De poco sirve saber enderezar los renglones cuando la sierra de calar se rebela. Cuando duelen las rodillas de tanto estar en la misma posición, es inútil la sutil maniobra de la imaginación que conduce a un teorema cuántico. Y apenas es posible acertar en la marca con el lápiz cuando la cintura anuncia que mañana dará un día de tormento.
Cuatro manos no son suficientes para detener el avance de las manecillas por el parqué, ni seis ojos insistentes tampoco pueden evitar que la humedad redoble sus bordes agresivos.
Un grito no evita una decepción, un martillazo no basta para el éxito y no hay botón que sirva para reiniciar la tarde y aprovecharla más. No hay que dejar que se interponga entre nosotros y la alegría, una puerta que roza o una hecatombe en las guías del cajón.
Siempre es tiempo de darse cuenta de que todo lo que sabemos nunca es suficiente. De que, precisamente entonces, es cuando más se necesita saber lo que se ignora. Y que, después de sabido extraña consecuencia del aprendizaje, seguramente ya no nos hará tanta falta como ahora.
Lo que sí que necesitamos siempre saber y hay que ponerlo en práctica es, que una palabra amable endereza cualquier lámina, que una mirada complaciente tapa todos los huecos y que una mano prestada alivia la espalda en la que se posa.
(¡Ah! Y, sobre todo, que si en una habitación (aunque sea rosa), tienes pensado ponerle parqué al suelo.. ¡Ni se te ocurra llenarla de muebles primero!)
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