Pasan cansinos los días de verano entre el vaivén de las olas y el ritmo de la brisa. La vida parece tomarse un respiro de la agitación frenética a que nos tiene acostumbrados. Tal vez, un resoplido, que intenta en vano ahuyentar el calor sofocante de los mediodías y el bochorno agazapado por las noches dentro de las casas.
El mar es, al mismo tiempo, el centro y el paisaje de un devenir indeciso que pasa despacio, como no sabiendo si irse o si quedarse, bailando al son de vientos juguetones, pero siempre con su misma estampa, en su misma parsimonia.
Está frío en este rincón el Mediterráneo y me recuerda al entrar en su seno que no soy criatura de agua, sino de fuego. Más tarde, a fuerza de insistencia, las olas me abren un hueco y parecen aceptarme. Pero siempre seré un invitado molesto y al menor descuido la lengua del mar me empuja con saltitos que me acercan a la orilla, como esperando que desista de mi intento.
Me siento en la playa, derrotado, y el mar lame tranquilo mis heridas más profundas con besos monótonos de sal y espuma. Me quedo embriagado con su aroma a viaje lejano, con su incansable meneo, con el caos de remolino que juega a filtrarse en la arena despeinando la tierra para, en el instante siguiente, volver a alisarle el pelo.
Abre la boca la ola que gruñe, arrasando las pisadas que dejaron los pies errantes sobre el terno mojado de la blandura. Y cuando se retira el tirabuzón de espuma, llega el silencio concreto tras el estallido momentáneo, la calma después del torbellino, el orden camuflando el caos que lleva dentro. Se borra la pizarra fugaz del pasado y ya no importa quién pisó la playa, ni cuando, ni por qué; porque en el mar del tiempo, todos los rastros duran un soplo, dos latidos, tres parpadeos.
La memoria salada del mar lo olvida todo, lo borra todo, lo tapa todo. Se traga los gritos de los náufragos, las risas de los niños y las huellas del tiempo. Ahoga el llanto de los que una vez anduvieron por el otro lado y que, ahora, pasan a mi alrededor agarrados a sus salvavidas de tierra, que tienen la forma de una mercadería de enseres inútiles.
Pero no es melancolía ni tristeza, sino retorno, lo que rezuma el mar por todos sus poros. Nos llevamos su arena en las sandalias, sus caracolas en el oído, sus conchas en los collares y su sal en la piel de los niños. Mas nada le preocupa, porque sabe que un día todo lo que se le arrebató alguna vez, en alguna vida, le será devuelto junto con el secreto de los ciclos que regresan a su punto de partida.
En mitad de mis pensamientos, parapetado en el bullicio del chiringuito, suena el dichoso y bendito móvil, para recordarme que no es triste que se desvanezcan las estelas que dejamos. Que lo que importa es el dibujo que trazamos con ellas y con quién las navegamos.
Deja una respuesta