Una colección de instantes

Despertar (Página 7 de 14)

Jueves

No empezó bien el jueves, perdiendo el tiempo y malgastando vida. No esperaba que nadie me regalara buenas noticias, aunque tampoco temía que las hubiese malas. Parecía un día de esos anodinos, en que el mundo tiene previsto dar su vuelta habitual para volver a dejarlo todo en el mismo sitio. Una parada biológica del azar, una latencia del destino, un episodio tranquilo de falta de vivacidad.

La sustancia de la que están rellenos esos días se agolpaba bulliciosa, pero en ordenado engranaje, formando esa lista que se convierte, al mismo tiempo casi siempre, en ayudante y verdugo de la vida. Un mapa de asuntos que nos guía para poder malgastar a tiempo los nervios, el humor, las fuerzas y la gasolina. El despilfarro engreído de lo urgente, que le gana a lo importante cada vez que jugamos una partida.

Así que, sin esperar nada nuevo, sin ninguna conjunción de planetas a la vista, el día fue deshilando en el reloj el baile de las manecillas. Unos asuntos resueltos, otros pendientes para la siguiente lista, un café, unas llamadas, cambios de orden, nuevos encargos… en fin, la vida pasando como sin gana.

Además, yo también me sentía raro, porque junio me deja siempre un regusto agridulce de fin de trayecto. Una melancolía suave de ciclos que terminan, de pasados que se encarpetan y se guardan en los estantes de la memoria, junto al pum-pum inquietante de las despedidas.

Se me frena la vida sobre los últimos días interminables, que avanzan olvidando mayo y añorando abril, y me doy cuenta, que se me ha perdido la primavera sin hacer ruido y que todos los planes que espero de la suerte, se me deshacen allí, a la altura de septiembre. El verano adorna con sol y siesta la cara que nos muestra, pero nos esconde siempre su levedad, su futuro en estado de espera, su fecha improrrogable de caducidad.

Pero esto que llamamos vida —si es que lo es, y no es sólo vigilia— te asalta de repente y te pilla desprevenido. Lo mismo te muerde con saña y te deja malherido que, sin aviso y sin consuelo, te rompe un espejo, te clava un cristal y pone tu nombre a temblar en la mesa de un «experto», mientras baila embobada tu bola en el bombo redondo de la tómbola del azar. Y temes que lo peor está por ocurrir.

Y, sin embargo, ¡quién lo iba a decir!, se despertó coqueta por la tarde la máquina de la suerte, se deslió la vida un rato y cruzamos nuestros trayectos en la puerta del supermercado. Tú, te vestiste de flor y me regalaste un libro. Yo, que sólo pude compensarte con prisa, me puse al oído tu caracola de risas y le agradecí a la vuelta de aquella esquina que me guardara a tu lado un espacio para mí.

A veces, la vida, me besa en la boca y me hace sentir que tengo tiempo, que no estoy perdido, que mis manos dan buena sombra. Que en algún rincón del paraíso alguien se pone mi nombre en los labios para sonreír. Que la suerte, caprichosa, camina a mi paso, reposa su brazo en mi hombro y me ayuda a decidir.

Me voy ahora, me tengo que ir, pero no me voy del todo. Y no me despido porque, de los mil que parece que soy, hay dos que se quedan contigo. Uno se queda contigo aquí, donde la tinta amordaza al silencio y mi eco resuena a lo lejos en el hueco invisible que dejo. Y allí el otro, en las estrellas pequeñas que me miran de cerca desde tus ojos.

Cuando regrese de caminar por la arena y del azul del mar sólo me quede un estado de ánimo, seguiré pestañeando en este blog. Para volver al pedacito amueblado que me tienes reservado en las afueras del corazón.

Pinceles

Cuatro es el número que dibujas sobre la superficie blanca del mediodía. Con las ventanas a media asta, reteniendo el calor a duras penas e invitando a la brisa a pasear como por su casa, la luz dorada que entra en el cuarto ilumina tus sueños y mi desvelo.

Colorean las uñas tus pies descalzos, como una paleta sensible esperando pluma que la cosquillee sobre el lienzo de las sábanas. La cadera domina sobre los hombros en una pendiente suave y serena. Tu pecho se cobija a la sombra del pliegue con que el brazo sujeta tu cabeza inmóvil, sonriente, tranquila. No sé qué sueño hermoso te acompaña ni quién andará en él contigo, pero bendigo la paz con la que te trasparenta en mis ojos.

Alguna inquietud te revuelve —espero que no sea culpa mía— y te das la vuelta. Me siento en la cama para ver la cruz que forman tus piernas con el pliegue de las rodillas, señalándome el camino ardoroso de las fantasías. Mis ojos se desdibujan por el arco de tus caderas deteniéndose en la cintura, aún estrecha, que invita a recorrerla para cerrar todas las dudas. La fosa profunda de tu columna se traza recta sobre la cama, agitándose livianamente en cada una de tus respiraciones cautelosas y mágicas.

Me siento a tu lado, tentado de caminar con mis dedos por el paisaje terso de tu cuerpo con esta media luz medio dormida. Pero las risas de niños jugando en la habitación contigua, tal vez un juego de cartas, me detienen invocando una costumbre triste y largamente aprendida.

Aún así, cuando el ruido cesa —o será que entonces el hervor de la sangre me tapa los oídos—, resbalo mi dedo por tu brazo con la respiración contenida, indeciso, sin estar seguro de lo que hago. Sonríes al notarlo y esperas que llegue mi mano a la altura de tus labios para besarla y hacer que me estremezca un instante que dura un siglo.

Se nos desata la vista y se reverdece el tacto. El olfato se queda con gusto a besar sin medida por todo el espacio. Empezamos el baile con la música de las palabras que se llenan de oído. Y ahora, nos toca ser los pinceles retorcidos con los que el deseo dibuja el paisaje más hermoso sobre el lienzo de los cinco sentidos.

Naipes

Con tan sólo cincuenta y dos cartas, tal vez cuarenta, urde el azar el juego de la vida. Se entremezclan, se cruzan, se reparten y uno se descubre abocado a meditar el discurso que envían las circunstancias. Cincuenta y dos hojas, una por semana, en un mismo libro que siempre es diferente, siempre desconocido, aún cuando lo compongan las mismas perpetuas palabras.

Me gustan los naipes con sus dorsos indistinguibles. La suavidad del mazo resbalando cartas en abanico y plegándose sobre sí mismo al son de cremallera. O cuando se abren hueco unas cartas sobre otras apretando enseguida el espacio que las separaba para volver a bailar con el eco de la suerte. También me atrae su desorden arisco de filos cuando se amontonan sin arbitrio y las caricias que roban del tapete antes de guarecerse en mis manos.

Mientras estuvimos tú y yo jugando, el azar se hizo esquivo compañero si la destreza no lo llevaba de la mano, y ésta, sin aquel, se quedaba en técnica hueca de dedos desasosegados en el tapete.

Cuando nos decidimos a contar los puntos, la rosa del éxito nos mostró sus mil espinas y se deshojó en bazas pequeñitas, imperceptibles y menudas, abrigadas con coincidencias extraordinarias e imprevistas. La suerte, como la felicidad, cambio catorce veces de rumbo sin motivo ni ley para enseñarnos que nunca le gusta aparecer sola, sino abrazada con fuerza a la de los demás.

Sólo se puede ganar si alguien, en una esquina, da su brazo a torcer y se abandona a su suerte perdida. Y aunque nunca deseamos derrota —extraño juego este de la vida, en el que no se sabe nunca quién juega contigo ni por qué—, a veces, preferimos no ganar y dar otra vuelta en la tómbola de los naipes esperando que la victoria traiga una cesta más llena. Una cacería de sombras, un ardid peligroso que disfraza la soberbia de quien cree poder vencer al destino o la desesperación que quien todo lo tiene perdido.

Cuando acordamos que todo había acabado, ya hacía mucho que el juego estaba detenido. Pusimos nuestras cartas sobre la mesa y nos dimos cuenta de que ninguno las enseña todas, porque nadie conoce nunca todas las cartas con las que juega. Y quedó bien patente, una verdad tan increíble como conocida, que al final los dos perderemos hasta que no encontremos con quién empezar una nueva partida.

Me gusta jugar con las cartas, su misterio, su devenir, jugar sin miedo las bazas y entretener con ellas la vida. Esa misma vida que nos juega, —naipe yo, tú naipesa—, barajándonos sin piedad hacia el sendero angosto de la soledad y la tristeza. Me gusta jugar a los naipes y resistir todas las maniobras del azar, aunque todavía no he podido descifrar cuando es que perder y ganar ponen en mi camino un llanto o una recompensa.

Aún así —o precisamente por eso mismo—, quiero seguir jugando siempre. Pero ahora es tu turno. Espero impaciente…

Relato: Yo sólo bajé a por tabaco

Yo sólo bajé a por tabaco. Me vestí de un salto y me hundí en las escaleras que me pusieron en el portal. Ladraba un perro negro a la luna desnuda; titilaba su ruido luminoso de cigarra nocturna la farola más testaruda, empeñada en lucir para nada, porque no había nadie a quien servir de señal. Las tiendas, herméticamente mudas, me anunciaban fracaso conforme iba avanzando por la avenida. Sólo los faros de un coche destellaron centellas vacías para no encontrar con ellas otra mirada perdida que la mía.

Vacía la calle, pero el alma poseída, me aventuré en la zona en donde los bares no dejan vivir ni dormir a otras criaturas que no sean las de la noche. Otra vez, otro coche, que perdió sus luces tras una esquina dejándome una silueta grabada en la marquesina de la parada del autobús. Se encendió en ella un rostro con la luz del mechero que me hizo arder en los ojos dos puntos rojos de nicotina.

Yo sólo bajé a por tabaco y aquella mujer, desconocida y oscura, me ofrecía Fortuna cuando la suerte se paseó disfrazada con las luces de un coche de policía. Pasó despacio, mientras ella echaba a correr deprisa, como alma que se lleva el diablo para siempre.

Yo sólo bajé a por tabaco, le dije al agente, con voz temblorosa, cuando me apuntó con su linterna cargada y ansiosa de respuestas, mientras escrutaba la foto del carné que yo le mostraba como mi única defensa propia. Aguanté como pude la sorna de sus consejos y desandando los pasos volví; pero en la casa no encontré nada más que tu sombra en el lugar en que te había dejado a ti.

Yo sólo bajé a por tabaco, grite en el móvil cuando por fin cogiste mi llamada a fuerza de tanto insistir. Antes de colgarme, respondiste muy enfadada: «¡Tú no fumas, vete a dormir!». Aturdido por tus palabras, tardé un buen rato en deducir que si yo no fumo, no bajé a por tabaco, ni el perro ladró a la luna, ni había una mujer oscura en la parada del autobús. Ni me pudo abordar la policía, ni volví después a casa, ni en ella habías estado tú.

Pero la puerta del frigorífico me devolvió, anclados con un imán, los trozos de mi garganta rota que siguen clavados en la nota con la que te despedías sin más: «Sólo bajé a por tabaco».

Todos los días bajo solo a por tabaco y compro una cajetilla. Tengo los cajones de casa rellenos con un arsenal de nicotina para que no te falte nunca, nunca más, si es que regresas algún día. Algunos dicen que estoy loco, pero no es verdad. Y si así fuera y hubiera perdido el juicio, bendigo esta dichosa locura que me roba las dudas y es capaz de mantenerme vivo.

No hay más tiempo para terminar este relato. Ahora tengo que bajar a… bueno, ya se sabe a lo que bajo.

Playa

Pasan cansinos los días de verano entre el vaivén de las olas y el ritmo de la brisa. La vida parece tomarse un respiro de la agitación frenética a que nos tiene acostumbrados. Tal vez, un resoplido, que intenta en vano ahuyentar el calor sofocante de los mediodías y el bochorno agazapado por las noches dentro de las casas.

El mar es, al mismo tiempo, el centro y el paisaje de un devenir indeciso que pasa despacio, como no sabiendo si irse o si quedarse, bailando al son de vientos juguetones, pero siempre con su misma estampa, en su misma parsimonia.

Está frío en este rincón el Mediterráneo y me recuerda al entrar en su seno que no soy criatura de agua, sino de fuego. Más tarde, a fuerza de insistencia, las olas me abren un hueco y parecen aceptarme. Pero siempre seré un invitado molesto y al menor descuido la lengua del mar me empuja con saltitos que me acercan a la orilla, como esperando que desista de mi intento.

Me siento en la playa, derrotado, y el mar lame tranquilo mis heridas más profundas con besos monótonos de sal y espuma. Me quedo embriagado con su aroma a viaje lejano, con su incansable meneo, con el caos de remolino que juega a filtrarse en la arena despeinando la tierra para, en el instante siguiente, volver a alisarle el pelo.

Abre la boca la ola que gruñe, arrasando las pisadas que dejaron los pies errantes sobre el terno mojado de la blandura. Y cuando se retira el tirabuzón de espuma, llega el silencio concreto tras el estallido momentáneo, la calma después del torbellino, el orden camuflando el caos que lleva dentro. Se borra la pizarra fugaz del pasado y ya no importa quién pisó la playa, ni cuando, ni por qué; porque en el mar del tiempo, todos los rastros duran un soplo, dos latidos, tres parpadeos.

La memoria salada del mar lo olvida todo, lo borra todo, lo tapa todo. Se traga los gritos de los náufragos, las risas de los niños y las huellas del tiempo. Ahoga el llanto de los que una vez anduvieron por el otro lado y que, ahora, pasan a mi alrededor agarrados a sus salvavidas de tierra, que tienen la forma de una mercadería de enseres inútiles.

Pero no es melancolía ni tristeza, sino retorno, lo que rezuma el mar por todos sus poros. Nos llevamos su arena en las sandalias, sus caracolas en el oído, sus conchas en los collares y su sal en la piel de los niños. Mas nada le preocupa, porque sabe que un día todo lo que se le arrebató alguna vez, en alguna vida, le será devuelto junto con el secreto de los ciclos que regresan a su punto de partida.

En mitad de mis pensamientos, parapetado en el bullicio del chiringuito, suena el dichoso —y bendito— móvil, para recordarme que no es triste que se desvanezcan las estelas que dejamos. Que lo que importa es el dibujo que trazamos con ellas y con quién las navegamos.

Pasos

Anoche, justo antes de oscurecerse la conciencia, en la puerta de mis sueños se abrió una rendija con el eco de tus pasos que se acercaban por el pasillo. Era un cascabeleo alegre, inocente, un tic-tac de manecillas de reloj a punto de detenerse en tu sonrisa desde el umbral.

El sol, que entraba hasta la mitad porque mis sueños siempre se orientan al sur, se detenía complacido en tu silueta coqueta y te besaba los pies con los haces de luz que esquivaban mi sombra. Un color dorado, como de pan recién salido del horno, inundaba la estancia y la bañaba con la sustancia sutil de la que están hechas las fantasías.

Escondida detrás de tus ojos, te deslizabas casi sin ruido hasta rodearme con tu velo candoroso y magnético. Suspiraba confianza la mano que me ponías en el hombro, ahuyentando soledades, buscando refugio; encontrando un apoyo en aquel yo que andaba sentado de puntillas queriendo y no pudiendo estar a la altura de tu corazón. Tal vez me hubiera bastado dar un salto, lanzarte un guiño nuevo o subirme al cielo de tu pelo con el timbre más simple de mi respiración.

Despreocupada e ingenua, suavemente, con una ternura que me frenaba los giros del mundo y me ensanchaba los instantes hasta dejarlos repletos de esencia, echabas tu cuerpo sobre la mesa manteniendo enhiesta, con el codo y la mano, la torre grácil de tu cabeza. Desde donde, deshaciendo mi nombre en un mohín, volvías a sonreír una pregunta —y al mismo tiempo, respuesta— que borraba las dudas que sembrábamos allí.

Ya no recuerdo más de la secuencia y bien que lo siento. El velo del sueño lo encerró todo tras el muro opaco del letargo y apenas puedo recordar tu perfil de sirena derramando mimo en el espacio que se mecía en torno a ti. Pero así son mis sueños, paraísos esquivos, adivinanzas y laberintos, atrapatiempos en el espejo y deseos que huyen en el viento porque no hay letras que los sepan escribir.

Me entristece tu evanescencia, el presentimiento doloroso de que no volveré a estar consciente cuando decidas otra vez visitarme. Me duele no haber reconocido tu rostro, no poder pronunciar tus labios, no haberme aprendido tus ojos. Me estremece pensar que no podré volver a verte jamás.

Pero si existieras un instante, un momento, un día, en esta vida o en otra, en algún rincón de este mundo o en un reflejo del espejo, yo también procuraría existir entonces, desde este nombre con hombre o desde otro menos oscuro, para devolverte, de una en una, todas las ternuras que grabaste anoche con tu luz de luna en la puerta más secreta de mis sueños.

Necesito reventar el tiempo y apagarle los ruidos. Para escuchar —sin perder detalle— todos los pasos que se acerquen por el pasillo.

¡Increíble coincidencia!

Llegaste a casa hace un rato, todo normal, nada nuevo. Entras en el salón, sin querer fijarte mucho en las cosas que se están descolocadas, mientras piensas en la cena, buscando el equilibrio más sencillo posible entre la hora que es y las pocas ganas de fogón que te quedan.

Se escucha en toda la casa la música que has puesto en la radio. Te gusta más que la tele porque no te ata al sofá y puedes tenerla de fondo mientras te pones a cocinar. Vuelves al salón, entre sartén y plato, y acabas colocando lo que antes pasaste sin ordenar, no puedes evitarlo.

Has cenado algo al final, aunque no mucho; el cansancio y los nervios siempre te quitan el apetito. No tienes gana de poner otra lavadora ni de despejar el fregadero, así que te sientas en el sillón. Pero no hay ningún programa en la televisión que merezca la pena verlo.

Piensas en leer algo, no sé, el libro que tienes en la mesita de noche, que te queda todavía un poco para terminarlo. Pero es temprano para meterse en cama, así que cambias las luces y entras en la habitación. Tal vez tengas algún correo y enciendes el ordenador para comprobarlo. Pues no, nada interesante, sólo publicidad y powerpoints que acabas eliminando.

Pero, total, ya que está encendido, —con lo que le cuesta arrancar al Windows—, abres el navegador y despliegas los favoritos. Mmmm… a ver… a ver… Al final abres la página de La Coctelera pensando en ver lo que hay nuevo. Un vistazo a los últimos post… mmm… a ver… este mismo parece interesante, te llama la atención el título: «¡Increíble coincidencia!».

Y aquí estamos. Coincidiendo. De entre los millones de páginas que hay en internet, has elegido precisamente ésta en este momento. ¿No te parece increíble? No me digas que nunca has pensado lo caprichoso que es el azar y cómo nos mueve a su antojo por su tablero redondo.

Este post es un experimento. Verás, tengo un contador, ahí un poquito más arriba, a la derecha, con números blancos sobre fondo negro. Cuando entro al blog para ver lo nuevo y si hay algún comentario, veo que ha habido, no sé, veinte visitas, pero, sin embargo, sólo uno o dos comentarios. Y me mata la curiosidad de no saber quién ha pasado por aquí.

Si fueses tan amable, te pediría que contribuyas a mi experiencia con un comentario. Basta un saludo, no sé, lo que quieras. Aunque puestos a pedir, me gustaría saber desde dónde me lees y cómo me has encontrado. Pero, en fin, eso, tú mismo, tú misma. Y si te apetece curiosear un poco por el blog, pues, perfecto. Y si no, pues, perfecto también.

Te agradezco sinceramente que me hayas dedicado tu tiempo, comentes o no. También quiero agradecer su esfuerzo a la mariposa que, al mover las alas en alguna parte del mundo, te hizo llover sobre mí.

Permíteme un último pensamiento. Tal vez volvamos a coincidir, si es tu gusto volver a pasar por aquí dentro de un tiempo. Y si así fuera, entonces, ya no sería casualidad, sino un reencuentro. No sólo es azar lo que mueve el universo. Las más increíbles coincidencias de este mundo, en el fondo, no son tan increíbles. Y, a veces, ni siquiera son coincidencias.

Gracias. Buena suerte. Nos vemos en otro recodo del camino.

Cuando un verso me nombre

Cuando un verso me nombre, saltaré feliz entre las letras, subiré al cielo de los ojos y lloveré en su estampa de la esfera. Chapotearé en la tinta, para que manche mi recuerdo en las manos frescas que me escribieron.

Me esconderé en el renglón preciso para no dar descanso a la boca abierta de las vocales. Me subiré a los lomos de las palabras mientras intrigan significados distintos que ponerme en el equipaje. Rozaré la luz de las lámparas encendidas que alumbren lo escrito, para no dejar nunca, nunca, que se apaguen.

Cuando un verso me nombre, viviré cada vez una vida diferente, con un final distinto, con un principio inexistente. Me acurrucaré en la memoria para saltar de improviso a la levedad del presente. Dejará de arañarme el tiempo y podré esconderme tranquilo de las espaldas de la suerte.

Enterraré en las comas mi tesoro de aire para que respiren las bocas y puedan seguir el viaje. Esperaré impaciente, colgado en los puntos suspensivos, hasta que una sonrisa me descubra de repente en el mensaje.

Cuando un verso me nombre, lo mantendré siempre recto, siempre tierno, siempre en orden. Cuidaré que no se extinga su rima ni su ritmo. Me guardaré con mimo en cada sílaba, en cada espacio, en cada borde del papel que me escriba y dejaré que me roben todas las miradas que se posen posesivas cuando mis pasos sin peso me eleven en el aire.

¡Tiembla, olvido! Desata tu furia y tu miedo más cobarde. Porque, con una sola vez que un verso me nombre… siempre, siempre, podré derrotarte.

Mientras estoy aquí, entre olvido y derrota, escribiendo besos y versos que pronuncian tu nombre a todas horas. Soñando, y sabiendo, que puede ocurrir cualquier cosa… Hasta incluso que, alguna vez, un verso me nombre.

Jardinero

Pasa el jardinero montado a lomos de su rocín mecánico y repasa con cuidado los bordes del mundo verde que diviso desde la ventana.

Es una suave colina que asciende tranquila, ensimismada en sus propios vericuetos. La grama teje una alfombra que besa los pies de los pinos altos que dejan caer sus ramas con el aburrimiento propio de quien sólo puede ver el mundo asomándose siempre al mismo agujero. El hartazgo de bañadores y cuerpos que van cambiando su color por otro más tostado, les hace buscar los pájaros de arriba que les alienten con su vuelo el paso de los días.

El jardinero dibuja caminos que se van quedando marcados en las puntas abruptas de las hojas rotas que deja como reguero. Rodea los pinos, los envuelve, gira, navega, rellena el espacio. Vuelve con la máquina sobre sus pasos y se ajusta a los troncos, a los bordes de las veredas de pizarra engarzada en cemento que dan acceso a las casas blancas y luminosas.

Huele a savia derramada, a verdín desorientado, cuando termina su tarea y descarga los restos inertes sobre una esquina del jardín. Se refresca con una botella de agua que me nombra la sierra que se me asoma todas las noches por el balcón, y vuelve atrás la vista, limpiándose el sudor bajo el sombrero. Contempla su obra. Y yo, con él, repaso los caminos, las vueltas absurdas, la falta de geometría que nos convierte la vida en un laberinto único y fugaz.

Recuerdo haberlo visto pasar cinco veces rodeando el pino más grande. Que, aunque la suerte pasó cinco veces por su lado —quién sabe por qué—, no ha pestañeado ni una piña ni ha estremecido una hoja para subirse a ella y sigue estirado y olvidado en mitad de la loma, camino de ningún sitio, silbando en el viento sus canciones de aroma.

Pasa una mujer de largo, como tú pasaste un día, y saluda al jardinero que se aleja, con su ruido infernal y su ignorancia de Euler, hacia otra colina en la que dibujar senderos. Estirado y olvidado, noto que la vida me pasa rozando y que no soy capaz de cogerla porque sigo soñando despierto y durmiendo en mis sueños de letras.

Quizá debería pedirle a este sueño que deje, por fin, que me duerma… O que te despierte a ti con esta canción.

Imprudencia

No tendrías saber que te agradezco todas las noches en vela por las que transito recordando tus ojos aquellos que me hablaban a gritos. Que repaso minuciosamente los gestos y las caricias que nos infligimos con una ternura impropia de la locura. Que me escuecen las huellas que me dejaste en la piel y me las froto siempre con mucho cuidado para no cambiar sus marcas de sitio ni arañar la miel que las envuelve.

No sería conveniente que supieras todos los sueños que me sugiere la brisa de tu pelo meciéndose en mis manos. Aquellas luces medio dormidas, ahora me iluminan las historias que tú sabes que me invento, aliñando mi locura con los deseos tiernos y salvajes que me fabricas.

No sería prudente dejar que vieras el equipaje de instantes que atrapaste para mí en el camino. Estas en ellos, desenvuelta, enmarañada en ese algo que tienes que me hace saltar todas las alarmas, todos los verbos, todas las miradas.

No parecería sensato dejar que supieras lo especial que eres y que seguirás siendo por mucho que te alejes. Ni sería razonable permitir que notaras la fuerza con la que te echo de menos, especialmente en las madrugadas largas de espera y blandas de sueño.

Ya sé que no debería decirte todo esto y, menos aún, dejártelo escrito. Y tú también sabes, ahora ya es tarde, que no deberías haberlo leído.

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