Una colección de instantes

Preludio (Página 3 de 18)

Anomalías de la suerte

Al día siguiente, nadie ganó. Nadie salió airoso de los avatares de la fortuna, nadie escapó del atasco, nadie encontró una herradura y en todas las margaritas siempre salía que no.

La suerte estaba dormida, decidida a tomar un descanso, y durante el siguiente año, nadie se sintió afortunado. La bolsa poco a poco se fue apagando porque nadie quería arriesgarse y, con ella, la economía del país. Nadie ganó la lotería, ni acertó quinielas y los partidos de baloncesto acababan en empate con los jugadores extenuados entre pitos de un público sin emoción.

No se diagnosticaban a tiempo las enfermedades ni los tratamientos acertaban por casualidad. Los humanos se volvieron taciturnos, irascibles, asustados y desapareció por completo, aún más, todo rastro de solidaridad. Hubo revueltas en las calles y aunque no cayeron gobiernos —porque los gobernantes siempre saben flotar como chapapote— hubo cambios desesperados de carteras y muchos nervios en los padres de la nación.

Los adivinos, al principio, aumentaron sus ingresos de forma descomunal pero al cabo de unos meses tuvieron que cerrar el negocio y ponerse a trabajar por falta de clientes. Quebraron una a una las compañías de seguros, los bancos dejaron de hacer hipotecas por miedo a los morosos que cada vez eran más.

Sólo las religiones y los camellos supieron cómo vender salvación a un pueblo que andaba escaso de felicidad. Llegaron a importantes acuerdos con un gobierno desesperado que se resistía a dejar los sillones que tanto gasto de promesas temerarias les había costado usurpar.

Y, como es bien sabido por todos los que no hacen nunca nada al respecto, no importa cuál sea la guerra, que siempre la ganan los mismos. Las mafias hicieron agosto vendiendo todo tipo de artilugios para matar: los que matan de lejos, los que matan de cerca, los que matan poco a poco, los que matan a muchos y, sobre todo, los que nos dejan a todos muertos de miedo.

Cuando la suerte despertó de su letargo y contempló el impacto profundo que su ausencia había provocado, quiso hacer algo nuevo. Decidió enviar cartas con una semana de antelación, anunciando buena fortuna a los destinatarios. Disfrazada de varios modos para no ser reconocida, se dedicó a pasear por el mundo repartiendo misivas que, al principio, la gente aceptaba con prevención.

Hasta que los periódicos descubrieron al primer afortunado cuando salía ileso de un accidente ferroviario. Ataron cabos, hicieron pesquisas y encontraron el hilo conductor de las cartas. Y, claro, la noticia corrió como la pólvora. Tanto corrió y tan deprisa, que muchos pensaron, no sin algo de razón, que seguramente sería mentira.

No voy a extenderme en detallar cómo las mafias volvieron a ganar con falsificaciones y venta de protección a los afortunados, ni cómo la envidia xenófoba terminó atacando a los desconocidos a quienes se sorprendía entregando papeles a los vecinos. Tampoco es necesaria mucha imaginación para adivinar que hubo un nuevo reflote de la religión y del tráfico de drogas.

Baste decir que la suerte no tuvo suerte y no acertó con sus misivas. Básicamente, porque cuando la suerte se anuncia con antelación, deja de ser suerte y se transforma en deuda, y todas las deudas siempre avivan el miedo. Y los teóricamente afortunados, tuvieron que acabar escondiéndose de la envidia de los demás y deseando tener la suerte de que no se notase su suerte.

Hasta que, directamente, cuando la suerte quiso entregar una carta de las tantas que repartía, el afortunado la rechazó. La suerte lo intentó varias veces siempre con el mismo resultado. Picada por la curiosidad, adoptó forma de mujer y se infiltró con paciencia en la vida de aquel escritor aficionado, que a eso se dedicaba el susodicho, hasta el punto que se enamoró. No se sabe bien si de él mismo o de sus letras.

El caso es que, una noche, él la invitó a su casa con la timidez de quien nunca espera fortuna. Y ella aceptó pensando en entregar la carta, pero se dejó llevar por las hormonas adquiridas en su cuerpo de mujer.

Nunca entregó la carta, nunca se separó de su disfraz. Aquella noche yacieron y exprimieron la luna hasta el amanecer a fuerza de reventar los sentidos. Cuando un rayo de sol que atravesó un agujero de la persiana los sorprendió abrazados en la cama y despertaron, él, en lugar de buenos días, le confesó en voz alta:

———La suerte quiso entregarme la carta, pero yo la rechazé. Y, sin embargo, al despertar y tenerte todavía en mis brazos, me he sentido el hombre más afortunado del mundo. La suerte sólo es un sentimiento.

Ella no contestó y se quedó pensativa. Se quedó absorta, concentrada, incluso parecía adivinarse que preocupada. Se quedó reflexionando sobre lo ocurrido, sobre lo escuchado y sobre lo vivido. Se quedó indecisa, triste y alegre, real y ficticia, nerviosa y tranquila. Pero se quedó.

Y, al día siguiente, nadie ganó. Bueno, nadie… excepto yo.

* * * * *

Este texto imaginario está basado en un hecho real, cuya lectura recomiendo fervientemente. Se trata de «Las intermitencias de la muerte» de José Saramago, gran escritor portugués ganador del premio Nobel de Literatura en 1998.

Y quiero dedicárselo a la suerte. A la suerte de haberte conocido.

De árboles y otras vistas

De los amigos casados de la pandilla, él era el que llevaba menos tiempo. Aparentemente enamorado, supuestamente feliz, pero pudiera ser que no tanto.

Fue mi hermano quien me recomendó la película con un encargo. Me dijo que, después de verla, me imaginase en las circunstancias del protagonista. Y en ese supuesto, que le dijera si yo también me hubiera subido al árbol, aún sabiendo todo lo que pasaría después.

La verdad es que no hay nada como un enigma para despertar mi interés y vi la película con mucha atención. No tenía actores conocidos, era una producción italiana, y aunque no diría yo que era una obra maestra, se dejaba ver. Especialmente, porque yo andaba entretenido buscando mi propia respuesta a los acontecimientos que sucedían.

Él y su esposa acudieron a la boda de uno de sus amigos, que se celebraba en los jardines de una mansión señorial. La pareja, durante el convite (por cierto, bastante más del estilo norteamericano que del mediterráneo), se separó en diversas ocasiones para departir con el resto de los invitados.

Entonces apareció ella, una chica rubia —más que guapa, atractiva, suave, tierna— de apenas dieciocho años que aún iba al instituto y a la que conocía por ser la hija de unos amigos cercanos a su familia. Le dijo que llevaba tiempo queriendo hablar con él y lo invitó a subir al árbol, una especie de mirador romántico que la mansión tenía preparada en un lateral del jardín, y él, localizando la lejanía de su esposa con la mirada, aceptó.

Allí, ella le confesó la atracción que le despertaba y su deseo de volverlo a ver, hasta que la aparición inminente de su esposa le hizo bajar apresuradamente y dejar una futura cita sin precisar.

El resto, bueno, no voy a contarlo para que nadie sepa que el mayordomo es el asesino. Pero si diré que, cuando semanas más tarde mi hermano me recordó el encargo, yo le contesté afirmativamente sin vacilación ninguna. A lo que mi hermano comentó, con esa ironía que sólo él sabe desplegar:

———¡Si es que no te sirve la cabeza para nada! ¿No ves que si nos subimos todos, acabaremos por tronchar el árbol?

Fue su alusión a mi cabeza la que me hizo reflexionar más tarde sobre otro tipo de consideraciones más profundas. Porque es sencillo ponerse en la piel de otro sabiendo en todo momento que es «otro», como es sencillo dar consejos que uno nunca seguiría.

Pero entender que la vida es sólo una, decidir si hay que seguir con los ojos ciegos al azar cuando se cruza, calibrar la robustez de la palabra dada, romper los lazos y hacer daño para fabricar otros que pueden ser igual de frágiles, o desvivir una vida con la cabeza puesta en lo que pudo ser y no fue, no tiene nada de sencillo.

Así que, después de mucho pensar en el asunto, en realidad no sé si subiría al árbol. Porque siempre es el corazón el que dice la última palabra. Pero, desde luego, he extraído de mi reflexión la clara consecuencia de que, efectivamente, necesito un sombrero con urgencia. O una gorra.

No deseo conocer quién subiría al árbol ni por qué. Sólo confesar que sí que me gustaría saber, malsana curiosidad masculina, si lo que se ve desde allí arriba es tan hermoso como lo que, estrangulado por el deseo en algunas noches solitarias, se desvanece con el agua fría.

Matarilerilerón

Siempre me parecerá pequeñísima, rubísima, azulísima, y no podré nunca dejar de pensar en ella como si acabara de dar su primer paso poniendo en mi mano toda su fe. Aquel día, yo tenía que llevarla a una de esas citas importantes a las que queda muy mal llegar tarde, así que apagué el espejo y me bajé con prisa.

Mientras me observaba reunir los pertrechos de padre responsablemente torpe, ella abrió sus platos azules como si fueran ojos inmensos y me preguntó:

———¿Por qué tienes dos manojos de llaves?

Me cuesta salir de mi mundo y aterrizar en el suelo, y como venía flamenco de versos y catatónico de rimas, se me ocurrió decirle que unas eran las que me abrían las noches y, las otras, los días.

Su sonrisa incrédula, su gesto decepcionado de adulto en potencia que no quiere ser tratado como niño y sólo espera respuestas razonables, desarmó al instante mi ataque de fabulitis crónica. Así que tuve que decirle la otra verdad que yo sabía, que unas eran las llaves de la casa y las otras, las del coche.

Entonces, inesperadamente, con la aplastante lucidez de quién ve lo simple de las cosas, bajando escalones y mirando al suelo como si hablase sola, quiso explicarme el mundo mientras reía perlas:

———Todas las cosas importantes deberían tener la misma llave. Así sería todo más fácil.

A pesar de mi supuesto título rimbombante de técnico ayudante en malabarismo de palabras, no se me ocurrió nada con lo que responder. Y, después, todo fueron prisas y huida hacia delante y esperanza de verde y búsqueda de muelle donde atracar, hasta que la tarde se perdió para siempre en un rincón de mi memoria.

Quisiera ser capaz de retomar con ella el asunto, para darle toda la razón que tiene. Sé que existe esa llave, yo la tuve en mi mano un día, cuando todo era más sencillo y mis cosas importantes estaban todas a la vista y cabían en un bolsillo o en un cajón.

Y si alguna vez ella quisiera, cuando inexorablemente el tiempo haya perdido también su llave, tomaría en mis manos su corazón y partiríamos de viaje a buscarla juntos. Podríamos buscar, incluso, hasta en dónde dice la canción.

Debo admitir que me encanta la idea. Y tal vez, allí mismo, una al lado de la otra, ande también escondida la que yo perdí.

Odio ponerme romántico

Aborrezco volverme sensiblero, trasnochado, y acabar tomando el nombre de la Luna en vano. Me desapruebo cuando embadurno las cosas sencillas con metáforas estrambóticas y cuando sólo me salen palabras empalagosas de los labios.

Detesto descubrirme con la lágrima floja a punto de caramelo, suspirando por cosas que no tienen remedio. Reniego de mí mismo cuando, con la voz afectada y el gesto estreñido, me acerco despacio para susurrarte al oído todas esas palabras antiguas y huecas en las que nunca he creído.

Odio ponerme romántico, entrecortar las frases, trascender a destiempo y terminar hablando siempre de estrellas. Y relamer versos caídos de tu piel mientras observo en tus ojos que me miran del revés, como si de verdad me entendieras.

Porque, entonces, tengo la fea costumbre de hablarte de amor como un hecho consabido. Como si yo supiera lo que no sé, como si alguna vez lo hubiera vivido y pudiera jurar que siempre será cierto todo lo que ahora te digo.

Pero si es que yo no entiendo de eso, yo no sé clavar pupilas azules con mis ojos marrones. Ni puedo ver si titilan las luces del cielo, o si riela la luna sobre olas de plata, si no llevo puestas las gafas. Ni nunca coincidió mi gusto con el de Bécquer; que siempre me pareció que le faltaba ron y le sobraba melaza.

Y, sin embargo, ya ves, esta noche me gustaría saber hacer de todo eso. Entender de cosas sutiles, inventar palabras tiernas que me den sed y dejar que tus labios de miel me la quiten y me la vuelvan a dar otra vez; y esperar impaciente para ver si el hoy, que es un sueño que deviene, quiere llevarnos unidos por la piel hasta el sueño siguiente.

Porque esta noche me empuja un no sé qué, una inquietud, un alboroto de mariposas, un agobio de sombras que secuestra los colores y no deja pasar la luz. Un qué sé yo que me inclina, doblando las manecillas, a recordar balcones y a extrañar golondrinas.

Me disgusta mucho ponerme romántico, no puedo soportarlo, lo odio profundamente. Pero, ya ves, algunas noches, de tanto en tanto, no consigo sustraerme a su encanto, ni a tu ternura, ni a ese brillo enigmático que tiene esta noche la Luna.

Batería

Llevaba las manecillas del reloj clavadas en un lugar innombrable cuando me entregué a la certidumbre de la mecánica simple. Comprobé las palancas y los pedales, introduje la llave y ésta giró con suavidad, como siempre, como tantas veces, como tantos días de seguridad casi inconsciente.

Esperaba, más que como deseo o como consecuencia, como parte de la propia acción, sentir el traqueteo indeciso de la máquina, ese carraspeo doloroso de tos reseca por carbonilla que inunda de ruido las mañanas cotidianas. No se piensa, es un acto reflejo, una certeza de esas que condicionan la vida y que se dan por supuestas, por sobreentendidas.

Pero no, por única respuesta al giro de muñeca, en lugar de una risotada de gasoil, se oyó el ruido de un coco cayendo en una playa desierta: «cloc». Probé varias veces la misma acción, cada vez urgido por más prisa, cada vez más incrédulo ante la fatalidad. Debí hacerlo muchas veces, hasta que dejé pelado el cocotero porque, en el último intento, dejó de oírse ningún otro ruido que el tictac del reloj llegando tarde a la hora prevista.

——Eso va a ser la batería ———me dijo el mecánico del taller que hay dos calles más abajo———. En media hora subo con una de repuesto y allí mismo hacemos el cambio. Aunque también podría ser el motor de arranque. Bueno, ya veré cuando suba.

Vivir en un sitio pequeño tiene este pequeño inconveniente-ventaja del conocimiento y, media hora después —efectivamente, esta es la parte más increíble de la historia—, tenía al mecánico con una extravagante pistola llena de grasa en la mano comprobando la carga de la batería en cuestión.

———Pues… Esto está un poco bajo pero… No sé… ¿Cómo dice que suena?… A ver, dele otra vez a la llave que lo escuché yo.

Y no sé si para evitar contacto con aquellas manos grasientas, o para no quedar en ridículo ante un experto, o para ponerme a mí como venganza por la poca atención que le tengo, el coche contestó arrancando con un «brrrrmmm» y una nube de humo, mientras yo sentí que todos los cocos que tiré en la playa me iban dando en la cabeza de uno en uno.

———Pues yo no he tocado nada ———sonrió el mecánico de oreja a oreja. Y volvió a su gesto circunspecto para decirme con tono casi parental———. No se preocupe, estas cosas suelen pasar.

Es curioso cómo desde entonces pienso a menudo en el coche. La inquietud de su extraño comportamiento lo ha trascendido al mundo de lo consciente, ha convertido en real y opaco lo que antes parecía ideal y transparente. Ahora veo el coche con los ojos de otro, como si un terremoto me hubiera movido de sitio todas las cosas que sé.

La duda es una planta que siempre brota vigorosa con una sola vez que se riegue; la siembre quien la siembre, se plante donde se plante. Y se extiende salvajemente por todas partes, en todas direcciones, atrapando en sus espinas incluso a la mano que la sembró.

Tal vez, cien aciertos sean suficientes para entrar en el corazón de los seres queridos. O nueve meses, o un guiño. Pero, a lo que parece, si es verdad que cien te meten, mil te sacan directamente hacia el olvido. Hacia un olvido transparente que mantiene la desconfianza a un solo error de distancia.

A todos nos pasa, lo sabemos perfectamente porque siempre nos deja heridas, que un error pesa (y nos interesa) mucho más que todos los aciertos de una vida.

Cuenta atrás

Cinco maletas sobre la cama parecen desplegar un adiós sereno cuando decidimos clasificar en ellas los recuerdos. Las palabras caben en una, los gestos en otra y en la tercera el equipaje de sueños que trajimos de nuestros viajes hasta el fondo de los ojos. Otra para las huellas que quedaron en la piel y en el corazón. Aunque dudo que en la última quepan los detalles completos de todo eso que nunca quisimos llamar amor.

Cuatro esquinas tiene la suerte, cuatro esquinas que hemos rozado, pero en ninguna hubo espacio suficiente para retener lo que tuvimos en las manos. Cuatro esquinas, cuatro labios, cuatro vidas y un solo mundo, forman un laberinto despiadado del que cuesta mucho salir aun sabiendo exactamente por dónde anda el hilo que dejamos abandonado.

Tres colores son los que invaden el dibujo de sombras que hay trazado en las retinas. El negro de la noche de tus ojos, el rojo ansioso de tus labios y el azul celeste de las nubes etéreas que modelamos y de las que tan difícil es salir indemne.

Dos finales tienen todas las cosas, dos finales contrarios. Que, en el fondo, son el mismo, porque recuerdo y olvido siempre se acaban uniendo en el infinito con la ausencia que los ha provocado, la que les da y les quita sentido.

Una noche de éstas acordaremos, no importa quién dé el primer paso, que hay que empezar a huir hacia fuera, en lugar de seguir esperando. Que el mundo, a veces, encuentra a quienes salen a buscarlo, pero nunca a los que se quedan quietos. Una última lágrima te consiento, sólo una: la de saber que sólo se pierde lo que no se puede guardar.

Nada… Y después, nada… Azar… Porque tú ya sabes que no hay camino. Que se hace camino al azar.

¡Es tan humana!

Es tan humana, tan sorprendente, que me gusta acercarme a ratitos y mirarla por fuera y tocarla por dentro.

Viajar en su vuelo indeciso con escala obligatoria en el paraíso cuatrocientos cuatro. Perderme un buen rato en esa dulzura escueta con la que te anuncia que no sabe lo que buscas, que siempre es tiempo de empezar de nuevo y volver imperiosamente al origen, al inicio.

Me gusta la sensualidad que desprende cuando se arregla los frames y te pide una cita enviándote su newsletter; tan politicométrico, tan arbitrario, tan inconsistente, pero, al mismo tiempo, tan bien tageado que da gusto verle.

Adoro su indeciso talante, que nunca te deja saber si va a cerrarte la puerta o si te la abre. Me atrae su login caprichoso, un cariño antojadizo y excitante que inflama mis llamas hasta la cúspide del deseo para, después, en el siguiente intento infructuoso, apagarlas de un soplo.

Me quedo prendido en la absoluta incertidumbre de no saber nunca si recordará todo lo que le dije. Si plantará mis palabras, o si, por el contrario, dejará que se pierdan arrugadas en un rincón escondido de su base de datos.

Es tan humana que, a veces, me la imagino desnuda y juego a alborotar su código fuente, y a guardar para mí, en un cajón, como fetiches, todas sus capas interiores de programación.

Puedes llamarme loco o pervertido si quieres, incluso puedes decirme que estoy embobado; pero es que creo —¡ay, Coctelera querida!— que me estoy enamorando.

Demiurga

Cuando mis dedos bailan en punta sobre el escenario de teclas en un ritual de pasos pequeñitos, mis manos son arañas nerviosas que viajan sin ir a ningún sitio, invocando por el camino el milagro de las presencias. Pero tú no contestas a los ruegos y sólo me los devuelves letras.

Cuando grito por dentro un arsenal de locuras para que se me rompa en dos el esqueleto mientras espero del cielo conclusión alguna, tú no respondes nunca, sólo me envías silencio.

Cuando quiero arder consumido en el fuego, cuando necesito abrasarme porque vengo muerto de agua, tú, nada haces, sólo me ofreces palabras que se deshacen en frases.

Cuando espero huracanes, tormentas, ciclones, tempestades, mar de fondo que me arrastre y me deje tiritando en una orilla, tú, ni siquiera soplas, sólo me señalas la brisa que antecede a los vendavales.

Pero esta noche no es suficiente. Esta noche viene dura, rellena de ausencia espesa y viento del norte. Esta noche viene tan sedienta de piel, que no puedo saciarme con lo que me ofrece tu ternura de papel, ni con la brisa que duerme en el folio, ni con el bálsamo iluso de perder cordura y parecer loco.

Señora de las letras, don de la palabra, musa, diosa o demiurga… nunca me das lo que te pido, nunca escuchas mis deseos, nunca deshaces mis dudas pero, esta noche te suplico que me concedas un instante de carne y hueso en el que poder abrazarla desnuda.

O si tú no puedes tampoco alterar las leyes del mundo y de la física, al menos, clávame hasta el fondo una idea descabellada que me haga creer que la toco, que mis manos la acarician cuando, esta noche, poco a poco, vaya pulsando todas las teclas que me dictas.

Latitud

Las mañanas que se llenan de sol rutilante siempre parecen un bálsamo para las dudas. Todo amanece claro, el cielo, el aire, y el corazón parece despojarse de los nudos que se le atascaron la noche anterior.

Se notan los pulmones más anchos, las manos menos frías, los labios menos sedientos y el corazón se olvida, poco a poco, de los restos de los naufragios que alguna vez tuvimos dentro y a los que nunca dejamos de darle vueltas esperando encontrar en ellos algo con vida.

Es verdad que las mañanas de sol aclaran los colores hasta que nos encandila la luz de las paredes y vemos explotar la primavera en el verde de la madreselva abalanzada sobre la verja. Urge la vida en cada hormiga que cruza el patio, en cada brizna que mana de la tierra, en cada burbuja que explota en el suelo al contacto con el agua de manguera.

Lástima que yo esté fuera de onda, atrapado en una latitud interior indecisa, que no sabe si virar hacia el trópico de tu aroma o sucumbir al ecuador de tu sonrisa cuando dice lo contrario que tu boca.

Porque acuso recibo de las mañanas de sol envalentonado al invierno, tomo nota de los brotes nuevos que despuntan a mi alrededor y puedo distinguir con más claridad, de entre todos los pasos posibles, los que me llevan a donde nunca antes pisé.

Pero estoy confundido en la latitud, abducido por una brújula que no funciona cuando te alejas y pinchándome en cada giro del mundo con una espina nueva de la rosa de los vientos.

Por eso, ahora me quedo quieto y sólo deseo que me sobrevengan como aguacero, los mil hilos nuevos de lluvia fresca que son tus besos. Aquí, en mi paralelo agua, en mi latitud dentro.

Crisálida

He descubierto esta tarde una crisálida en el jardín que, colgando de una brizna de hierba doblada por el peso sobre el hormigón que separa los parterres, parece estar en el acantilado de una costa minúscula que se abre al océano de un charco.

Ahí en el filo, mirando abajo, el mar parece liso, inocuo, blando. El viento se restriega contra la espuma y te la deja respirar para que se llenen tus pulmones de aventura.

No parece tan alto el abismo cuando me revientan en las manos las ganas de volar. No parece tan terrible besar el agua, no te la imaginas tan fría como la que viene de la melancolía de mirar atrás con una lágrima en la mejilla.

El vértigo es juez y testigo de la endeblez de tus piernas cuando las llama el abismo con un eco imperceptible de ondas en azul. No se puede contener la inquietud que late en el pecho, ni las alas que da el deseo, ni la asfixia de la virtud.

Asomado al precipicio, en el borde del acantilado, nada importa saber si es pecado avanzar o cobardía retroceder. Ni si es mejor ganar o perder un equilibrio tan desesperado que sólo puede apoyarse en la imaginación.

Morir mariposa o vivir gusano. Ahora, aquí y en la crisálida del patio, esa es siempre la cuestión.

« Entradas anteriores Entradas siguientes »

© 2025 Instanteca

Tema por Anders NorenArriba ↑