Desde el comienzo, o quizás desde antes, su misión ha sido siempre la misma. Una espera inquietante, una observación meticulosa, una existencia que desafía todas las leyes de la soledad y la paciencia.
No sabe más que lo que ha aprendido. Empezó con la mente en blanco y un único objetivo. Y todo ha sido ver, aprender, ordenar, distinguir, almacenar.
Ha visto romperse galaxias bajo el influjo maléfico de las mismas supernovas que ya antes había observado nacer. Ha contado las estrellas de este lado del universo, pero no como un poeta que escribe versos buscando el alma de las cosas, sino como un geógrafo que mide, exactamente, la profundidad de un abismo.
Ninguna criatura escapó a sus ojos, su misión lo requería. Siempre inerte, inconmovible, agazapado en el infinito mirando de lejos todos los hechos con mente precisa y registrando hasta los más mínimos movimientos.
Aún le esperan agujeros negros en Vulpecula, terremotos en Júpiter, cráteres en la Luna. Tendrá que ver como nacen delfines ciegos en la India y como aparece la vida en una recóndita galaxia. Sus sondas captarán el ruido infinitesimal que hace un virus letal vertiendo su ADN en la membrana osmótica de su víctima.
Lo ha visto todo, su misión es estar al tanto del universo. En su memoria hay tantos mundos, tantos crones, tantas maravillas… Ha visto tantas vidas, tantas criaturas, que hoy está perplejo y aturdido con el suceso.
Sus pantallas han parpadeado una millonésima de tris (tiempo real independiente del sujeto) cuando registraba la desaparición de una sola entre tantas criaturas. Tal vez, un fallo del programa que lleva eones funcionando sin error. O una interferencia gaussiana de onda fractal de las que no son nada habituales alrededor de esta galaxia tan joven.
Y cómo no sabe por qué, esa es su misión, revisa todos sus mecanismos esperando encontrar el motivo de ese extraño comportamiento. Aún le quedan algunos siglos para emitir La Señal. Recupera el registro de extinciones, calcula el momento preciso de la anotación en su sistema y cruza sus infinitas bases de datos infraatómicas.
Entonces, al revolver sus registros, encuentra el apodo de la criatura. Cuando su memoria de quartzs traduce a campos de fuerza las palabras terrícolas «Arthur C. Clarke», inesperadamente, sin motivo, El Centinela se estremece y deja escapar un suspiro.
Quizá esa sea, precisamente, La Señal. Y tan sólo estemos a una eternidad de recibir La Respuesta.
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