Cuando tú no estás —ya está dicho el secreto y muchas veces repetido— me cuelgo de los renglones para mirar al horizonte a través de las letras.
En la tinta se van disolviendo las huellas —según una vieja receta de trovadores y poetas desconocidos— de todo lo que nos apena, nos envuelve, nos ocupa o nos interesa. Diluida o concentrada, saturada o leve, algo de ti se me escapa con ella todas las veces.
Así pues, en la palabra siempre queda —es bien sabido por cualquiera que haya sido sorprendido por sus propias lágrimas lectoras— tu espíritu encerrado, que va destilando su esencia con el alambique de otros ojos que se quedan pegados y la succionan con avidez.
Hablar de ti es poseerte, contenerte, englobarte en tu ausencia. Traerte de nuevo a mi presencia, sonriente, decidida, y empezar contigo otro sueño —¿o es que no es sueño la vida?— más real y menos finito.
Pero, y aunque tampoco es nada nuevo, lo que quizás no esté tantas veces dicho —y por eso quiero advertirte—, es que yo también me siento contenido, agregado, esparcido, en estos surcos resistentes al paso del tiempo y a la sombra del amor y a la niebla del olvido.
Y cuando yo ya no esté y me haya ido —este es mi secreto definitivo—, aún entonces, estas palabras que escribo ahora serán capaces de traerte conmigo, sin mí, ¡ellas solas!
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