Allí estábamos los dos, en el otro lado del espejo. Extrañados de realidad y mudos de conversación. Todo era como parecía verse en noches pasadas, pero distinto de lo que habíamos imaginado. Aunque bien podría ser que no lo hubiéramos sabido imaginar hasta entonces.
Yo estaba lloviendo. Tal vez sudaban las nubes con goterones gordos y cansinos que no conseguían mojar el suelo pero sí mi piel. Entre gota y gota reconocí tus ojos, encristalados para ver, y tu voz dulce que cantaba:
—Pareces más joven —me dijiste, mientras yo pensaba en lo tangible que eras y en la casualidad de estar allí para comprobarlo.
—Es que soy más joven —respondí con una torpeza sutil, ensayada, automática, escondida tras mi sonrisa.
Afuera, o encima, no recuerdo, seguía lloviendo o, tal vez, tus zapatos goteaban a mi lado. El reloj nos invitó a desandar los que fueron nuestros primeros pasos. Al llegar al punto de partida, me dí cuenta de que también era el de destino.
Me gustó mucho besar tu sonrisa de cerca y resbalar mi mano sobre la tuya. Después, palabras de despedida, puntos y seguido, huidas a contrarreloj… Sin volver atrás la mirada para conservar rostros, y no espaldas, como recuerdo.
Ha dejado de llover hace rato. Ni siquiera el cielo gris se refleja ya en este espejo. Las imágenes de lo vivido me siguen rondando mientras aquí, apostado en un rinconcito de la memoria, me pregunto si las cosas transcurren como uno se imaginaba o si es que uno imagina que así fue como sucedieron.
Un día, o mejor una noche, te pediré que me cuentes cómo lo pensaste y cómo te ocurrió: entonces decidiré cuál es tu nombre. No vaya a ser que todo haya sido, tan sólo, un ensayo de la imaginación preparando el día en que rompamos, definitivamente, el espejo.