantes

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Asíncronos

Llamé al timbre y esperé. El tiempo pasó sin que pasara nada hasta que fue la hora de irme. Y justo después de doblar la esquina, no vi que tú llegabas.

Sé que me llamas, hay lucecitas rojas, cuando yo no estoy. Por más prisa que me doy, al llamarte siempre escucho una voz de lata.

Cuando trabajo, descansas. Si yo subo, tú bajas; si me tumbo, te pones de pie. Y si te invito a café, tú pides horchata.

Pero nos encanta el desacuerdo, la discordancia y esta asincronía discreta. ¿No te parece eso es mucho, muchísimo más que una asombrosa coincidencia?

Lingüística

Las palabras son, a la vez, continentes y contenidos. Atlántidas, emergidas del empuje de los siglos, sujetando el peso de muchos significados superpuestos que empezaron a serlo, primero, por casualidad. Y después, por la insidia pertinaz de eso que llamamos costumbre.

Se combinan, se unen y se separan para formar nuevos cuerpos, nuevos mundos, nuevos sentidos. Nos contienen en lo que decimos, en lo que queremos decir y no sabemos; y también en lo que no decimos.

Y nosotros las arrastramos a través del tiempo, las contenemos al escucharlas, al leerlas, cuando nos rellenan con un no sé qué invisible que nos apacigua o nos revuelve, que nos empuja o nos tumba en la lona. Alas o lastre, subida o bajada… E incluso, hasta la indiferencia, el amor, el miedo o el olvido, los llevamos contenidos en palabras.

Como también llevo en mi sangre polvo de estrellas distantes, carne de otras carnes antiguas, huesos con quebrancías heredadas. Llevo escrito en la cara el sol que abrasó a mis ancestros, la misma agua que ellos bebieron; aunque el color del cristal con que lo veo todo, continuamente, no sea el mismo que inventaron ellos.

Ellos también me contuvieron, como el vaivén del agua sostiene la onda engendrada por la piedra. Como la hoja se mece en el viento que brotó, allá a lo lejos, de las alas inquietas de una mariposa. Como el ruido que crepita en la hoguera alberga en su eco la energía del volcán.

Así pues, en mi ignorancia, yo proclamo que todos somos palabra, sujetos a la vida y predicados por los ejemplos. Adverbios de tiempo, complementos en el azar, adjetivos para el recuerdo. Pronombres en las ausencias y artículos para los demás. En esta lingüística universal, nosotros somos palabra y la Vida es, al mismo tiempo, tinta que escribe y libro que completar.

Tengo la esperanza de que, cuando esta noche el dedo de la luna pase otra página resbalando su luz interminable por el arco del cielo, te atrevas a pronunciarme en voz alta. No ya mi nombre, residuo pretérito, no sólo; sino que me recites completo. Que me transformes en aire, que me quede vibrando en un hueco de tu oído y que me lleves así a todas partes y por todos los caminos.

Si ves que no es suficiente, si tardo o no llego entero, entonces, profiéreme a gritos. Que quiero entrar y salir de mí —deprisa, por favor, deprisa—, y contenerme así, contigo.

Calma

Esta noche, las hojas del níspero son cascabeles de aire muertos de brisa. El frío interior, aquí abajo, acolcha la estampa gélida de la sonámbula llena, escoltada por su séquito de estelas de luz de mundos antiguos.

¡Está todo tan quieto! El suelo, el cielo, el inmenso vacío de este patio… Hasta el rastro sutil de los pensamientos se detiene, por un momento, sobre un instante lejano.

No siempre estuvo así el otoño. También trajo vendavales que sacudieron el mundo de las copas de los árboles. Y tormentas de luces y ruido, relámpagos de ojos y lluvia fresca de tacones en el pasillo.

Pero ahora, como una tensa calma que siempre antecede al vertiginoso hilo de la vida, todo está quieto, tan quieto: el suelo, el cielo, el inmenso vacío de este cuarto… Hasta el corazón envejece inmóvil, latente, deshojado.

Puedo presentir, en ese viento que espero, el principio y el fin de otro círculo. Entretanto, me es imposible evitar que mis dedos vacíos, dibujantes de humo, se resequen en estos días caducos. Ni que se me desmoronen, después, con el tacto amarillo.

Esta tarde decías

Hablábamos del miedo. Esta tarde decías —ese es el más interesante atractivo de internet, el de incrustar con naturalidad lo asíncrono en lo cotidiano— que andabas como esperando que te ocurriera algo malo.

Luego, ya sabes, los paréntesis que se abren siempre acaban por cerrarse. O dejan puntos suspensivos en el aire hasta que se vuelve a coincidir.

Conducir me convierte en un objeto móvil pensante. Un mecanismo vegetativo se encarga de ponerse al volante mientras que yo dirijo el viaje por mi propio mundo, lejano siempre, consiguiendo —enorme triunfo para un hombre— hacer dos cosas a la vez.

He visto, al pasar, el coche averiado con sus luces naranjas que palpitaban, estresando la carretera con la angustia propia de no saber lo que está por ocurrir. Con la fantasmal figura fluorescente de los chalecos rayados, que tienen la dichosa costumbre de sembrar incertidumbre en la oscuridad.

He parado a preguntar con la mirada, por si podía hacer algo, pero el conductor estaba hablando por el móvil y me ha dicho con gestos que gracias, que estaba todo resuelto. Y he seguido atravesando la noche, volviendo a conducir en mis pensamientos.

A la vuelta, ahí seguía todo, esperándome, detenido. Parecía el escenario de una película listo ya para el rodaje. El hombre me ha reconocido al pasar y me ha saludado. Como si me estuviese esperando

Como si todo me estuviese esperando. Como si las cosas estuvieran ahí, latentes, expectantes a mi paso. Como si todo —el cielo, la luna, la distancia que nos separa y nos une— existiera sólo para mí y fuese yo solo, sólo yo, quien les ocurre.

Y he llegado a casa pensando otra vez en el miedo, en que existe, en que sus efectos son palpables y los reconocemos. Y en que quisiera saber si realmente sólo tú y yo somos los únicos que lo sucedemos.

Viernes

Parece ser que hoy es viernes, eso dicen cuando pregunto, pero los días no tienen marca visible cuando el sol los pare medio dormidos. No es que lo dude, digo yo que lo sabrán de buena fuente, como todo lo que saben cuando le dicen a los demás lo que deben hacer.

Pero el caso es que la mañana ha transcurrido como la del lunes, liviana, monótona. Con un cielo indeciso entre descargar viento o agolpar nubes en el cuadradito que se ve desde la ventana.

La tarde por el contrario, ha sido tarde de domingo. Sobremesa de sábado y, después, el sol cayendo lentamente sin paracaídas sobre las montañas del patio. Algún ruido disperso de niños, como los martes impares, pero nada más.

Y la noche, no sé, pudo haber sido jueves. No he sabido distinguirla de tantas otras noches fronterizas entre la soledad y la melancolía, aunque puede que sí haya tenido huellas más frescas, sueños más recientes en el escaparate de la luna. Pero las fantasías revividas, cuando hacen cosquillas en la piel de este silencio que cae de nuevo alrededor, nunca revelan su origen mundano ni dan nombres ni fechas.

Puede que sí, que sea viernes, no digo que sea falso, no me importa. De lo que estoy completamente seguro —mis manos temblarían si no, mi corazón saltaría por los aires y mis brazos extraerían aire fresco de entre las sombras— es que el día de hoy no ha tenido ni un sólo minuto de miércoles.

Trocitos

Las piezas, indistinguibles a primera vista, aparecen revueltas unas con otras. Una masa informe de teselas que usa una táctica antigua para esconder secretos. Los deja a la vista, pero partidos en trocitos que sólo cobran sentido si se colocan en el sitio adecuado.

Me gustan los puzles porque hay que mirar en cada suspiro de materia hasta el último detalle. Las partes se convierten en la máscara del todo, cubiertas a su vez por los matices de los colores, que responden de distinto modo a la luz que entra por la ventana según la hora en que se dan.

La forma de los bordes, rígida o sensual, despierta una cierta elasticidad dormida cuando se acercan al sitio preciso. Los límites de las piezas parecen fundirse, cobrar sentido, ampliar la frontera de lo conocido pero dejando que el misterio se expanda alrededor.

Hay que escrutar los detalles pequeños, como en la vida, y entender en ellos el mensaje que descifran y guardan al mismo tiempo. La sorpresa de parecer iguales y ser tan distintos cuando, tratándolos con mimo, oscurecen o despejan el paisaje en el que están inmersos, incrustados, silenciosos, implícitos.

En cada pieza acariciamos el puzle completo, que vibra en el misterio de ser descubierto; al mismo tiempo que se inventa a sí mismo en otras manos. En otras manos y en otros ojos, que actúan como espejos en los que mirarse.

Y después sucede la extraña catatonia, la sensación ineludible de que, además estar completando el puzle, es el puzle el que te va componiendo a ti, pieza por pieza, haciéndote ver con claridad las cosas cotidianas que antes nunca viste.

Darse deprisa ahoga el misterio en el crepúsculo incesante de los días. Por eso me gusta tanto que te des a trocitos, poco a poco, que te imagines y me dejes después imaginarte, un poco más completa, distinta cada vez, de ningún otro modo posible que cambiante.

Y en el orden de las piezas que me vas dando —sí, quizás todavía no te hayas dado cuenta—, en ese orden concreto y minucioso en el que te entregas, a mí me conviertes, también, en trocito pequeño de ese puzle revuelto y esponjoso que, algunas tardes de frío, lluvia o sofá, desearías tener a mano para poderlo contemplar.

Acorralado

Me tenías en vilo, atrapado en tu tela de araña, enrollado en la persiana de tus ojos, de tal modo, que subía y bajaba en ellos cuando los abrías y cerrabas tan despacio.

Pude huir, es cierto, pero ¿a dónde? ¿Hacia dónde se puede huir cuando tus pasos los guía la curiosidad de quedarse? ¿Cómo esconderse para que no te pueda encontrar quien uno ha imaginado, con tanto detalle, que casi parece real?

Traté de despertarme, lo juro. Me pellizque en el muslo, en la cara, en las redondeces del sueño que me atravesaba. Noté un dolor sordo de pinchazos de realidad, pero lo ahogaron tus palabras en mi oído, tus gemidos, tu manera de acariciar.

Me sentía como un pulso herido, acorralado contra tu ausencia. Por eso tuve que besarte ——¡tantas veces!—— en legítima defensa.

Víspera

Mañana será un día largo, de esos interminables que empiezan en la cabeza antes que en los pies y que se arrastran después, casi con cadenas, hasta el final de la semana.

Me preocupa no dormir bien, no llegar a tiempo a la salida del sol, no soportar las esperas. Me angustia el aburrimiento, la apatía que me invade desde este preciso instante.

Y que la viscosidad de los asuntos inútiles me deje residuos en el ánimo cuando llegue a casa, ya tarde, sin tiempo siquiera de frotármelos, aunque sólo fuera con una lectura interesante.

Mañana irá trascurriendo a golpe de volante, a golpe de reloj, a golpe de rutina, desgranándose ante mí como un gran racimo de uvas. Unas más grandes, otras más menudas, irán rodando despacio hasta escurrir la última gota del jugo que, más allá de la tarde, acabará siendo zumo, vino o vinagre.

Ya tengo la espera definida, lanzada la ansiedad de terminar lo que aún no ha empezado. Largo será el día de mañana, sí, pero mucho más larga me parece siempre la víspera.

Esperante

La espera comenzó… bueno, no sé, ya ni me acuerdo, porque una sucede a la siguiente. Se encadenan en un ciclo interminable que, al cabo de poco tiempo, deja de tener principio.

Observaba la trayectoria de los coches, de los transeúntes, el reflejo epiléptico del cartel luminoso de la farmacia sobre el mármol pulido de un portal vecino.

Es hora de que cierren las tiendas y las persianas producen una estridencia de cuchillos que da por finalizada la vida, como si todo se volatilizara en el recuerdo para volver a aparecer por la mañana.

Pasa el hombre con el perro —o quizá sea al revés—, la muchacha con coleta y cinta en el pelo echa a correr con un ritmo cansino de uno dos. Se abre el monstruo insaciable de la basura para deglutir otra bolsa en el sonido acolchado de su garganta profunda.

Un coche se para, justo a mi lado, y una pareja desciende discutiendo a voz en grito, como si nada o nadie les pudiese escuchar. Seguramente, ni siquiera ellos mismos. El portazo metálico acaba con el lanzamiento de palabras y se pierden en la esquina cogidos del brazo.

Poco a poco, el tráfico se va quedando en un solo hilo de luces, para terminar en goteo mínimo; al mismo tiempo, dejan de transcurrir vidas andantes por la calle. Una moto enfadada de tanto en tanto, alguna pareja que se besa en la sombra que la copa del árbol proyecta desde la farola, una ambulancia de regreso… Y poco más.

El barrio se adormece, como si de un ser vivo se tratase, como un organismo complejo que sólo mantiene las pulsaciones exactas para saber que sigue vivo. Yo también me dormiría con gusto a pesar de la postura incómoda, porque la espera es la única arma que siempre consigue doblegar al insomnio.

Pero la pesadez de los ojos, el esfuerzo de mantenerlos abiertos contra todo pronóstico, me enciende otra vez el pensamiento hasta que veo, claramente, que la vida es una multitud de esperas consecutivas, deseosas de un porvenir que, unas veces, llega tarde, y otras se anticipa y nos pilla por sorpresa.

Los minutos ya se han vuelto jirones de tiempo que se me van cayendo a pedazos sobre los ojos, sobre las manos, sobre las teclas que rechinan este ansia de llegada, esta necesidad de soledad compartida.

Ya no sé ni desde cuando, ni cómo, ni por qué. Ni siquiera puedo precisar qué es lo que estoy esperando apostado en esta esquina. Pero, por más veces que mi cabeza me incita a marchar, mi corazón no se mueve de la cita.

Y aquí sigo, espera que te espera, esforzado atleta de la vida vegetativa, esperando, esperante, esperado, esperanzado y desesperanzable, mientras se me van pasando las horas y los días por delante.

Paisaje sin sol

Como cuchillos rasgan el aire estas gotas ateridas que el otoño impele sin avisar. Se presentan sin más, sin haber escrito el aviso correspondiente en un cielo lleno de nubes pintadas de gris.

Al contrario, el día amaneció absurdamente manso, sin ofrecer ninguna pista de lo que se traía entre manos. Imagino que allá, en lo alto del cielo, las gotas escondidas sonreían con la emoción del reencuentro inesperado.

De pronto una avenida, una congregación de nubes negras tapando el sol por completo y, al instante, campanitas cruzadas sobre los cristales emborronando el paisaje hasta el límite mismo de lo oblicuo.

La tristeza también llega de pronto, como un mareo del corazón, como un espejismo negro. El día amanece absurdo y mansamente nos conduce hasta la soledad de algún rincón.

Uno esperaba sol, compañía de letras que ahuyentara fantasmas conocidos y, si no nuevos, que trajera otros menos vistos. O pantallas de fiesta en la alacena de lo imaginado o sintagmas copulativos en la alcoba del renglón.

Pero se nublan los pasos, se enturbia la distancia cuando estaba a punto de llegar al sitio preciso y los problemas más aventureros se abren un hueco por el que trasiegan granos—montaña desde el mundo exterior hacia lo que tenemos más adentro.

Es difícil llegar a tiempo, darse cuenta de los síntomas y mandar señales de auxilio que las gotas no ahoguen en el trayecto. Pero quizás se pueda, sí, se puede cambiar la táctica y dejar de alimentar el negro en el que se funden los pensamientos.

¡Ya basta! En lugar de pellizcarse en el mismo agujero que dejan las despedidas incompletas, ha llegado el momento de hacerse cosquillas en el vértice donde confluyen los saludos.

Fíjate entonces y verás cómo incluso parece que, esta noche que empezó contrita, podría traer regalos de nieve al mundo.

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