Noto, a esta hora intempestiva, una incomodidad extraña. No me duele la cabeza, ni tienen los ruidos que escucho ese sonido como de agua que a veces la gripe tiene el detalle de producir.
Tampoco me duelen las rodillas, están tranquilas, y no me acosan con esa tirantez desagradable de haber estado todo el día de aquí para allá, recorriendo el lunes por el camino más largo, con los pasos cortos de un reloj brujuleándome todo el rato.
Ni siquiera ha cumplido su amenaza la advertencia cervical que me saludó esta mañana, justo al poner los pies en el suelo. Y la espalda se mantiene muda, sin soltar prenda de si aguantará el remolino inconsciente de la cama y el frío indeciso del otoño recién llegado.
No tengo sed, ni apetito, ni ningún trastorno conocido. Es más bien, qué sé yo, una inquietud, una aglomeración, un espacio vacío que presiento. Un pequeño desasosiego, como si no supiera dónde poner algo que tengo, como si estuviera descolocado y no pudiera ubicarlo en el entramado de los instantes que he ido atravesando.
Tal vez sea este hervor de palabras sin salida, el cascabeleo incesante de las letras agazapadas en los dedos, la tristeza oblicua del papel inmaculado que sube impaciente por la madrugada, retrasando, desesperadamente, una nueva despedida.
Será que noto con fuerza, a esta hora tan intempestiva, que no quiero que te vayas.
Deja una respuesta