Era bastante pequeño cuando leí por primera vez El Principito. Lo recodaba vagamente, como se recuerdan los cuentos de hadas. Unos dibujitos muy graciosos daban vida a un planeta minúsculo habitado por un niño extraterrestre.

Hace unos meses asistí, como padre de los artistas, a una especie de dramatización del mismo. Y aunque ni me apetecía ni me interesaba, tengo que reconocer que hubo algo que capturó mi corazón; quizá la voz profunda del narrador o el desconcierto propio de niños haciendo cosas que no entienden. Volví a casa con mis hijos de la mano y un espantoso nudo repentino en la garganta, que la rutina se encargo de disolver.

Días después, por estos caprichos del azar que a nadie pasan desapercibidos, mi hija olvidó su texto sobre mi almohada, aparentemente abandonado a una suerte impredecible, como lo son todas las suertes.

Lo cambié de sitio varias veces: en la mesilla, en la cómoda, en el salón, en las escaleras… Incluso recuerdo haberlo bajado al sótano con la firme intención de buscarle un descanso definitivo en las estanterías metálicas. Pero un ataque de sentimentalismo adolescente detuvo mi voluntad. Quizá le debía, al menos, el gesto de leerlo por última vez…

¡Y cuál no fue mi sorpresa, al notar lágrimas sordas que caían sobre sus páginas! Me pareció un libro diferente, ¡tan distinto de cuando lo miraron mis ojos de niño! Descubrí una intensa y triste historia de amor… una huida y una búsqueda desesperadas en un mundo desenredado de subterfugios.

Desde entonces, está anidado en mis pensamientos y vuelve a visitarme de improviso este pasaje del encuentro con el zorro. Sucede siempre que las ventanitas emergentes saltan y me hacen palpitar de emoción recordándome un nombre querido, una coincidencia deseada o gente necesaria. Entonces me pregunto si seré yo el zorro, el príncipe, la rosa, el trigo… o todos a la vez… o quizá ninguno.

Si realmente quieres conocerme, domestícame. Me transformarás en un ser valioso si decides perder el tiempo conmigo.