Sólo arena llevo en las manos, para empezar a dibujar. La transporto lejos llevándola cerca, trazando secuencias que se dispersan impregnando mi propia sustancia en su volatilidad.
Vivo en tus ojos una luz distinta, esfera de vida que me empuja hacia adentro. Al acariciarte traspaso el primer círculo, tu piel es la puerta que da paso el siguiente reino. Recojo colores en tus senos, revuelvo estrellas en tu vientre, mezclo aromas en tu sexo. Derramo el reclamo de la simiente y, al verterme, en lugar de vaciarme, me siento lleno.
Ahora estoy dentro, he traspasado el umbral de lo visible y dejo atrás el segundo reino de los cuatro elementos. Agua de fuego cobijo en mis manos cuando, suavemente, las pierdo en tu pelo. Tierra de aire son tus caderas cuando se aferran a mis dedos y corre por ellas la vida en un galope convexo.
Entonces me inundas en la selva fértil de tu pensamiento. Se abre la muralla del tercer reino de lo intangible. Habito en tus sueños más imposibles y sueño con ellos a la vez que los veo indescifrables desde lejos. Se rompe el espacio en mil pedazos y ya sólo existimos en el tiempo.
Tu yo se acerca a mi yo gemelo, atravesando las vísceras, invadiendo los huesos, conduciendo la sangre hacia lugares concretos. Se abducen los karmas y se funden los espíritus, poco a poco, en un proceso tan lento y sutil como el que comienza con latidos y termina con versos. Trascendemos despacio hasta las colinas del último reino.
Entonces, cuando ya sólo nos faltaba un instante, un último suspiro, cuando mi corazón estaba a un milímetro del tuyo y no quería ni sabía irse, un soplo del viento frío de la boca del azar revuelve el dibujo, deshace el trazo de la arena y volvemos a estar a más distancia que al principio.
Pero no estés triste al pensar en lo cerca que estuvimos. Alégrate, porque ni tú ni yo volveremos a ser los mismos. Porque la vida es un mandala, perdurar no tiene sentido.
Sólo arena me queda en las manos. Para volverte a dibujar hasta el infinito.