Una colección de instantes

Preludio (Página 5 de 18)

Vino y chocolate

El mismo cielo que encendía la tarde y embriagaba más que el vino, el mismo cielo que dejaba espacio al sol para que calentara tu piel y entornara mis ojos hacia tu sombra, ha cerrado la noche con nubes de un agua que cae indecisa a mi alrededor.

Así es la realidad. Así ha sido siempre, impredecible y caprichosa, cuando quiere parecerse a la fantasía. Del sueño de tenerte dentro, de la imaginación de sentir tus manos, he pasado, en un momento, a ver tu risa de niña a mi lado.

Pudo ser somnolencia de alcohol, letargo inducido, amodorramiento interior o espejismo. No puedo saber si el tacto que tiene una ilusión puede confundir mis sentidos y enredar mi corazón. Es imposible comprobar si es que la fuerza de un deseo pueda conseguir una catarsis que altere las leyes del universo.

Quizás no hubo un remolino de letras danzando por el patio. Posiblemente, nadie levantó casas en las nubes para que las habitaran los mismos duendes que las harían caer con un soplo. Tal vez no era tu mano breve de niña traviesa la que derretía la belleza del chocolate amargo.

Miro las nubes que esta noche gotean silencio y pienso en el sol que doraba esta tarde tu rostro por debajo de las gafas. En la blanca palidez de una pared encalada que echaba chispas de fuego y que ahora supura cristales de agua que se pierden en hilos que apenas mojan la negrura. Y sé que, en contra de lo que parece, escondido en lo que se desvanece, siempre ha sido el mismo cielo.

Así es la fantasía. Así ha sido desde el principio de los tiempos, caprichosa e impredecible, cuando quiere parecerse a la realidad. Me perderé, una vez más, en tu risa de niña, en el vuelo de tu pelo, en la magia inverosímil de este cuento.

Y seguiré mirando al cielo, a este mismo cielo, sin querer saber si, esta tarde, tú me tuviste dormido o fui yo quien te tuvo despierto.

La lengua del viento

Aparece húmedo y tibio, el viento es una lengua que se engatusa en mi oído. Me extravía el cuerpo con el vello puesto de guardia y me hace escuchar el estruendo del mar cuando enrosca caracolas en alguna playa.

El viento es la lengua del azar, el idioma de lo imprevisto, que nunca se traduce hacia delante sino hacia atrás. Trae un instinto del poder de la mariposa que vuelve loca mi veleta y me empuja a girar letras que no me llevan a ningún sitio.

El viento es una lengua de mar que entra sin avisar y me pone a bailar abejas que zumban por el patio con un vals de ruido negro y amarillo. Me levanta a barlovento las alas escondidas, hincha mis velas agazapadas en la rutina y, de paso, como travesura inocente, me enturbia las gafas y me revuelve el flequillo.

Lame caminos en la piel de la tierra y hace cantar a las hojas porque, el viento, es una lengua remota de la que pocos han oído hablar. Y pocos saben escuchar su lengua inquieta que da vueltas, de habla incansable, que me entra y me sale por la boca del cielo y me deja sin aliento y sin saber hacia dónde volar.

Quiero decir, que tu lengua es el viento del azar que recorre montañas en mi pecho y escala por mi espalda un sendero de escaleras que me atraviesa el corazón por el medio y de par en par.

Y digo también que tu lengua es el viento que me duele en la cabeza, jaqueca de pasar sin detenerte, que curas mirando atrás, hacia el levante del deseo. Tu lengua es el viento que se engulle este fuego que me arde tan adentro que sólo se puede sofocar con los hilos de lluvia dulce que son tus besos.

¿Es que tú no sientes, embriagándote esta tarde en el viento de abril, ese rumor casi infantil de lenguas incontenibles? ¿O acaso tú no recuerdas, también, cómo se nos afilaba en la cara este huracán imposible de lenguas febriles y desatadas?

Orfebrería

Exactamente silencio era lo que había. Pero no esa clase de silencio que te corta la respiración y te zumba en los oídos con el aire de un arco en tensión a punto de soltar la flecha.

No, más bien era silencio ruidoso, de esos sin palabras, de esos en los que manda el grafito de las cabezas concentradas. Silencio de taller, en el que el sonido de las sillas y el papel girando sobre la mesa no te molesta para escuchar lo que piensas.

El niño de los ojos verdes, en un parpadeo de la mañana, me miró desde tan abajo como siempre para decirme, en su lenguaje, que tal vez música era lo que faltaba.

———¿Por qué no cantamos la canción de las luces?

La verdad es que no tenía previsto cantar en ese instante pero, además, me sorprendió la propuesta. De todas las canciones que alguna vez habíamos cantado, no recordaba que ninguna hablase de luces. Por lo menos así, especialmente.

———No sé qué canción dices. ¿Yo la he cantado?

———Sí ———me responde———, muchas veces. Era una canción para levantar las luces.

Mi cerebro de adulto gestiona los recuerdos de otro modo, más lógico quizá, pero menos fresco. Y gestiona la imaginación de otro modo, más absurdo quizá, pero también más atado a la realidad. No tenía ni idea de cual era esa canción sobre el asunto tan raro de «levantar luces».

Conozco canciones de animales, de estaciones, de corro y pasacalles. Estribillos de carnaval, canciones de excursión, cantinelas, trabalenguas, retahílas y, cómo no, las de las series de dibujos animados que salen en televisión. Pero, esa no me sonaba de nada.

———Sigo sin acordarme. ¿Por qué no empiezas a cantarla tú para que vea la que es?

———No me la sé ———y aquí me aplastó con su lógica aplastante———. Por eso quiero que me la cantes.

Entonces, al fondo, el niño de los ojos despiertos levanta la vista del cuadernillo y abre la sonrisa de empollón que se las sabe todas, al tiempo que suelta el lápiz sobre la mesa.

———¡Ah, ah! ———dice canturreando como para darse importancia——— Yo me la «sabo». Es una «mu» chula.

———Pues venga, cántala ———le dije yo, deseando salir de las ascuas y a punto de cavilar sobre cuestiones de edad y memoria. Pero el chaval tardaba en arrancarse y tuve que animar———. Vengaa… ¡Empieza hombre!… ¿O es que no te la sabes?…

Yo esperaba una canción infantil, un cuento a medias, una poesía trotona de soles y mariposas, la historia de una bombilla… Pero me tuve que agarrar a la silla para no caerme de risa cuando empezó a cantar:

———Annnn daaaaaa…. luu uu uu uu cessssss…. Leee vannnnn…. ta a a arossssss…

Cada paso que damos, cada segundo que transcurre, algo le ganamos a la vida. Pero, al mismo tiempo, también hay algo que vamos perdiendo, como el oro que, al labrarlo, va soltando esquirlas que eran, en sí mismas, tan hermosas como la medalla que resulta al final. Como una perla, que al bruñirla suelta esas capas adheridas que la hacían ser única entre todas, mientras que, ahora, es indistinguible de las otras que se esclavizan en el collar.

Nunca imaginé, cuando era pequeño y tenía toda la vida por delante para ser futbolista, médico o bombero, que acabaría siendo un orfebre que talla diamantes y ríe perlas.

Sirena

Practicando el aquí y el allí, he podido asomarme al río para ver su agua turbia y sentir su viento húmedo. Para observar, con ojos turbios también, la vida que me pasa de largo sin que yo pueda retener ni siquiera las gotas más cercanas.

La fuerza de la corriente sobre el azar del fondo forma resaltes, cordones, trenzas de agua que peinan el cauce. Los puentes parecen las manos de una sirena que deja caer sus dedos lánguidamente sobre el fluido que se empeña en llenárselos de anillos.

El viento agita la respiración mientras cala los huesos. Y aprieta en la garganta con el zumbido imparable de una soledad que te desdibuja del mundo. En la orilla, viéndolo correr sin descanso, no importa nada, sólo el río, sólo su tránsito persistente; tan sólo queda dejarse llevar por la corriente, por su energía descomunal y continua, que va haciendo navegar minutos por las manecillas, entre salpicaduras de agua.

Practicando el antes y el después, vuelvo a descubrir que no soy el mismo, que sólo soy un espejismo que se nutre de las costumbres adquiridas. Que no es que el mundo sea pequeño, sino que siempre llevamos a cuestas nuestro pequeño mundo y nos hace falta algo más que otro paisaje para salir de él sin perecer en el intento.

Porque practicando la realidad y el deseo, tristemente lo confieso, he podido saber que yo no he sido río, que no eran trenzas mis brazos. Como tampoco fueron nunca puente los dedos de tus manos.

Aunque sí te digo, lánguida y extraña sirena que siempre tuviste los labios en el mar y los pies en la tierra, que hay ojos por los que no quisiera, de ningún modo, pasar de largo como el agua turbia que todos los ríos se llevan.

Adolescente

La plaza del Pilar se esconde del río, pero no puede olvidar su aliento. Un soplo húmedo que la recorre intempestivamente, como queriendo barrer las hojas secas que nunca podrá tener el suelo sembrado de árboles de hierro que sólo florecen al oscurecer.

Ahora, en esta mañana de domingo de un abril tímido e incipiente, el sol insistente va arrebatando, despacio, el hueco que ocupaba hasta hace un momento la sombra de hielo en los bancos del lateral.

A pesar de todo, tengo que encogerme en el abrigo cuando deambulo por las calles estrechas que hacen del viento otro río, más real, más abierto, que va anegando los huesos y achicando los ojos al frío.

No camino hacia ningún sitio concreto, sino hacia una hora. Un paseo por el tiempo en su avance parsimonioso, tal vez, una pérdida o una derrota. Me dejo resbalar en los minutos que me llevan impaciente a dibujar círculos en la plaza. Buscando, a ratos, sol que ahuyente todas las sombras, especialmente, las que llevo a cuestas allá por donde voy.

Tiembla en el bolsillo la hora exacta de la cita, seguida de tu voz por dentro de mi oído. Me miro desde arriba, solitario en mitad de la plaza, paralelo al río con la mirada perdida, con la voz emisaria, con las manos vacías.

No encuentro qué decirte. La barba blanca que me rasco con la otra mano como arma defensiva no es garantía de madurez ni símbolo inequívoco de la edad. Es sólo un disfraz del que es difícil despojarse, pero que resulta evidente cuando, al otro lado, notas que no sé cómo hablar.

Sin él, como ahora, me resulta imposible no sentirme tan absurdo, tan simple, tan adolescente… Y quisiera crecer deprisa, en un instante, y llegar a hombre antes de que se agote la conversación y estruje el móvil en las manos para no tenerte que decir adiós.

Ansia de ventanas

El velo grisáceo que entra por el ventanal, el viento desapacible y espeso que aúlla incansable, el vaivén quejumbroso de los árboles en la otra orilla del mundo…

Este silencio acolchado en el aire, esta penumbra de ruidos que, cuando llegan enmohecidos, parecen no tener nada que ver conmigo…

Esta forma de empañarse los colores, la transparencia lejana de los recuerdos, que quieren mojarse en las gotas despistadas que van cayendo del cielo como sin agua…

Este transcurso viscoso de los minutos que parecen horas, el empeño solitario de volcar mi corazón en estas hojas del libro que va pasando por mí las páginas…

Las nubes de mi cabeza que me nublan en espiral, la manga larga de los espejos, lo impermeable de mi voluntad de no caer al vacío, la angustia de respirar el aire que necesito guardar para luego…

El octubre de mis ojos, este tenorio aterido que te susurra noviembres al oído para pedir comprensión. La nieve de las canas que se deja caer en diciembres sobre mis hombros y esta hojarasca de letras que se me van escapando entre los dedos a manojos…

Todo son avisos de que presiento el otoño, de que me tiene todavía inmerso, que voy un paso atrás en el camino… Todo son señales de freno, síntomas de frío, rasgos comunes de que hay suelto algún loco con el corazón entumecido…

En esta tarde interminable y gris de primavera, no acierto a saber, cuando mi espíritu se atraviesa con un ansia de ventanas, si es que me estoy contemplando por dentro o si sigo sin gana, mirando hacia fuera.

Encaje

Escoge de la caja de costura, al azar, una bobina de hilo. Cada vez corta un trozo de longitud diferente, desconocida, y enhebra la aguja con decisión, mojando mucho la punta, haciendo traspasar el cabo tan húmedo por la abertura, que parece que el ojo de la aguja da a luz y el hilo llora al traspasar el umbral.

Si hubiera líneas predispuestas, dibujadas, decorando la tela, no cambiaría nada. Porque su vista cansada, que es al mismo tiempo albedrío e incertidumbre, nunca las respetaría, por costumbre. Por eso clava la aguja en un punto impredecible del tejido.

Borda, hilvana, zurce. Pespuntea. El metal salta en la tela como un delfín que juega en el mar a saludar estrellas. El hilo deposita su propia esencia en el rastro que deja, paralelo, oblicuo o curvo. A veces, desenredado y, a veces, repleto de nudos.

Así se va formando el dibujo. Entreverando colores en los caminos, rellenando espacios, marcando trayectorias, revolviendo hilos. A ratos, la aguja sube a las nubes y, cuando se tensa la hebra, vuelve a hundirse en el fondo para perderse entre tinieblas; de donde, a veces, para salir, nos guía el dolor del dedo corazón.

Pero la hebra se acaba, antes o después, esté terminado el dibujo o no; y hay que cortarla para enhebrar otro hilo. Parece sencillo, basta un gesto raudo, un pulso firme, un mordisco, y todo termina con un último suspiro.

La vida que nos teje nos tiene pendientes de un hilo, bordados en su bastidor redondo del mundo. Y yo quisiera mano de hilandera, en este preciso instante, para seguir bailando encajes con el tuyo.

Se busca Musa

Se busca Musa con premura, me urge encontrar estímulo. En adelante se detallan los pormenores necesarios para el delicado desempeño que ha quedado vacante.

Debe ser breve en apariencia, esbozar lo que no muestre y dejar ganas de más cuando se despida. No importa si le gusta mirarse al espejo, siempre que no haga caso de lo que ese infame le diga. Yo mismo me encargaré, puntualmente, de hacerle saber que está divina.

Imprescindiblemente, debe ser abierta de mente y dementemente abierta de corazón. Practicante convencida de abrazos compulsivos y meticulosos, que no necesiten pretextos bienintencionados ni efemérides de agenda y que no dependan, en general, de cualquier suerte de buenos modos.

Su aspecto mundano no es trascendente, aunque prefiero que tenga la piel suave por si surgieran, inesperadamente, asuntos de índole concupiscente y noctámbula. Que no sea sonámbula, por favor, que no hable en sueños; es mucho mejor, en estos casos, que prefiera soñar mientras hablamos.

Da igual el color de sus ojos porque pienso perderme en ellos de todos modos. Como acabaré adorando su voz y echando de menos sus manos cuando no floten a mi alrededor.

Es imprescindible que no le tenga miedo a las alturas. Generalmente suelo volar bajito y no debería haber problema. Pero es porque, bueno, según la compañía, ya saben, a veces, uno se esmera.

No ando nada bien de plata y por ende, interesadas, abstenerse.

Y tengo edad suficiente para saber que, en esta vida tan terca, se busque lo que se busque, al final se encuentra lo que se encuentra. Por eso confieso que, todas las anteriores preferencias, sólo son una argucia para llamar la atención de posibles musas convictas o confesas.

Pero lo que sí agradecería, muy sinceramente, es que, antes de personarse en mi vida para ultimar las pequeñas cosas, se dejara convencer y, algunas veces, se me apareciera tal y como yo me la estoy imaginando ahora.

Cerrando

Cansado, terriblemente cansado, agotado hasta la extenuación, estoy delante del teclado sin saber bien por qué.

Los párpados se rebelan a la luz de la pantalla que tengo enfrente, y noto mis pupilas inertemente planas. Los dedos se mueven autómatas, como si tuvieran cibervida propia, y no consigo saber hacia donde me llevan.

En esto, deja de oírse el ruido de las teclas, resbala mi cuerpo desmadejado sobre la espalda del sillón y tu imagen nebulosa se acerca a darme las buenas noches. Es la hora, estoy seguro, de perder la memoria volátil.

Pero antes, al apagar los aparatos, en un último esfuerzo que me cuesta tres bostezos y cuatro «hala, vamos», noto que un dedo me pulsa el botón del ombligo. Miro a la pantalla somnolienta hasta que se ajustan las pupilas y leo con sorpresa el mensaje que está escrito debajo de mi foto: «Windows te está cerrando…»

Y mientras apago los ojos, lo último que consigo es emitir un ruidito: din din don dinnn.

Anzuelo

La noche fría y la luna llena han salido a pescar, a aprovechar la tormenta que revuelve la mar y airea sentimientos escondidos en la marea de los deseos que vienen y van, sin tregua, como olas empecinadas, insistentes y conspicuas.

Lo sé porque sigo atrapado en la red, perdidamente encontrado, boqueando versos por las agallas que no tengo, redondeándome los ojos en lo cuadrado de las pantallas. Y perdiendo escamas, se me va descarnando la piel dejando que salgan caricias pasadas de quienes, vete tú a saber, tal vez no supe querer a tiempo y con ganas.

Dulce tormento volver a sentir los anzuelos que no supe que había mordido hasta que no conseguí poner los pies en el suelo y noté, sorprendido, que me faltaba el aire que sobraba en la música del agua. Suave penitencia la de recordar miradas, la de volver a sentir besos perdidos, y ponerlo todo en cajas, entremezclando hileras de hielo y palabras.

Pero hay que saber que no todo el pescado está vendido. Siempre volvemos al mar porque, incluso después de estas noches tan viscosas y largas, la trama de la memoria abre agujeros en su red por donde, al final, tarde o temprano, todos los peces se escapan.

Y aunque me rompió el corazón, en honor a la verdad, tengo que declarar que tu anzuelo no dolió hasta que cortaste el sedal y me di cuenta, tendido sobre la arena, que es otro de los que no me quiero sacar.

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