Siempre quise encontrar una Julieta en mi camino aún sabiendo, como todo el mundo sabe, que nunca fui ni quise ser Romeo. Pero no entiendo qué extraña soledad, en aquel tiempo entrañable, me golpeaba por las noches y me empujaba a buscar senderos desasistidos, repletos de melancolía. Así que, embriagado de espera y viendo que no llegaba, tuve que inventármela para poder respirar con el pecho henchido de emoción.

Imaginaba que mi Julieta tenía los ojos risueños y que me miraba divertida en el patio del recreo cuando me volvía y me alejaba. Yo deseaba quererla como sé amar en los sueños: inventando palabras que me acercaran a su corazón y escribiéndolas en un cuaderno secreto para, luego, no olvidar cuánto me gustaba inventarlas.

Poder verla en la escuela era la chispa que me hacía despertar feliz cada mañana y me ofrecía el vértigo de encontrarme con sus ojos pequeños o emocionarme cuando su risa sonaba en mis oídos como una caricia furtiva.

Sentía que me amaba de verdad; todo lo que ella podía querer a alguien que, como yo, tenía diez años. Un amor enternecido e impronunciable que apenas podía disimular cuando no nos rodeaban ni niños ni maestros y al que yo respondía con sigilo y complicidad.

Cuando aquel curso acabó, supe que se iba muy lejos, más allá de los confines de la memoria; más lejos aún que la realidad de darme cuenta de que todo era un sueño. Me invadió entonces una tristeza agridulce, vacía de lágrimas y de besos, que se fue deshilachando con el tiempo.

Pero hay noches que son un mar embravecido y arrastran hasta mi orilla sus ojos risueños y profundos, su silueta dibujada con sombras y aquellas manos pequeñas que tanto me hubiera gustado retener entre las mías. En esas noches es cuando recuerdo cuánto quise a mi Julieta y olvido, para no estar siempre atado a la verdad, que ella nunca lo supo.