Hace calor en lo sueños. Aunque sucedan en invierno, siempre anticipan temperaturas de primavera. Porque se abrigan del frío que haya alrededor y elevan los grados de las manos y acolchan los latidos insomnes hasta ir entibiando la irresistible caída libre de los párpados hacia la noche.
En mis sueños hace mucho calor y cuando, al cabo, me levanto y me visto sin mirar el color que tenga el cielo, salgo buscando, en todos los ojos que miro, los ojos de un sueño. Mientras tanto voy pensando, escondido tras lo oscuro de las gafas, en mis asuntos, en mis complejos, en este calor que tengo, hasta tropezarme en una esquina con un «¡qué fresco!» que alguien diga, distraídamente, como si no quisiera decir nada o como si quisiera decirlo siempre.
Por más que después siga andando, deambulando y sonambulando por las horas del día, a todos les parece que continúo dormido… ¡Pero qué va! Es precisamente entonces cuando por fin me desvelo, con la firme intención, eso sí, de continuar soñando despierto.
Incluso ahora que escribo, ahora mismo, en estos bordes que comparten el insomnio y la vigilia, no puedo dejar de pensar ni un instante en este calor ni en este sueño. ¡Qué calor, qué calor, qué calor que tengo!
Y lo peor es que este calor no se sofoca con agua. Sólo se quita ardiendo.
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