Esta es la historia real de una cita. He decidido contarla con pelos y señales aunque, por aquello de no poner en evidencia la sensibilidad de terceros, ocultaré los nombres reales detrás de otros imaginarios.
He decidido contarla después de mucho pensar en los secretos. En que tarde o temprano dejan de serlo. Y en que hay asuntos, sobre todo esos que llevamos tan adentro, que si no superan la prueba de la luz, es preferible no tenerlos, no haberlos tenido, no protegerlos.
Esta es una corta historia de intriga, el relato breve de un encuentro. Tiene todos los ingredientes, excepto la extensión, de una buena novela negra: un poquito de acción, la sal que da el misterio y la sutileza de un humor absurdo y rebuscado.
Como todas las historias, empieza mucho antes del principio, cuando el azar, en un soplo arbitrario, gira una veleta y guía unos pasos hacia un lugar en el que nunca antes estuvieron.
El protagonista suele ser criatura solitaria, con una cierta acritud de carácter producida por una mezcla alícuota de alcohol y melancolía. Patética figura que navega sin un rumbo claro sobre las oscuras aguas de este mar invisible que crece a la luz de la luna.
Mueve el azar de nuevo sus fichas, como en una interminable partida de ajedrez, dejando una abertura indolente más allá del gambito de dama. Y el hombre se cuela, sin saber muy bien ni cómo ni por qué, empujado por un motor de búsqueda omnipresente, invasivo y delator de secretos ajenos.
Avanzan, azar y hombre, curiosos los dos, en pos de la misma flecha, perdidos en los más recónditos vericuetos de la tela de araña, hacia la dirección escrita en una carta anónima y misteriosa.
Él, no espera encontrar nada. Y cabe suponer, que ella tampoco esperaba ser encontrada, olvidando que un encuentro es, precisamente, la razón y la esencia de toda espera.
Y allí sucedió todo. Ella estaba discretamente a la vista, camuflada entre palabras y protegida entre comillas. Inmersa en el flujo de electrones, oculta pero atenta. Escondida, pero precedida y anunciada por una frase discreta, en la que se podía leer: «como dice mi amigo instanteca…»
Allí estaba la cita. Textual, sí, pero cita. Virtual, sí, pero encuentro. Palabras que producen en la fragilidad del hombre, por un resquicio orientado hacia la literatura, el profundo consuelo de ser entendido, de haber conseguido el empleo que anunciaba su currículum de sueños. Y no hay más que contar.
Puede parecer que adolece este final de ese punto tragi-romántico que hace perdurar las historias y las ensalza en el corazón de las personas. Pero debo añadir, porque no me gustan los finales felices, que ya no sigue allí la cita. Tal vez, harta de no ser encontrada y perdida en lo más duro de un disco. O tal vez, exiliada del pasado, intentando, quién sabe, no ser reconocida.
Juro que he dicho la verdad, a Google pongo por testigo, que esta historia es cierta y que no tiene más moraleja que mostrar lo caprichoso que es el azar y la poca intimidad que, algunas veces para bien, ofrecen las teclas. Que sólo pretendía contar la historia real de una cita. Y, además, por supuesto, agradecerla.
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