Una colección de instantes

Secreto (Página 8 de 9)

Despiste

He mirado por todas partes y no lo encuentro. Debajo del montón de libros que tengo en el escritorio y dentro del lapicero en el que acumulo los clips de colores que nunca uso. He rebuscado por entre las cajas de esas grapas rosas pequeñitas que no sirven nada más que para adorno. Pero no lo encuentro.

¡Qué rabia no tenerlo a mano! Siempre pasa lo mismo con todo, justo ahora que lo necesito, no doy con él. Ya he mirado también en los cajones y los he puesto patas arriba. Y estaban llenos de bolindres, de papelorios y de pamplinas, que guardo en ellos como un absurdo tesoro. Pero tampoco estaba ahí.

He mirado también en la carpeta Mis documentos, por debajo de la impresora, en la mesilla de noche. He revuelto la cómoda, he abierto el armario y he mirado, de uno en uno, en todos los bolsillos de las camisas y de los pantalones. Nada, aquí tampoco.

A primera vista no se ve encima de la tele ni entre los cojines del sofá, ni en el armarillo de las medicinas, ni en el escurridor. ¿Se habrá caído dentro de la lavadora? No, no creo. Digo yo que flota, aunque no lo sé.

Ni en la alacena del chocolate. Bueno, ahí sabía que no estaba, pero no he podido evitar tirar un mordisquito para la ansiedad. Ni en la puerta de las cacerolas, ni en el frigorífico. Ni en los bolsillos —¡eh, que no soy tonto!—, que me he tanteado la ropa y me he mirado las manos. Ni en el pelo, ni en los ojos, ni en la boca. Creo que me voy a dar por vencido. No sé dónde puede estar.

Esto me pasa por desordenado, por este atolondramiento que tengo para las cosas importantes. Y lo peor de no encontrarlo es que ahora me avergüenza la duda y no sé si podrás perdonarme este despiste. ¡Qué rabia! ¿He perdido tu beso o es que, al final, no me lo diste?

¡Con la falta que me haría tenerlo ahora! Para taparme con él la boca y dejar de hablar solo.

Ojos llenos de sosiego

(Por tus visitas y por todos los relatos que pones al alcance de mi mano.

Espero que éste también sea de tu agrado.

Gracias Fernando. Y feliz cumpleaños)

Llegó mirando a ninguna parte, con los ojos llenos de sosiego, como buscando esconderse del paisaje. Puso sobre la mesilla de cristal, en riguroso orden alfabético, el cenicero blanco, las gafas para ver de lejos, las llaves de la casa y una taza de té con los bordes manchados de falta de sueño.

Ésta era la hora convenida, el momento del acuerdo con el mundo, el instante de reconciliación con la vida. Encendió un cigarrillo rubio, casi sin gana, como una liturgia aprendida que abría las puertas de un vaporoso edén. Dejando caer suavemente la espalda sobre la almohada, deshizo las horas tan deprisa como se desmorona la conciencia al primer contacto con otra piel desnuda.

Cruzó las piernas con la fatiga de un viandante que ha perdido el camino. Abrió el libro por la página señalada y lo cogió de un pellizco, con ternura, reteniendo en las manos el ímpetu aventurero de aquel pájaro de mil hojas que estaba a punto de volar.

Leyó mirando a ninguna parte, con los ojos llenos de sosiego, buscando perderse al otro lado. Leyó sin pasar ni una sola hoja, absorto, atascado en el mismo párrafo una y otra vez. Tres cigarros después, inmóviles en el cenicero, se hizo la noche y un escalofrío lo mandó de vuelta a ese mundo suyo de los que no se ahogan en una gota de sueño.

Se fue mirando a ninguna parte, con los ojos llenos de sosiego, como buscando esconderse de sí mismo y de los demás. Sólo dejó, recuerdo de su paso que encontrar a otro día, el silencio salpicando la luz de la mesilla y un cenicero redondo, blanco, estático, con tres impávidas y largas tiras de ceniza sin fumar.

Así es el fantasma que habita mis sueños. Esta noche, cuando vuelva, mirando a ninguna parte, intentaré reunir valor y preguntarle el título de ese libro que no está leyendo. Si acierto a conocerlo y puedo contarle el final, tal vez no tenga razón para volver y así, cada uno a su modo, por fin, los dos descansemos.

Pero no me molesta su visita, es como si lo conociera desde siempre. Ni siquiera la columna de humo que emerge del cenicero como una serpiente amaestrada me causa ningún estorbo. Pero es que tengo el vago presentimiento de que el único hilo que todavía le ata a este mundo es su curiosidad. Su curiosidad, y la mía por saber si es que allí, al otro lado, tampoco conviene fumar en la cama durante el insomnio.

Sin fin

Se despierta, como te despierta la lluvia que se deja caer sin avisar en una nube de primavera, con pinchazos de agua fría en la cabeza, con ese escalofrío en el corazón que una hora antes la tibieza de la tarde hacía impensable… Y entonces, recuerda.

Recuerda aquel otro instante, aquella otra lluvia de besos, aquel otro escalofrío que la tibieza de un cuerpo abrazado le enredó en la cabeza, aquel aviso de la primavera que le subió a una nube el corazón… Y entonces, se despierta.

Así pasa estos días sin fin, estas tardes de lluvia impensable, de frío que cae sin aviso, despertando, recordando, de pinchazo en escalofrío y enredando la primavera entre las nubes de su cabeza y la tibieza del corazón.

Kilómetros

Los kilómetros nos rodean. Vamos y venimos en ellos, los recorremos siempre a lo largo, con la cabeza llena de preguntas, con las manos pendientes de las rayas, con los ojos más allá de donde alcanza la vista.

Creemos dominarlos, tenerlos a nuestros pies, reconocer el trayecto. Pero son ellos los que nos conducen a todas partes, a cualquier parte, los que componen los caminos que siempre nos traen de vuelta a los mismos sitios, a las mismas personas, a los mismos espacios que antes creímos haber dejado atrás.

Todos los kilómetros tienen nombre. Nombres propios que nos recuerdan la soledad adormecida de la piedra, la formación estática de los olivos, el distinto color de cada tierra, los olores de otras lluvias. Tienen nombres conocidos o ignorados. Nombres invisibles, nombres ilegibles o nombres imposibles de recordar.

Los kilómetros pronuncian todas las sílabas del cariño, todos los recuerdos de la infancia, los laberintos del deber. Prorrumpen en sus silencios el miedo a no llegar, la prisa por entender las distancias, la emoción de los abrazos prometidos. Llevan los nombres del amor y los del dolor, los nombres que llevamos escritos con mayúscula en un doblez del corazón. Y hasta nos dejan nombres que no dicen mucho más que la frialdad de una cifra.

No importa cuántas veces se atraviesen en nuestro camino, pero cada paso, cada kilómetro, tiene un nombre distinto, cada vez, según a quién nos lleva, según con quién se recorre.

Los días en cambio, los días, tienen todos tu nombre. Y las noches, también.

Leer un libro

Andaba en otros aires, volando bajo, pero sin tocar el suelo, con Alberti en la mesilla. Un ansia de mar solitaria le llevaba cada vez más adentro de sí mismo. No encontraba el rumbo como marinero en tierra.

Cuando quiso darse cuenta, ya la tenía dentro. No se supo percatar del asunto hasta que había pasado mucho tiempo y aún entonces dudó una temporada. Leía entonces como empedernido juanramoniano, todo verso endeble que caía en sus manos. Pero entre piedra y cielo, no quiso tocar la rosa.

Amor y literatura corrieron después de la mano de un Cernuda más partidario de lo imposible, de vivir sin estar viviendo, de escribir poemas para un cuerpo separado de la cabeza, que de los ojos centinelas.

Pero para cuando leyó el Aleph, ya estaba perdido en el laberinto, viviendo en la casa de Asterión, como en un cuento fantástico de Darío. Por Ende, atrapado en la prisión de la libertad. Y parecía que nunca iba a llegar al diván del Tamarit que Lorca le había prometido.

A pesar de todo y de Emilio Pascual, el fantasma anidó bajo el alero y no hubo modo de no notar su presencia en todas las horas fosforescentes del insomnio. «Se lee lo que se quiere leer», se dijo, «como se escucha la misma canción concreta hasta que la vida hace coincidir sus metáforas con la letra».

Ahora, tras el desconcierto, cuando se piensa con la claridad que da un final predecible pero imprevisible… ¿Hacia dónde ir? Y no sin miedo, ha encargado en la librería mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta. Porque se lee lo que se quiere leer. Quizás, precisamente, lo que se desea.

Y hoy es un buen día para que todos sepan que leer un libro es pedirle un deseo al pie de la letra.

¡Qué calor!

Hace calor en lo sueños. Aunque sucedan en invierno, siempre anticipan temperaturas de primavera. Porque se abrigan del frío que haya alrededor y elevan los grados de las manos y acolchan los latidos insomnes hasta ir entibiando la irresistible caída libre de los párpados hacia la noche.

En mis sueños hace mucho calor y cuando, al cabo, me levanto y me visto sin mirar el color que tenga el cielo, salgo buscando, en todos los ojos que miro, los ojos de un sueño. Mientras tanto voy pensando, escondido tras lo oscuro de las gafas, en mis asuntos, en mis complejos, en este calor que tengo, hasta tropezarme en una esquina con un «¡qué fresco!» que alguien diga, distraídamente, como si no quisiera decir nada o como si quisiera decirlo siempre.

Por más que después siga andando, deambulando y sonambulando por las horas del día, a todos les parece que continúo dormido… ¡Pero qué va! Es precisamente entonces cuando por fin me desvelo, con la firme intención, eso sí, de continuar soñando despierto.

Incluso ahora que escribo, ahora mismo, en estos bordes que comparten el insomnio y la vigilia, no puedo dejar de pensar ni un instante en este calor ni en este sueño. ¡Qué calor, qué calor, qué calor que tengo!

Y lo peor es que este calor no se sofoca con agua. Sólo se quita ardiendo.

Parada doce

A estas horas de la tarde, cuando la vida se toma un respiro y se queda quieta en el patio, suelo sentarme a solas, bajo el resguardo del níspero.

El sol está demasiado ácido, ya lo he intentado, porque se acumula su tibieza sobre la piel y me enreda en estados letárgicos que me llevan demasiado lejos para saber volver. Porque el calor empuja hacia arriba el deseo, porque la soledad arrastra la melancolía, porque la luz cierra los ojos hasta la imaginación.

Por eso prefiero sentarme a la sombra, en este rincón del patio tantas veces visto, y sentir el dedo de la brisa que me recorre entero diciéndome con su gesto imprevisible que me despierte, que no me quede dormido.

Me noto triste, apagado, deambulando sin consuelo por las horas del día. Apenas me salvan los quehaceres cotidianos y las rutinas largamente adquiridas de este cabizbajeo atónito que me tiene ensimismado.

Me pesan los dedos cuando no escribo y, sin embargo, al arrastrarlos por las teclas, los noto cansados, mecánicos, desesperanzados. Supongo que aún me siguen porque saben que, aunque no escribo para ti, escribo para poder estar contigo. Pero ya no saben ignorar que nunca estás al mismo tiempo ni en el mismo sitio que ellos en este doloroso transcurso asíncrono en el que se acaba convirtiendo la literatura.

O porque el doce siempre es un tránsito, una frontera invisible que separa los años y los días, unos de otros y de sí mismos. Los parte en rebanadas, en trozos de una tarta que hay que apurar para alimentar de recuerdos al olvido.

Doce días quedan, un año pequeño, un año minúsculo que invita a una parada. Una parada para vaciarme de tristeza en este texto, aunque le sobre el principio, como a casi todo lo que hago y lo que escribo. Para vaciarme de esta tristeza y poder volver pronto a estar contento. Porque quiero llenar estos doce días de canciones y poesía o, por lo menos, hacer el intento.

Desvelo

Me rondaban letras, tal vez un sueño, y desperté muy temprano. Intenté recordar las palabras, pero cuando bailan en la memoria es inútil intentar retenerlas, hay que dejar que se vayan libremente, por si deciden regresar.

Me tomé el malhumor y un café para afrontar la vigilia más despejado. Las musas se rieron de mí a cada paso, pero a cambio y por el mal rato, me entregaron otros poemas imprevistos.

A las musas y al amor, que quizás siempre han sido lo mismo, hay que aceptarlas como vienen y hay que tomar con agrado lo que dan y lo que quitan, porque siempre se sale ganando.

Yo gané otro desvelo, dos poemas y un día más largo. Y que me cambiaran el humor de perros, por uno de gatos.

Vengan con el son que vengan, yo siempre les acepto el trato.

Hotel

El cuarto de un hotel está siempre desangelado. En él suele haber cortinas grises que ocultan del sol y mesitas de noche que tiritan de ausencia.

Uno se encuentra por todas partes con cajones vacíos y armarios inhóspitos, con pastillas de jabón envueltas en celofán. Las sillas se vuelven incómodas, te expulsan de sus vidas y el borde de la cama en la que te sientas después, apesadumbrado, chirría soledad.

En todos hay un espejo en el que es imposible no ver a un tipo solitario que te mira asombrado. En cada cuarto de hotel, de cualquier hotel, siempre habita un extraño.

Y cuando te sientes extraño, cuando te miras asombrado sin saber lo que quieres, cuando ves a un tipo solitario en el espejo y la soledad chirría en la cama y las sillas se vuelven incómodas y los cajones llenos parecen vacíos y la luz de la mesita tirita una ausencia desangelada, entonces, te das cuenta de que la vida es el cuarto de un hotel.

Y ya no sabes en dónde estas, ni a qué viniste, ni desde dónde, ni con quién.

E-sueño

He tenido un e-sueño fantástico, increíble. Estaba enfrente de la pantalla y sin saber cómo, apareció ella, tan perfecta, tan sencilla, tan atrayente.

Era una url muy femenina, con sus letras ajustadas a las caderas, con una IP que quitaba el hipo y adornada con un punto com entre atrevido y elegante. Y por si faltaba poco, no tenía redirecciones ni subdominios.

A lomos del ratón, volamos juntos hacia campos de texto limpio, legible y bien escrito. Me fue mostrando todos sus vínculos, que se sonrojaban al señalarlos para advertirme del peligro de querer repetir.

¡Todo era tan bonito, tan mágico! Un diseño sencillo, colores con el contraste justo y, por entre las páginas, ella y yo, mirándonos sin popups entrometidos, navegando con imaginación, encontrados y perdidos. Entramos en un chat ortográfico para charlar un rato de cosas tiernas y, más tarde, fuimos a ver una película que me encontró en youtube, que se veía sin saltos y absolutamente nítida. Fue maravilloso.

Pero lo mejor es que, cuando la acompañé de vuelta a su Home, me invitó a pasar con un guiño de complicidad tan exquisito, que me encantó dar mis datos y registrarme en su sitio. Y allí, toda la e-noche, nos enviamos correos sin spam pero llenos de romanticismo, a la luz de la luna digitalizada más redonda y más llena que nunca he visto.

Hubo e-sexo, lo confieso, ella era tan excitante, tan natural, tan dos punto cero que… Pero bueno, yo soy un e-caballero y no voy desvelar detalles tan íntimos.

¡Que e-sueño de ensueño! Me he despertado e-contento y dichoso, sin saber distinguir si todo había sido tan virtual como parecía o no había sido más que producto de mi e-fantasía. Después, al recordarlo, he intentado averiguar, mirando en el historial, si había sucedido. Pero no, que va, se había esfumado del disco duro como se esfuman los sueños humanos de la conciencia.

¡Qué sentimientos más extraños vivo desde entonces! Pensarás que estoy loco, pero no dejo de teclear su nombre en mis pensamientos, no paro de buscarla con google y estoy deseando que llegue otro insomnio para estar con ella de nuevo. Creo que me he enamorado de una web que se me apareció en un e-sueño.

¿Y sabes lo que más me gustó de ella? Lo noté enseguida, fue como un flechazo, como un borbotón de alegría derramándose por el espacio virtual. Lo que me enamoró definitivamente de ella, es que no tenía pornografía ni publicidad.

¡Lástima que sólo haya sido un e-sueño! ¡Ojalá existiese —virtualmente— de verdad!

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