Al día siguiente, nadie ganó. Nadie salió airoso de los avatares de la fortuna, nadie escapó del atasco, nadie encontró una herradura y en todas las margaritas siempre salía que no.
La suerte estaba dormida, decidida a tomar un descanso, y durante el siguiente año, nadie se sintió afortunado. La bolsa poco a poco se fue apagando porque nadie quería arriesgarse y, con ella, la economía del país. Nadie ganó la lotería, ni acertó quinielas y los partidos de baloncesto acababan en empate con los jugadores extenuados entre pitos de un público sin emoción.
No se diagnosticaban a tiempo las enfermedades ni los tratamientos acertaban por casualidad. Los humanos se volvieron taciturnos, irascibles, asustados y desapareció por completo, aún más, todo rastro de solidaridad. Hubo revueltas en las calles y aunque no cayeron gobiernos porque los gobernantes siempre saben flotar como chapapote hubo cambios desesperados de carteras y muchos nervios en los padres de la nación.
Los adivinos, al principio, aumentaron sus ingresos de forma descomunal pero al cabo de unos meses tuvieron que cerrar el negocio y ponerse a trabajar por falta de clientes. Quebraron una a una las compañías de seguros, los bancos dejaron de hacer hipotecas por miedo a los morosos que cada vez eran más.
Sólo las religiones y los camellos supieron cómo vender salvación a un pueblo que andaba escaso de felicidad. Llegaron a importantes acuerdos con un gobierno desesperado que se resistía a dejar los sillones que tanto gasto de promesas temerarias les había costado usurpar.
Y, como es bien sabido por todos los que no hacen nunca nada al respecto, no importa cuál sea la guerra, que siempre la ganan los mismos. Las mafias hicieron agosto vendiendo todo tipo de artilugios para matar: los que matan de lejos, los que matan de cerca, los que matan poco a poco, los que matan a muchos y, sobre todo, los que nos dejan a todos muertos de miedo.
Cuando la suerte despertó de su letargo y contempló el impacto profundo que su ausencia había provocado, quiso hacer algo nuevo. Decidió enviar cartas con una semana de antelación, anunciando buena fortuna a los destinatarios. Disfrazada de varios modos para no ser reconocida, se dedicó a pasear por el mundo repartiendo misivas que, al principio, la gente aceptaba con prevención.
Hasta que los periódicos descubrieron al primer afortunado cuando salía ileso de un accidente ferroviario. Ataron cabos, hicieron pesquisas y encontraron el hilo conductor de las cartas. Y, claro, la noticia corrió como la pólvora. Tanto corrió y tan deprisa, que muchos pensaron, no sin algo de razón, que seguramente sería mentira.
No voy a extenderme en detallar cómo las mafias volvieron a ganar con falsificaciones y venta de protección a los afortunados, ni cómo la envidia xenófoba terminó atacando a los desconocidos a quienes se sorprendía entregando papeles a los vecinos. Tampoco es necesaria mucha imaginación para adivinar que hubo un nuevo reflote de la religión y del tráfico de drogas.
Baste decir que la suerte no tuvo suerte y no acertó con sus misivas. Básicamente, porque cuando la suerte se anuncia con antelación, deja de ser suerte y se transforma en deuda, y todas las deudas siempre avivan el miedo. Y los teóricamente afortunados, tuvieron que acabar escondiéndose de la envidia de los demás y deseando tener la suerte de que no se notase su suerte.
Hasta que, directamente, cuando la suerte quiso entregar una carta de las tantas que repartía, el afortunado la rechazó. La suerte lo intentó varias veces siempre con el mismo resultado. Picada por la curiosidad, adoptó forma de mujer y se infiltró con paciencia en la vida de aquel escritor aficionado, que a eso se dedicaba el susodicho, hasta el punto que se enamoró. No se sabe bien si de él mismo o de sus letras.
El caso es que, una noche, él la invitó a su casa con la timidez de quien nunca espera fortuna. Y ella aceptó pensando en entregar la carta, pero se dejó llevar por las hormonas adquiridas en su cuerpo de mujer.
Nunca entregó la carta, nunca se separó de su disfraz. Aquella noche yacieron y exprimieron la luna hasta el amanecer a fuerza de reventar los sentidos. Cuando un rayo de sol que atravesó un agujero de la persiana los sorprendió abrazados en la cama y despertaron, él, en lugar de buenos días, le confesó en voz alta:
—La suerte quiso entregarme la carta, pero yo la rechazé. Y, sin embargo, al despertar y tenerte todavía en mis brazos, me he sentido el hombre más afortunado del mundo. La suerte sólo es un sentimiento.
Ella no contestó y se quedó pensativa. Se quedó absorta, concentrada, incluso parecía adivinarse que preocupada. Se quedó reflexionando sobre lo ocurrido, sobre lo escuchado y sobre lo vivido. Se quedó indecisa, triste y alegre, real y ficticia, nerviosa y tranquila. Pero se quedó.
Y, al día siguiente, nadie ganó. Bueno, nadie… excepto yo.
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Este texto imaginario está basado en un hecho real, cuya lectura recomiendo fervientemente. Se trata de «Las intermitencias de la muerte» de José Saramago, gran escritor portugués ganador del premio Nobel de Literatura en 1998.
Y quiero dedicárselo a la suerte. A la suerte de haberte conocido.