En esto que ando volviendo a las rutinas de siempre, no puedo dejar de pensar en las cosas que cambian, que mutan, que permiten distinguir unos días de otros, unos años de otros, unas personas de otras.
Me fascinan las diferencias, en especial, las más pequeñas. Cómo aparecen en tu viaje personas que antaño anduvieron ya contigo y, pese a que las reconozco, las encuentro cambiadas y distintas. Nunca termino de explicarme si han cambiado ellas o si fui yo quien dejó de ser el que era. O si el tiempo transcurrido no nos deja reconocernos del todo. O si la memoria es tan infiel como parece.
No es tanto el declive físico, los cuerpos que cambian, las voces que se agravan, sino la ausencia de aquella complicidad que nos unía. Echo de menos la cotidianidad compartida que nos acercaba emociones, conversaciones banales y confianza. Siento entonces que tengo que empezar de nuevo, tratarlos como desconocidos a quiénes nunca antes había visto, y dar por perdidas las cosas que la memoria trae a mi encuentro.
Creo que esa forma de actuar me hace aparecer como frío o distante y me deja en inferioridad de condiciones para establecer contacto, para ser como suelo ser. Es como si, de los muchos lazos que me atan al infinito, quisiera irme desprendiendo de aquellos que se fueron aflojando.
Tal vez es que, realmente, soy frío. Tal vez me guste tomar distancia para no ser sorprendido, para no vivir en el pasado. De esta forma, levanto mi propia celda de aislamiento, al tiempo que me quejo de estar encerrado en ella. Contradicción es la pregunta. Aún no sé la respuesta.
A pesar de esa apariencia, o precisamente por ella, necesito decirle a mis fantasmas que me alegro de que crucen por mi vida de nuevo. Yo sigo navegando, en espera de visitar más coincidencias; no para recordar lo ya vivido, sino para escribir nuevos renglones repletos de palabras antiguas.
Aunque ya no soy el que era, ni vosotros los que conocí… os saludo con toda la alegría que tengo en mi corazón. Gracias por volvernos a ver y por hacerme sentir que me recordáis.