(Por tus visitas y por todos los relatos que pones al alcance de mi mano.

Espero que éste también sea de tu agrado.

Gracias Fernando. Y feliz cumpleaños)

Llegó mirando a ninguna parte, con los ojos llenos de sosiego, como buscando esconderse del paisaje. Puso sobre la mesilla de cristal, en riguroso orden alfabético, el cenicero blanco, las gafas para ver de lejos, las llaves de la casa y una taza de té con los bordes manchados de falta de sueño.

Ésta era la hora convenida, el momento del acuerdo con el mundo, el instante de reconciliación con la vida. Encendió un cigarrillo rubio, casi sin gana, como una liturgia aprendida que abría las puertas de un vaporoso edén. Dejando caer suavemente la espalda sobre la almohada, deshizo las horas tan deprisa como se desmorona la conciencia al primer contacto con otra piel desnuda.

Cruzó las piernas con la fatiga de un viandante que ha perdido el camino. Abrió el libro por la página señalada y lo cogió de un pellizco, con ternura, reteniendo en las manos el ímpetu aventurero de aquel pájaro de mil hojas que estaba a punto de volar.

Leyó mirando a ninguna parte, con los ojos llenos de sosiego, buscando perderse al otro lado. Leyó sin pasar ni una sola hoja, absorto, atascado en el mismo párrafo una y otra vez. Tres cigarros después, inmóviles en el cenicero, se hizo la noche y un escalofrío lo mandó de vuelta a ese mundo suyo de los que no se ahogan en una gota de sueño.

Se fue mirando a ninguna parte, con los ojos llenos de sosiego, como buscando esconderse de sí mismo y de los demás. Sólo dejó, recuerdo de su paso que encontrar a otro día, el silencio salpicando la luz de la mesilla y un cenicero redondo, blanco, estático, con tres impávidas y largas tiras de ceniza sin fumar.

Así es el fantasma que habita mis sueños. Esta noche, cuando vuelva, mirando a ninguna parte, intentaré reunir valor y preguntarle el título de ese libro que no está leyendo. Si acierto a conocerlo y puedo contarle el final, tal vez no tenga razón para volver y así, cada uno a su modo, por fin, los dos descansemos.

Pero no me molesta su visita, es como si lo conociera desde siempre. Ni siquiera la columna de humo que emerge del cenicero como una serpiente amaestrada me causa ningún estorbo. Pero es que tengo el vago presentimiento de que el único hilo que todavía le ata a este mundo es su curiosidad. Su curiosidad, y la mía por saber si es que allí, al otro lado, tampoco conviene fumar en la cama durante el insomnio.