Instanteca

Una colección de instantes

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Chirrido

Intenté escribir sobre la emoción que siento al verte. Repasando —y reposando— las palabras con las que hacer público el magma de tus ojos que, cuando los fijaste en mí, andaban como desafiando fotones y palideciendo estrellas.

También probé, en algunos renglones, a decir cómo son tus manos y qué clase de electricidad tiene su tacto, con la intención de pedirte tenerlas otra vez de mi lado. Después, quise describir la tersura de tu pecho cuando me pedías, en aquella penumbra, que te abrazara de nuevo, sin saber que eso es, precisamente, lo que yo te diría en este momento.

Pero al leer lo que con tanto esfuerzo he escrito… no sé, algo no funciona. Lo he revisado, he mirado punto por punto, coma por coma, letra por letra. No he encontrado errores ni faltas. Ni siquiera he podido encontrar, aunque me puedo equivocar, como todo el mundo, ninguna inexactitud de esas que acostumbro.

Era exactamente lo que quería decir, lo que gesté durante mucho tiempo en mi cabeza, desde la piel, palabra por palabra, recuerdo por recuerdo. Y, sin embargo, no sé, hay algo que chirría cuando lo leo.

Por eso he decidido no ponerlo aquí. En su lugar voy a decirte, por resumir, que desde aquel día —y ya me parece que hace más de mil—, cada vez que escribo pensando en ti, me quedo sin adjetivos.

¡Vaya!, mira, también ahora. No sé qué es todavía. Sigo notando, en estas letras, que hay una ausencia de palabras que chirría. Si fueses tan amable de devolvérmelas, en serio, te lo agradecería.

Motín

Es la primera vez que me pasa desde hace mucho tiempo. Estoy un poco atrancado en las letras, no me salen las palabras y lo que quiero decir se tergiversa entre las rimas.

Otras veces es, nunca se acaba uno de acostumbrar, el resplandor del papel blanco el que me asusta y me encoge los dedos. Es posible que tú también sepas a qué me refiero.

Ninguna palabra es la correcta, los verbos se resisten y justo antes de empezar a escribir, la cabeza se vacía, se evade del compromiso, se envuelve en una maraña difícil de resolver.

Hoy, sin embargo, no es eso lo que me pasa. Más bien diría que lo contrario. Que tengo tantos asuntos en la lista de espera que hay un motín en la antesala y no hay manera de saber a quién le toca salir primero.

Podría poner en batería siete folios e ir salpicando frases en cada uno, según me fuesen viniendo. O no escribir en ninguno e irme a dormir pronto, que si me quedo hasta tarde y luego madrugo, apenas puedo despegar los ojos, que se quedan orbitando en las cuencas mientras yo aterrizo a tientas en el mundo.

Cualquiera de las dos tácticas sería una retirada, una derrota, darse por vencido y soltar las riendas. Pero escribir me sosiega, como un efecto placebo contra el mal de la existencia anodina, como una droga maligna que siempre pide más dosis y más continuas.

Y a mí, que me gusta ir pisando los charcos y vencer a las tentaciones con la estrategia de la sopa, me ha parecido prudente ponerme las botas y tomar dos platos.

Por eso me he plantado aquí, al final de estas letras, entrando por la calle de en medio y saliendo por peteneras. ¿Motines a mí? ¡De ninguna manera! ¡Acabáramos!

Autorretrato

Pierdo los nervios a manojos, pero los encuentro pronto, y soy más vulnerable a la palabra que lo que dejo entrever. Afectuoso, pero distante, me muestro más cercano bajo el influjo de esa clase de ojos que siempre reflejan luna llena aunque sea de día y esté menguante. Entonces me gusta poner el corazón por delante y dejar que me lo trasteen despacito.

Como también me gusta dejarme palpar enterico por quienes insisten haberme visto en un sueño. Entre tanto, no permito acercamientos —y menos aún si son platónicos—, y es por ello que me enroco por el lado de la reina y me encierro en la torre, a salvo de las miradas indiscretas.

Esa es la razón por la que nadie me reconoce, porque no me gusta darme deprisa. Prefiero ser sorpresa que rutina, ser misterio antes que gato encerrado. Me gusta guardar los secretos que me dicen al oído y conversar largo y tendido hablando en clave —preferiblemente de luna en lugar de sol—. Pero no sobre asuntos de amor, que son muy aburridos, sino sobre las pequeñas cosas de la vida que guardamos en el corazón.

Tengo el don del optimismo y la pesada carga de buscar continuamente el equilibrio. Por eso, cuando miro la botella, coincido conmigo mismo en verla media, a secas. Soy sensible, pero no romántico, en todo caso, un sentimental, que le gusta mirar atrás; no para querer volver al principio, sino para regar un poquito la hierba que pisamos al pasar.

Siempre estoy pendiente de todo, soy observador minucioso de cuántos me interesa observar. De los demás, la verdad es que paso un poco y no me suelo fijar. Mi primera impresión de alguien no coincide con la primera vez que lo vi, porque en esa fase tan temprana más bien ignoro lo desconocido. Sino que, de repente, un gesto, una palabra o un mohín, me despiertan los ojos y me doy cuenta de que hay alguien a mi lado que antes no estaba ahí.

Y no espero nada de nadie, para que nadie me haga sufrir. No juzgo, prefiero que, por lo menos, los amigos, no me confundan con un testigo, y omito fijarme en los defectos, para no sentirme mezquino. En los demás sólo veo virtudes, especialmente aquellas que yo no tengo el detalle de practicar…

Es muy corriente, porque soy descolocante, que cuando alguien se me acerca un poquito y empieza a conocerme, piense que vengo de un mundo distante. Pero aún no he conseguido volar en bicicleta ni que se me encienda el dedo, y mira que lo he intentado veces…

No soy fiel, que soy platillo —quizá volante—; ni tampoco infiel, en todo caso, no practicante. Me gusta parecer humilde, pero reconozco que en mí dormita un marisabidillo del todo a cien que sabe hacer de las suyas cuando todos lo miran y nadie lo ve.

Cuando escribo, es superior a mis fuerzas y no puedo evitarlo, siempre intento levantar los pies del suelo para trascender un poquito, para mirar todo y mirarme desde lejos, como si yo fuese un actor que hace de mí mismo.

Pongo el corazón en todas las ventanas, pero eso sí, nunca lo pongo todo sino, más o menos, la parte que tengo desocupada. Pero no cruzo el umbral, porque odio las puertas cerradas que me impiden el paso y no me dejan ver lo que hay detrás. También odio las que están abiertas, porque me invitan a pasar y no es que no tenga voluntad, es que la que tengo es muy caprichosa.

Siempre digo la verdad, mi verdad minúscula, con la rara habilidad inconsciente de que a todos les parezca mentira. Como efecto secundario, nadie me cree y lo más normal es que se rían y me tomen a cachondeo. El caso es que ya me he acostumbrado y también le sonrío a esta certeza de saber que no hay nada más increíble que la verdad.

Así soy yo o, mejor dicho, así me veo. Y así me veo porque es lo que los demás me hacen saber sobre mí. Conocerse es un asunto peliagudo que nadie puede hacer solo, porque la única manera de aprender cosas de uno mismo es mirarse en otros ojos.

Quizá, si me viesen otros, nunca podré saberlo, yo me parecería distinto. Esa es la incurable maldición que me acecha en todos los espejos.

Pintor que me has pintado
en este cuadro vago de la vida,
tan bien, que casi
parezco de verdad; ¡ay, pínta—
me nuevamente, y mal, de modo
que parezca mentira!

(Juan Ramón Jiménez, Ceniza de Rosas, 1912)

Desasosiego

Noto, a esta hora intempestiva, una incomodidad extraña. No me duele la cabeza, ni tienen los ruidos que escucho ese sonido como de agua que a veces la gripe tiene el detalle de producir.

Tampoco me duelen las rodillas, están tranquilas, y no me acosan con esa tirantez desagradable de haber estado todo el día de aquí para allá, recorriendo el lunes por el camino más largo, con los pasos cortos de un reloj brujuleándome todo el rato.

Ni siquiera ha cumplido su amenaza la advertencia cervical que me saludó esta mañana, justo al poner los pies en el suelo. Y la espalda se mantiene muda, sin soltar prenda de si aguantará el remolino inconsciente de la cama y el frío indeciso del otoño recién llegado.

No tengo sed, ni apetito, ni ningún trastorno conocido. Es más bien, qué sé yo, una inquietud, una aglomeración, un espacio vacío que presiento. Un pequeño desasosiego, como si no supiera dónde poner algo que tengo, como si estuviera descolocado y no pudiera ubicarlo en el entramado de los instantes que he ido atravesando.

Tal vez sea este hervor de palabras sin salida, el cascabeleo incesante de las letras agazapadas en los dedos, la tristeza oblicua del papel inmaculado que sube impaciente por la madrugada, retrasando, desesperadamente, una nueva despedida.

Será que noto con fuerza, a esta hora tan intempestiva, que no quiero que te vayas.

Evidencia

Se despertó agarrada a un gemido, envuelta en sudor, emergiendo con un lento y pesado pestañeo de entre las brumas de lo imaginario. El frío de la realidad, sobrevenida sin aviso, la golpeó con fuerza, dejándole la cara vacía, blanca, trémula.

Se enderezó para sentarse en la cama, en mitad de ese nublado espeso con que nos recibe la luz entornada de la vida cuando volvemos a ella. Todo parece estar bajo las sombras, hasta que, poco a poco, se aclara la estancia cotidiana que nos acurrucó bajo las sábanas y deja de ser irreconocible, para quedarse quieta, por fin, cuando ponemos los pies en el suelo.

El segundo empleo de las manos fue despojarse del pijama. Un acto íntimo, inseparable de la privacidad más completa, aunque no se haga a solas. Tan secreto como el preciso instante en el que se pliega la conciencia, doblando el mapa de lo visible sobre la cara del sueño.

Sintió la piel erizada por dentro y estudió detenidamente la dulce evidencia de sus pezones florecidos, que se mantenían encendidos y expectantes. Intentó dibujar en ellos, con un roce cauto, el perfil de los fantasmales labios que ocurrieron y que existieron tan sólo el momento necesario para degustar fresas a oscuras.

Notó caminos en su piel, caminos recorridos bordeados de besos, que aún palpitaban provocándole un hormigueo continuo, suave, casi tierno, que la transportaba de nuevo a los brazos sólidos en los que estuvo inmersa. No sabe cuánto tiempo —¿quién miraría el reloj en ese momento?—, pero lo poco que pareció durar sí que lo recuerda con un tenue halo de desazón.

Después pudo comprobar, en un tacto tímido e incrédulo, que todo su sueño se había estado derramando por entre los más sensuales vericuetos de sus piernas encogidas. Aún pudo alcanzar con sus dedos las últimas gotas rezagadas, que parecían querer huir hacia la ropa interior; para no ser descubiertas y así volver, intactas, al profundo refugio de la vida imaginaria.

«Soñar es vivir», se dijo para sí, mientras decidía si tapar todas las huellas y enterrarlas profundamente en la realidad bajo el agua caliente de la ducha. Soñar también es vivir, porque la vida no tiene partes, ni entreactos ni fases. Porque la vida es toda una y, aunque nosotros no lo creamos, al cuerpo jamás le quedan dudas al respecto.

Soñar también es vivir, pregúntale a ella si no, pregúntale cual es el no sé qué que hay detrás de su sonrisa mientras mueve la mirada perdida sobre la taza de café. O pregúntame a mí. Pregúntame si soy yo quién se cuela cada noche en su sueño, y por qué también me despierto, cada noche, cuando se despierta ella.

O la verdad bien podría ser exactamente lo que imagino, que aquella es la única realidad y que, ahora, yo sólo estoy soñando que escribo.

Dorian

Hay veces que me asusta mirarme en el cuadro, en ese que me regalaron los amigos. Ellos decían que salía favorecido, distinto. Con la piel más lisa y el pelo más negro. Con cara tranquila, como de saber bien lo que hago.

Después, pasado el tiempo, el cuadro fue cambiando. Envejecía, se arrugaba, exageraba los gestos y palidecía de miedo a ser descubierto por otros ojos distintos a los míos.

Yo me veía igual, idéntico, siempre con la suerte de cara y con el rostro pausado que se tiene cuando se aparenta no haber roto nunca un plato. Pero ya no miraba el cuadro y sus defectos, que eran los míos sin que yo quisiera saberlo. Lo tenía tapado con un velo translúcido, de esos que no dejan pasar más luz que la que envuelve las sombras.

Prefería mirarme en el espejo de otros ojos más cálidos, menos inquietos. Ojos que me devolvían en la imagen un cierto misticismo intrépido que, reconozco, me sentaba bien y por eso adoraba creérmelo.

Es tan fácil engañarse, verse siempre como uno cree ser, omitir los dobleces y las arrugas y tersar la piel imaginaria que nos cobija. Pensarse desnudo y fuerte, como vestidura resistente a la fragilidad que nos encoge por dentro la vida.

Y es tan sutil el velo, tan etéreo, tan sencillo romperlo, que, queriendo o sin querer, el propio o el de los demás, se rasga con facilidad ante cualquier contratiempo, justo por el sitio exacto que más quisiéramos tapar.

Corro a remendarlo, no es inútil mantenerlo puesto. Para ocultarme de los demás, también, claro, pero, sobre todo, de mí mismo. Para poder inventarme y ser otro que me guste más, aunque no exista.

Hay algo de ese cuadro en todos los cuadros que pinto. Por más que me empeño en mirar lejos, a otro lado, apenas llego más allá de donde alcanzan mis manos. Ahí empiezo el irremisible viaje hacia dentro. Al menos tengo el abrigo de la literatura y nadie nota que me pinto muy mal.

Aunque hay veces que me asusta mirarme en el cuadro, lo que me hace temblar es que tú lo mires. Porque tú me conoces, por lo menos un poquito, y contigo no me puedo engañar.

Así pues, regresar

Así pues, regresar es también difícil. Quizás, incluso más que irse, porque requiere más maniobra, es un proceso más delicado y tiene peligros que no se ven.

Volver significa reencontrarse con dos fracasos, con el que dejamos al irnos la primera vez y con el que traemos a cuestas. Nos acecha el peligro de justificarlos, de no dejar nunca de tenerlos presentes, de estar en inferioridad de sentimientos.

Además, hay que andar con pies de plomo, y eso es pesado, cansino y frustrante. Mirar con lupa en donde se asienta cada paso, para no tropezar con las huellas falsas que dejamos, espejismos que creemos haber dejado; para no recorrer de nuevo el mismo camino que nos hizo huir.

Tocar a la puerta y esperar que haya alguien, que te den permiso para entrar, como a las visitas, pero queriendo quedarse, analizando la posibilidad de no sentirse extranjero en donde ya alguna vez estuvimos como en casa.

Más peligros se ciernen, porque uno tiene la primera impresión que todo está como estaba, y no, nunca pasa, nada es igual aunque parezca lo mismo, todo cambia, todos cambiamos y lo cambiamos todo.

Hay que deshacerse de los que fuimos, para que no interfieran, pero, al desaparecerlos, vemos que se esfuman también la razón y las ganas que pusimos de parte del regreso. Porque lo transcurrido alarga su sombra y lo sucedido entre el antes y el ahora no parece nunca tener fin.

Entonces rumiamos continuamente el peso de las acciones, el volumen de las ausencias, la anchura del dolor. A veces son los demás quienes nos lo exigen, pero siempre nosotros mismos. ¡Y es tan difícil justificar con la cabeza correcta lo que hicimos con el corazón equivocado, o viceversa!

No queda más remedio, al fin, que llegar a un consenso con las ausencias y los recuerdos, remendar las fotos rotas aunque se les note el arreglo, hacer otra copia de las llaves del armisticio y fumarse por dentro la pipa del «nunca más». Desempolvar la palabra cariño y estar dispuestos a perdonarse y a perdonar todo lo que decidimos dar por desaparecido.

Así pues, es muy difícil regresar, porque nunca se sabe cómo, ni a dónde, ni con quién; y porque te das cuenta de que el mundo no se está quieto, sino que se mueve, que esta sensación de brevedad, de estar en tránsito, es lo único que no es pasajero, lo único que no es fugaz.

Lo mires como lo mires, querer volver es refugiarse sin saber hacia donde ir. Pero lo que más me cuesta admitir, sabiendo como sé que regresar es imposible, es que yo te dejara marchar cuando tú, eso decías, ni siquiera querías irte.

No fue la lluvia la que vino

Por la senda de las luces, por el camino de las rayas blancas guardianas del viaje, la luna llena empezó a ocultarse entre las nubes silenciosas y grises hacia las que me dirigía.

Apenas transcurridas veinte luces, la noche empezó a dejar un mensaje Morse de gotitas en el cristal, alargadas unas por el viento y otras redondas por la gravedad, en el que no supe descifrar todo el silencio pasado que se iba quedando hundido.

No fue la lluvia la que vino, sino que fui yo quien salió a su encuentro, cada vez más monótono, más espeso, atravesando el aguacero que me recibía ladrando paciente y alborotado, como si regresara indemne de un destierro sin final.

La noche se me fue restregando, espachurrándose, haciéndose líquida, deformando el paisaje en una acuarela lívida que derramaba los colores y las formas sobre el paisaje.

El vaho acudió, como una niebla en el espíritu, pintando fantasmas donde antes hubo casas y semáforos, cuando la algarabía de agua sonaba ya con ráfagas de desolación. Ni un sólo ángel apareció en bienvenida cuando el aire agrio acertó a despejar mi mirada, perdida en el interior.

Hubo que volver, desandar el camino con las manos vacías, despedirse de la tormenta envuelta en alfileres de plata que me recibió completamente abierta de ruidos. Mientras, en la huida que llamamos retorno, los charcos, al paso aplastante, chillaban su orgullo herido escupiendo en las aceras.

Poco a poco, de regreso, el ruido de agua se convirtió, primero en rumor; luego en eco entrecortado que hacía chirriar esos dos hilitos negros que siempre bailan en el cristal con un ritmo cansino y cansado de sonámbulos despiertos.

Ya en casa, intentando evaluar los desperfectos, trazando las huellas, nada hubo que delatara lo sucedido, ni siquiera una humedad. Como mucho, algún suspiro apagado que parecía, o bien un pago por el esfuerzo del viaje baldío, o bien un alivio recobrado.

Esta es la historia, simple, sin recovecos, una historia fugaz que no dio tiempo ni para que una manecilla acariciara a la otra con esa indiferencia tan posesiva de quienes se han visto ya tantas veces en el mismo sitio.

En apariencia, todo apunta a que estoy relatando la leyenda de un aguacero que sucede afuera. Y aunque no fue la lluvia la que vino, bien podría haber descrito una tormenta interior. ¡Se parecen tanto las tormentas que suceden en ambos lados del corazón!

Simples palabras

Todo eres tú en estas tardes brillantes del otoño recién llegado, cuando el sol blanquecino besa los cristales que dan al patio y el cielo palidece, destiñendo el azul del verano por este otro más gris y más lejano, en el que sólo se atreven a nadar algunas nubes erráticas.

Todo eres tú cuando los rayos oblicuos reconfortan la piel y se me cierran los ojos, encandilados y perezosos, abrigándose con el runrún del aparato encendido en el salón solitario.

Todo eres tú, intangible, cuando giro los sueños de medio lado sobre el sofá imaginario que me sujeta a la vida. Cuando resbala mi mano hacia la caída abierta que mis muslos cálidos han ido dejando, mientras se acurrucaban para dejarte el espacio que acabas de rellenar.

Me sujetas la cabeza para que no resbale del respaldo, me recorres con tus manos de sirena, de sur a norte y de pierna a pierna, desencadenando la avenida de una sangre prófuga y aferente, que no acepta más salida que el orgasmo contenido o la vigilia permanente e intempestiva.

Todo eres tú y yo te noto, al ir despertando, entre la niebla de los ojos, en el peso de los párpados, en la endeblez de las piernas. La tarde, ya marchita, hundiéndose con el sol predispuesto a hincar la rodilla en el horizonte, se vuelve más viscosa con cada tic de las manecillas que laten en el reloj. Y tu presencia intuida se va retirando, dejando agujeros por los que la más densa de tus ausencias me atraviesa de lleno.

El paso fugaz de este instante que, a ojos de los demás tan solo tomó la forma de un parpadeo, ha consumido un universo completo. Todo lo todo que antes eras tú —otoño, rayo, giro, espacio, luz—, se ha vuelto a convertir en nada de nada, sombra de ruido, niebla de olvido, humo de vida… Y ya sólo puedo encontrarte aquí, en estas simples palabras vacías.

Pues eso

Ese algo que comienza —borrador, principiante—, es como un eso, invisible, excitante, que nadie adivinaría.

Después del tiempo de la completa confusión, la cosa se aclara un poco, pero no del todo. Porque los pasos indecisos siempre dejan huellas solitarias sobre el mismo fondo. Y no sucede nada.

O eso parece, por fuera, pero por dentro vacila una inquietud diferente, un ansia desconocida, un hueco que rellenar —urgentemente— con las acciones consabidas. Uno dice algo, queriendo decir otra cosa; el otro contesta, sin concretar demasiado, con otra pregunta más gorda. Y así, sucesivamente…

Adictos y confesos, engañados y sinceros, la cosa empieza a cantar cuando se procuran la medicina necesaria para que les mantenga enfermos de aquello que todavía no saben aclarar. Se preguntan, azorados, en ciertos momentos de la soledad de su cuarto, que cómo puede pasarles eso… ¡a sus años…!

Y sucede lo inevitable, lo que tanta energía despilfarra y parece cambiarte la vida dejándola, aparentemente, intacta. Entonces, irremediablemente, las estrellas y la luna deciden personarse en el evento y lo pintan como un cuento de hadas.

Pero la cosa es caprichosa, nerviosa e inconstante, sube y baja, corre y se detiene, merengue rosa y veneno de marca. Les guste o no, se dejan huellas marcadas y un final repetido les sorprende, siempre, llegando por la espalda.

Por último, la abstinencia, las dosis se acaban y hay que echar mano de lo que se pueda para soportar la ausencia sobrevenida. Literatura, pilates, playa con la familia, mascotas o chat, da igual, no importa cuánta mercromina se derrame. Este eso sólo lo puede cerrar otro eso que se abre.

Contada así la cosa, creo yo que ha quedado clara la trama del asunto. No le hace falta ni un punto ni una coma. Pero ¡ojo!… Que te cuente esto no quiere decir que yo… ¿vale?… Ni tampoco digo lo contrario, ¡faltaría más!, tú me entiendes… No vayas a pensar que… ¡eso no!… no sé si me explico… ¡pues eso!…

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