Una colección de instantes

Preludio (Página 4 de 18)

Mandala

Sólo arena llevo en las manos, para empezar a dibujar. La transporto lejos llevándola cerca, trazando secuencias que se dispersan impregnando mi propia sustancia en su volatilidad.

Vivo en tus ojos una luz distinta, esfera de vida que me empuja hacia adentro. Al acariciarte traspaso el primer círculo, tu piel es la puerta que da paso el siguiente reino. Recojo colores en tus senos, revuelvo estrellas en tu vientre, mezclo aromas en tu sexo. Derramo el reclamo de la simiente y, al verterme, en lugar de vaciarme, me siento lleno.

Ahora estoy dentro, he traspasado el umbral de lo visible y dejo atrás el segundo reino de los cuatro elementos. Agua de fuego cobijo en mis manos cuando, suavemente, las pierdo en tu pelo. Tierra de aire son tus caderas cuando se aferran a mis dedos y corre por ellas la vida en un galope convexo.

Entonces me inundas en la selva fértil de tu pensamiento. Se abre la muralla del tercer reino de lo intangible. Habito en tus sueños más imposibles y sueño con ellos a la vez que los veo indescifrables desde lejos. Se rompe el espacio en mil pedazos y ya sólo existimos en el tiempo.

Tu yo se acerca a mi yo gemelo, atravesando las vísceras, invadiendo los huesos, conduciendo la sangre hacia lugares concretos. Se abducen los karmas y se funden los espíritus, poco a poco, en un proceso tan lento y sutil como el que comienza con latidos y termina con versos. Trascendemos despacio hasta las colinas del último reino.

Entonces, cuando ya sólo nos faltaba un instante, un último suspiro, cuando mi corazón estaba a un milímetro del tuyo y no quería ni sabía irse, un soplo del viento frío de la boca del azar revuelve el dibujo, deshace el trazo de la arena y volvemos a estar a más distancia que al principio.

Pero no estés triste al pensar en lo cerca que estuvimos. Alégrate, porque ni tú ni yo volveremos a ser los mismos. Porque la vida es un mandala, perdurar no tiene sentido.

Sólo arena me queda en las manos. Para volverte a dibujar hasta el infinito.

No es nada

¿Te he hablado alguna vez de la tristeza? No sé, así, sin querer recordar demasiado adentro, sin ni siquiera apartar los diques que la memoria construye para protegernos… mmm… creo que no.

El caso es que vivo en mi propia montaña rusa y ya sabes que puedo cambiar de saltar entre las nubes a levantar el polvo del suelo en un solo vuelo. De flotar a ras de cielo y notar en el estómago una inquietud de mariposas puedo pasar, en un instante, a notar vértigo, corcho en los oídos y un vacío bajo los pies que me asusta de las sombras.

Soy melancólico muchas veces y, muchas más, nostálgico. Los hilos que estira el ayer me vuelven la vista y busco en ellos las pistas que me ayuden a crecer. Pero no, no, no me asalta nunca la tentación de volver y esquivo como puedo las aristas de todo aquello que casi, pero no fue.

No soy romántico, ni resulto nada empalagoso —¡bueeeeno! ¡pues a ti sí!—. En cambio, sí que me confieso sentimental, hieráticamente sensible, con tendencia al insomnio y lunático desde que nací, o puede que incluso antes.

Mis cambios de humor son inquietantes e impredecibles, pero… ¿tanto como triste?… no recuerdo. Ni siquiera sé lo que significa eso. Contigo nunca existió esa palabra en mi diccionario.

Claro que, ahora que ya no te asomas por aquí… dices que estoy ausente, «enmimismado» y con la cara ojerosa. Que escribo peor y siempre sobre las mismas cosas. Pero, ¡qué va!, eso no es tristeza; en todo caso, mediocridad.

No es nada, puedes estar tranquila, no te preocupes por mí. Es sólo que al irte, me dejaste con una indigestión de mariposas de colores. Y ya sabes que, si no me cantas por las noches, me cuesta un poquito dormir.

Humor

Puede que se exprese con frases grandielocuentes que buscan celebridad o con comentarios incompletos que salen improvisados cuanto se contempla lo leve del transcurso de la vida. O cuando se minusculizan los conceptos rimbombantes para bajarlos de la tribuna y dejarlos a pie de calle.

A veces está en el gesto que se emite, en el tono en el que se habla, en el absurdo que se recupera o en lo inapropiado del contexto. A veces, claro, también está en la palabra, en la rima escondida, en el tabú zarandeado o en el estrambote contorsionado de una risa.

Suele estar en el doble sentido que tienen las cosas, en la perplejidad que sucede al desconocimiento, en una especial amargura que destila o en la ironía que hace saltar las alarmas del pensamiento.

El humor es una sustancia invisible capaz de rellenar el mundo por sí sola y sin más aditamentos que la imaginación de buscar lo imposible. El humor abre puertas, sana heridas, es el abono perfecto para que florezca la empatía.

No estoy hablando de los eruditos de la chistología; ni de la «graciosidad» de quienes creen en la humillación de las bromas, ni de la chabacanería de la carcajada gruesa y el resbalón de plátano.

No, no me refiero a nada de eso. Ni siquiera estoy hablando de la alegría, ni de la gracia, ni de la simpatía, ni de la amabilidad, ni del buen humor. ¡Qué va! El sentido del humor es completamente distinto a todo eso aunque, es posible, puede que tenga algunos rasgos compartidos.

El humor es el sexto sentido, el sentido de la vida. Es una filosofía completa, una manera de enfrentarse al mundo. Es la única forma de ver más allá de las cosas y contemplar todas las caras de la realidad y también las de la fantasía. Es un signo de inteligencia que amuebla cabezas, como un radar que evalúa quién está en la misma onda y lanza mensajes terrícolas de complicidad.

Es el único pegamento duradero que mantiene unidas a las personas a través del tiempo. Es el «or» más difícil pero también el más sincero, el único que no se puede fingir. Además, convendrán conmigo, es el único hechizo verdadero, porque puede convertir en atractivo a cualquier adefesio sin que sus efectos caduquen a medianoche.

Además es adictivo, muy barato y, aunque necesita grandes dosis de imaginación, no consume mucha energía. De hecho, —y si no lo han probado, deberían, ahora que están en edad— se puede hacer el humor muchas veces al día y sin necesidad de intercalar cigarrillos.

A esta hora

Esta es la hora exacta, el día concreto, el número preciso. Todas las noches, a esta hora, un eco de tu voz me lleva de la mano siempre al mismo sitio.

Tú estabas allí, donde yo todavía sigo. Porque sigo teniéndote aquí, cerca del corazón, desde donde me miran tus ojos clavándose allí, en la dulzura honda del recuerdo que revienta en el pecho que apreté contra ti.

No puedo evitar, a esta hora, viajar de puntillas cuando me mira la luna que me abrió el camino de la noche. Ni puedo controlar este qué sé yo doloroso que me aflige la respiración de tanto contenerla esperando que sea tu boca la que me de el aire que necesito.

Porque besarte fue, tal vez, dibujar el paraíso. Perder la noción del sueño, navegar en un remolino, tirar miguitas de cielo para recordar después el camino aun sabiendo que no es posible dar marcha atrás en el tiempo. Besarte fue, quizás, encontrar la salida del laberinto.

A cualquier hora habitas sueños que empiezan en prosa y acaban en verso y no acaban sin haber antes empezado de nuevo. Pero, a esta hora, tú sabes bien por qué lo digo, la ausencia tenue de tus manos se multiplica por cinco.

Quizá el azar tenga a bien concederme, algún día, otro beso, otra vida, otro hilo. Entretanto, a esta hora, duermo siempre con tu voz bordada en mis tímpanos.

A esta hora, aquí estoy, pero allí sigo.

Centinela

Desde el comienzo, o quizás desde antes, su misión ha sido siempre la misma. Una espera inquietante, una observación meticulosa, una existencia que desafía todas las leyes de la soledad y la paciencia.

No sabe más que lo que ha aprendido. Empezó con la mente en blanco y un único objetivo. Y todo ha sido ver, aprender, ordenar, distinguir, almacenar.

Ha visto romperse galaxias bajo el influjo maléfico de las mismas supernovas que ya antes había observado nacer. Ha contado las estrellas de este lado del universo, pero no como un poeta que escribe versos buscando el alma de las cosas, sino como un geógrafo que mide, exactamente, la profundidad de un abismo.

Ninguna criatura escapó a sus ojos, su misión lo requería. Siempre inerte, inconmovible, agazapado en el infinito mirando de lejos todos los hechos con mente precisa y registrando hasta los más mínimos movimientos.

Aún le esperan agujeros negros en Vulpecula, terremotos en Júpiter, cráteres en la Luna. Tendrá que ver como nacen delfines ciegos en la India y como aparece la vida en una recóndita galaxia. Sus sondas captarán el ruido infinitesimal que hace un virus letal vertiendo su ADN en la membrana osmótica de su víctima.

Lo ha visto todo, su misión es estar al tanto del universo. En su memoria hay tantos mundos, tantos crones, tantas maravillas… Ha visto tantas vidas, tantas criaturas, que hoy está perplejo y aturdido con el suceso.

Sus pantallas han parpadeado una millonésima de tris (tiempo real independiente del sujeto) cuando registraba la desaparición de una sola entre tantas criaturas. Tal vez, un fallo del programa que lleva eones funcionando sin error. O una interferencia gaussiana de onda fractal de las que no son nada habituales alrededor de esta galaxia tan joven.

Y cómo no sabe por qué, esa es su misión, revisa todos sus mecanismos esperando encontrar el motivo de ese extraño comportamiento. Aún le quedan algunos siglos para emitir La Señal. Recupera el registro de extinciones, calcula el momento preciso de la anotación en su sistema y cruza sus infinitas bases de datos infraatómicas.

Entonces, al revolver sus registros, encuentra el apodo de la criatura. Cuando su memoria de quartzs traduce a campos de fuerza las palabras terrícolas «Arthur C. Clarke», inesperadamente, sin motivo, El Centinela se estremece y deja escapar un suspiro.

Quizá esa sea, precisamente, La Señal. Y tan sólo estemos a una eternidad de recibir La Respuesta.

Latente

Desde aquí, veo deambular pasajeros que cambian de trenes llevando a cuestas equipajes voluminosamente llenos de arena de su propio desierto. Miro impávido sus pasos desconcertados, que no saben si hacer caso al instinto básico de permanecer estáticos o a la pulsión inextinguible que nos empuja a cambiar de tiempo y espacio en cada tictac del corazón.

Algunas de esas personas, se alejan de mí sin decir palabra o, lo que duele más, dicen adiós con el imposible en la boca de conservarme a la misma distancia que cuando dijeron hola. Otras giran, sin parar, en su propia órbita, equidistando la longitud de su onda con mi centro escurridizo de gravedad.

Y, en este baile de abejas sin colmena, de tanto en tanto, alguna se me acerca hasta traspasar con letras el límite difuso que separa el aquí, el allí y el más allá. Para dejarme la sensación, que no sé si es real o imaginaria, de haber existido un instante en alguna anomalía fronteriza entre el trozo de sueño que llamamos vivir y la parte de vida que consiste en soñar.

Un instante que nos desubica del mundo cuando la memoria lo agiganta o lo achica, lo revuelve y lo transforma sin piedad, siguiendo su propia voluntad insondable, quién sabe si espiritual o tan sólo neuroquímica.

Un paseo único, minúsculo, por la voz de otra vida contigua y tan frágil como la mía. Un instante que hace crepitar el hielo que se me acumula sobre los hombros encogidos al frío de la existencia, en capas sucesivas de soledad.

Pero aquí, latente, esperando que el deshielo del tiempo acabe con el invierno de mi corazón, no puedo evitar la dolorosa sensación de estar anclado, de ir en un tren que no viaja, de no ser yo quien se mueve.

Sino que es la vida, esta otra vida, a donde parece no llegar nunca la primavera, la que, de vez en cuando, me va cambiando el decorado de la estación en la que ahora estoy parado… latente… mirando siempre hacia fuera.

Brillares

El ruido de la mañana se amortigua en los álamos cuando me encuentro y me pierdo entre los chinos del patio. Los duendes, entretanto, inventan mundos imaginarios en los que es difícil entrar sin el pasaporte de la fantasía desbocada.

Yo los miro ausente, inquieto, azotado por una extraña melancolía de ramas que verdean con hojas chiquititas y que se doblan al viento incómodo que viene del río.

El sol juega al escondite con las nubes, que cambian rápidamente de sitio para que no las encuentre. A veces, entre partida y partida, se para el aire y el sol encandila como una primavera asomada al horizonte.

Entonces llega el duende más alto, gritando mi nombre, seguido de su cohorte de ojos fascinados por el maravilloso suceso. Al llegar a mi altura, en mitad del patio, me enseña la palma de su mano ahíta de escarbar en los chinos, mientras los demás hacen gestos que atestiguan la veracidad del milagro.

——¡Mira! ¡Me han salido «brillares» en la mano! ———dice gritando con todas sus fuerzas como si estuviese al otro lado del río, como si nos separase un huracán de distancia.

No he podido menos que sonreír ante la contundencia del anuncio y la belleza de la palabra en unos labios tan diminutos. Y, efectivamente, en su mano relumbraba el sol en el polvo de cuarzo de la grava que se le había quedado adherido.

———¡Vaya! Tu mano es mágica ———que es una verdad de la que no me cabe ninguna duda——— y con ella puedes sembrar estrellas. Pero tendrás que tener cuidadito para no perderlas.

Siguieron su paseo triunfal, enseñoreando «brillares» y abriendo bocas al asombro en todas las criaturas que transitan por la magia de la vida con pasos todavía pequeños. Hasta que al final se acabó el tiempo imaginario y las manecillas del reloj nos convencieron para recoger los trastos y ordenar la fantasía en una fila.

He seguido dándole vueltas a la palabra durante toda la tarde. Me he revisado mil veces, buscando en mis manos la marca de sembrador de estrellas, por si encontraba pistas de en donde me las dejé. Por si todavía, rebuscando, pudiera encontrar alguna.

En este otro patio de mi vida, ahora languidece la noche apenas sostenida por la luna. No, por mucho que busco, no encuentro «brillares» en mis palmas. Debe ser que se me cayeron todas las estrellas y las perdí para siempre en las tantas veces que sacudí las manos para decir adiós.

Y no puedo evitar la duda sombría de si el duende más alto también las perderá y se preguntará algún día en donde las dejó. Como yo estoy haciendo ahora, en esta noche tan fría para el corazón.

Costumbre

Es tiempo solitario el de la tarde que se cierra, el del cielo que se empaña a gris, el de las pupilas que se abren buscando la luz escondida en poniente. Pero a mí me gusta ese instante de luz tenue, ese lapso de tiempo en que el hilo blanco y el negro consiguen llegar a un acuerdo de apariencia.

Ese es el momento geodésico de voluntad más perezosa, cuando comienzan todas las inmersiones melancólicas en el horizonte. Ese es el punto que siempre elijo para empezar mis viajes al infinito y hacer cabriolas en el aire.

Porque, entonces, a nadie hago daño cuando vuelo todo lo alto que puedo. No sufren de vértigo mis pasajeros en el despegue, ni tienen que aprenderse las salidas de emergencia de mi sueño, ni importan los pies de altura cuando alcanzamos juntos la velocidad de crucero.

Ni siquiera tú sabes cuándo te invito a surcar mis sueños. Ni siquiera yo sé, qué forma tendrán las nubes que atravesaremos. Pero ambos sabemos, que no hay que abrocharse el cinturón, que es mejor dejárselo suelto; que no habrá más turbulencias que las que dicte el deseo, las de mis manos ansiosas, mariposas de dedos que te acarician al vuelo y aterrizan en tu piel.

Hace ya tiempo que adopté esta costumbre gozosa de soñar despierto, aunque sé que puede parecer rara. Me impulsaron aquellas palabras tuyas. Era ya tarde, de madrugada, y yo sólo te dije la verdad de mi mente pastosa: que no es posible dormir cuando se está contigo, ni siquiera un poco.

—Y a tu lado —me respondiste con un piropo—, es imposible no soñar.

En eso confío cuando entorno los ojos a la luz de la tarde que se va apagando. En que sea imposible soñar y no seguir a tu lado.

Perdido

El viaje fue un laberinto de calles, una mala jugada de la memoria. Pensé que recordaría fielmente el camino por el que me llevaste, creí tener tu hilo en mi mano. Pero no supe ver que estaba perdido.

Me dí cuenta tarde de que, aquella vez, yo no miraba otro paisaje que el tiempo que nos reunió. Que no tuve más hilo que el de tu voz. Que no quedó en mí más trayecto que los dos últimos pasos de baile que dí antes de abrazarte.

En mitad de aquella plaza desnuda me sentí perdido. Fugitivo, atado al teléfono como salvoconducto, extraño en un decorado desconocido, solo en medio de una nada rectangular e indiferente. Y sin embargo, insólitamente alegre.

No te reconocí hasta que la miopía no descorrió su velo y el punto negro que vi moverse acabó convirtiéndose en un tú sonriente y tierno. Yo seguía perdido, desubicado, perennemente expulsado de todos los paraísos. Preguntándome insistentemente qué era lo que hacía allí. Y sin embargo, inexplicablemente alegre.

El soplo de noche que me prestaste fue un suspiro. El trozo de vida que me dejaste compartir fue una prueba palpable, estoy seguro, pero no sé bien de qué. Tu mano en mi hombro me hizo atravesar la insondable frontera del tiempo y refrescó tus últimas huellas, las que nunca quiero perder.

Yo estaba perdido desde el principio, me ganaste y perdí, y aunque me fui perdiendo mientras te oía decir que cuando volveríamos a vernos, no supe más que perderme superponiendo recuerdos en la gran pantalla de lo que viví.

El retorno fue un laberinto de calles, una sopa de letras, un crucigrama de señales. Cada cruce anunciaba mi extravío, en cada plaza irreconocible renovaba mi desvío. Anduve descaminado y errante hasta que el azar se apiadó de mí y pude ver, en vuelo rasante, el cartel adecuado que me indicó el camino de regreso al aquí.

Tan alejado estaba, tan aturdido fui, que cuando por fin llegué a casa, comprobé tácitamente que aunque ya estaba aquí, antes estuve allí perdido y alegre. Lo más extraño de esta perplejidad inconsciente es que todavía hoy me siento perdidamente alegre.

Y todo por volver a verte. Como tú decías, espero pronto nuevas averías.

Quinientas cincuenta y nueve

Para poder mirar atrás y que salgan redondas las cuentas, no hace falta más que esperar el número oportuno, la conjunción precisa de los planetas, la exactitud de los ciclos.

Y entretanto, vivir o, mejor dicho, ir viviendo. Combinar los momentos en los que falta el aliento con aquellos otros en los que el mundo se detiene un instante. Levantarse y caer, perderse y perder, encontrar otra vez el camino. Conmover y ser conmovido.

Hace exactamente un año que nadie lo supo, del mismo modo que ahora todo el mundo lo ignora. Porque es difícil verlo desde estas letras que no llevan la cuenta exacta de los calendarios. Su misión es otra, más profunda y, sin embargo, más sencilla.

Pero para poder adivinarlo hubiera sido necesario asomarse más adentro. Romper la frontera del espejo, atravesarla por un resquicio y mirarme de lleno. Entonces se podrían haber entrevisto las canas que dan el testimonio de una vida, la frente despejada que acumula sol en el fragor de la melanina, la barba blanca que insiste en parecer siempre recién salida.

Entonces se hubieran presentido las quinientas cincuenta y nueve lunas que han pasado por mis ojos a la velocidad de un rayo incesante. Podrían revelarse los dardos recibidos por la palabra y esta pluma efervescente que hace cosquillas a los recuerdos para que se conserven.

Camino llevando dentro mi propia suerte, continuo mirando atrás, de vez en cuando, para reconocerme y saber por donde piso. Persigo seguir amando con mayúsculas las cosas minúsculas que me ofrece el azar. Pero, sobre todo, sigo necesitando saber que estás ahí, aunque, como en este instante, no tenga nada interesante que decir.

Quiero exprimir mi tiempo, notar cada segundo que me atraviesa. Seguir volando cometas mientras navego todos los mares con los pies en la tierra. Y buscar la ternura que alimenta esta lucecita, esta vida que vivo de letras que, de tanto en tanto, me recuerda que no soy yo. Que aún no soy yo.

Tu voz es el hilo del que tiro para salir indemne del laberinto. Pero, hasta ahora, no se le había ocurrido a mi corazón que, tal vez, también mi voz pueda ser tu hilo. Por eso te presto este trocito, para que, si alguna vez nos encontramos perdidos, no sea nunca en la traducción.

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