Una colección de instantes

Preludio (Página 17 de 18)

Fricción

Las nubes aún rozan sus vientres blancos por entre los picos de la montaña que hay enfrente, dejando en ella un aspecto mudo y fantasmal, como de sábanas que se secan a la intemperie.

El frío se restriega en los cristales empañados, salta a las manos, a los huesos, y se queja resbalando hasta los pies. Pero trae también, en su abrazo, una inquietante sensación de viveza, un contraste de temperaturas antagónicas que se mezclan en un solo tacto, en un único temblor.

¡Qué silencioso está el patio! Ahora que la tarde borra límites y se confunden el cielo, las nubes y la nieve en lo más alto del paisaje, recuerdo cómo yo mismo me frotaba contra aquellos ruidos de aire que trajo la lluvia, para borrarme el miedo de los resquicios abiertos en el corazón.

Pero la noche no espera, se ha vestido de hielo y no queda más remedio que huir. Huir del silencio del patio hacia el confortable estrépito de los troncos, del blanco arisco de la nieve lejana, hacia el rojo incandescente del fuego. De la mirada perdida en el horizonte, al universo del fondo de tus ojos.

¡Cuántas veces te he tenido sin ti! Y, sin embargo, ahora que estás a mi lado —qué extraño desconsuelo el de este frío—, ahora que te tengo conmigo, te sigo echando de menos.

Algo hay en la suave fricción de la carne, en el entramado sutil que superpone los espíritus, en la intersección cóncava del tiempo y del deseo, que deja huecos perpetuos sin rellenar. Huecos perdidos para siempre y que sólo el frío, este inmenso y sólido frío que aparece algunas noches de compañía, inexplicable y fríamente, revela.

Complicidad

Ahora, por fin, acabo de entender este verso innombrable de la magia blanca.

Jugábamos… ¿A qué? ¡Ah, sí! A las adivinanzas. Me fuiste relatando todos mis pensamientos, de uno en uno. Pero yo no quise que acertaras.

En cambio, después, la veleta giró contra el viento, la moneda salió cruz y empezaron a palpitarme los ases de la manga. Entonces, apenas sin dilación, fallaste cuando menos quería que te equivocaras.

Lo he entendido por fin, a las malas, pero bien entendido. No es el mago el que adivina, no depende de su tacto, ni de su habilidad, ni de destrezas que vayan más allá de lo normal.

No, no, ¡que va! Quien tiene que concentrarse, quien emite las señales elocuentes, quien decide el signo de la ilusión, no es el mago. El verdadero hechicero, quien decide si se adivina, siempre es el cómplice.

Juguemos otro rato y te lo mostraré. Ahora, por ejemplo, detente un momento y averigua en qué estoy pensando. O en quién.

¡Exacto! ¡Muy bien! ¿Lo ves? ¿Entiendes ahora por qué soy yo el que te ha acertado?

Y si no lo captas… ¡mejor! Así podemos seguir jugando.

Confines y confidencias

En un confín del corazón, allá donde la memoria pierde su buen nombre y se transforma en obsesión, guardamos las razones que nos han hecho ser como creemos ser.

Un poco más allá, a salvo de delaciones inoportunas, donde la amnesia ha pasado de ser extravío a convertirse en amnistía, tenemos las llave de todas las confidencias que han hecho que los demás crean que somos de este modo.

No sé acechar. No practico el oficio de espía, ni tengo modos de preceptor, ni me acerco siquiera hasta el grado de sensei.

Todo lo que sé de ti, incluso lo que tenía previsto saber, lo he aprendido de tu boca. Del tiempo inocente de las confidencias a medio gas, de los gestos delatores de las metáforas, de las lágrimas que se resuelven en sonrisa o suspiros que incumplen las cláusulas de privacidad.

Esta intimidad sin pesquisas es lo más hermoso que me has dado. Quizás lo único que no se extinga y me sirva como bálsamo invisible contra el roce imparable de los confines de la vida.

Si alguna vez te dibujas una ventana en el corazón para que corra el aire, para que salga el humo, para que la lluvia suene en los cristales al paso de una a otra estación, me gustaría pedirte que me regales el lápiz con el que te la pintes.

No soy espía, sino confidente. No voy a asomarme si tú no me llamas. Pero quiero poder tener en mis manos ese lápiz y apretarlo con fuerza para saber, así, que la ventana existe.

Y, tal vez, en un umbral, aunque soy muy mal dibujante, calcar con él mi corazón cursi y cobarde.

Cuestiones de pertenencia

La literatura, como la confidencia, incluso puede que como el amor, siempre es cosa de dos.

Quien escribe pulsa una nota. Una nota sugerida, que no exacta, y que, aunque tenga coordenadas precisas en un pentagrama real o imaginario, nunca es del todo objetiva.

Vibra el mensaje, se desgrana en el aire, rebota en otras notas, en las esquinas del papel y avanza por los renglones. Te busca y me encuentra a la vez.

Se escribe la partitura sin saber la emoción que pondrá el dedo violinista en la cuerda que se pulsa. Se lee sin controlar la tesitura que asoma por los armónicos de esa voz, callada e interior, que nos susurra las palabras de otros.

Nunca se escribe lo que se quiere, lo que apetecería, lo que gustaría saber escribir. Sólo se escribe lo que se acierta, lo que se consigue, lo que se puede.

Pero al leer… Al leer, en cambio ——¡qué curiosa inexactitud!——, no se entiende lo que se puede, sino lo que se quiere entender.

Me gusta y no quiero evitar —ni tan siquiera podría—, que, algunas veces, hagas tuyas palabras que fueron mías. Porque estoy convencido de que, desde este mismo instante en que las escribo, ya lo son.

Por eso esta confidencia, incluso este amor, es, como la literatura, un inexacto ejercicio para dos.

La otra certeza

Algunas veces, el aire que impulso me deja sordo, se arruga, se encoge, se frunce hasta quedarse rancio.

Y no se apagan las velas cuando soplo. Y aquel pastel, que parecía tan dulce, lo mastico muy amargo.

Algunas veces, la noche no empieza con caricias, no rasga su velo con un susurro menor y el rostro del amor no se transfigura en orgasmo.

Es entonces cuando más necesito un error. Cuando más lo rebusco a fondo con un ansia imposible, urgido por la oquedad que me crece en el pecho.

Y sólo me deja tranquilo —y solo—, la necesaria, la imprescindible certeza de haberme equivocado en algo.

Para ahuyentar la otra certeza, la de esta nausea infinita que me acusa, algunas veces, de haberme equivocado en todo.

La sonrisa cartesiana

La sonrisa tiene un poder hipnótico, una atracción definitiva sobre los ojos. Un magnetismo especial que ilumina estancias y espíritus.

No es posible confundirla con un rictus, del mismo modo que no hay manera de olvidar el entorno que la arropa, en el que sucede, convirtiéndose de este modo en la marca indeleble que delata los instantes más predispuestos al recuerdo.

Es mucho más que una inflexión de la boca. Más bien, un estado de ánimo que contagia ese cierto instinto curativo que apacigua latidos y temblores, que resucita hormonas perdidas en los órganos, que alienta en un suspiro las ganas de vivir.

Adoro a la gente que sonríe por nada y a la que sonríe por todo. Como también me gustan las personas que deciden sonreír aunque no puedan encontrarse las ganas. Incluso, hay días, que me gusto yo mismo cuando descubro que se me posa en los labios esta tirantez un poco oblicua trasmitiéndose por los pómulos.

Aunque confieso que, cuando mejor me siento, cuando puedo notar los átomos de tiempo atravesándome el cuerpo como burbujas de alegría, cuando, en fin, no me cabe ninguna duda de que existo, es cuando consigo hacerte sonreír. Porque me sonríes, luego existo.

Quizás te pase lo mismo —misterios de la empatía—, me gustaría pensar que sí. Pero no sabría decir, ahora, mientras te echo de menos y ese tú que te tengo atrapado en la memoria me eleva hasta la sonrisa, si es que tal vez no sabes el efecto que me causa verte sonreír. Es por eso que he decidido decírtelo, para que tengas la certeza.

Sonríeme la próxima vez que me veas, y cada vez, sonríeme siempre, aunque no esté. Entonces entenderemos, tácitamente, el secreto porqué que habita en todas las sonrisas…

* * * * *

Me sonríes, luego existo. Aunque el corazón se me quede confinado, para siempre, en esta URL inexistente y sin salida.

La próxima palabra

Una palabra basta para rellenar un instante, para completar la tarde, para hacer que el día suceda más despacio y mucho más de cerca.

Otros días transcurren ajenos. Se separan de la piel y uno los ve escurrirse en el giro del reloj a sabiendas de que no traerán nada que valga la pena el esfuerzo de respirarlos.

Hoy, por el contrario, ha sido un día redondo, hecho a medida. Me ha traído una brillante colección de instantes verdes, de siluetas blancas, de vinos rojos, de palabras amables y de sonrisas.

El frío, después, lo ha apretado todo junto sobre el sillón y lo ha revuelto en ese fulgor envolvente que brota de la chimenea y que reduce el mundo al baile de una llama hipnótica y conciliadora.

Ciertamente, hay palabras que, de una en una, bastan para completar un instante, llenarlo hasta el borde y dejar que se derrame. Todos las tenemos a mano —o imaginamos tenerlas— y, posiblemente, las hemos oído alguna vez en nuestra propia voz o desde otros labios conocidos y, sin embargo, siempre por conocer.

Lo que hoy no encuentro, lo que traigo dándome vueltas en la cabeza mientras los pies me llevan de un sitio a otro, lo que no consigo rescatar de entre lo vívido de lo vivido, son suficientes instantes que consigan rellenarme esa palabra tuya —la próxima palabra—, que aún tienes en los labios dormida y sin pronunciar.

Porque espero, que cada próxima palabra tuya sea más tuya y menos de todos, más palabra y menos señal. Que sea más próxima y que nos aproxime más.

Zona muerta

Todavía recuerdo cuando fuiste invisible y aquel mimetismo te sostuvo columpio indiferente entre los árboles. Casi sin gravedad, en un antes y un después tan tenue, que no te supiste trenzar como haces siempre.

Luego, recuerdo también, que eras paisaje escondido, figurante mímico de las noches extranjeras que bebían a mi lado. No pasabas ni despacio ni deprisa, no movías el aire que respirábamos juntos sin saberlo, no te precedían ningunos pies.

De intermitente a obsesiva, te transformaste en la línea que todo lo difumina para siempre. De obsesión a control, de control a absurdo, de absurdo a visceral. Cada vez más burbujas, pero todas rellenas de plomo.

Nunca has vuelto a ser la misma de antes, desde que no me dejo darte la mano. Ahora ya, ni siquiera soporto mirarme en tus ojos de Christopher Walken.

Mariposas suicidas

Frío y agua. Así de sencillo es el mecanismo del hielo. Así de simple se establece el espasmo de la nieve y la explosión continua de los cristales.

Sobre la noche, que aparece indudable y blanca en el cielo, como una luna inmensa que se desborda por los laterales, cae la nieve reventando en silencio la piedra más dura, resbalando un crujido en lo más firme de la pisada, atravesando el aire profundo exhalado a la intemperie desnuda.

Diamantes de seda fría caen como mariposas suicidas chocando contra el suelo. Borrando las huellas de los pasos equivocados para dejar espacio blanco en donde escribir errores nuevos.

Ha nevado también en la pantalla de las luciérnagas, pero hay letras negras que se empeñan en romper la virginidad de lo quieto. Formando huellas de silencio que arden de agua y frío.

Cuando esté sepultado el camino, no habrá más remedio que querer leer lo imposible y amar escribir hacia ninguna parte. O esperar que vuelvan —frío y agua de los copos—, las mariposas de seda blanca que lo tapan todo con su baile.

Día de la Lectura

Hoy es el Día de la Lectura en Andalucía. Y aunque no me gusta abusar de textos que no son míos, quiero dejar constancia de que este poema es el primero que he leído hoy, a estas horas, justo antes del insomnio:

FÁBULA Y MORALEJA

Dos soldados se amaban tiernamente.
Grababan en las balas las iniciales de sus nombres propios
elegantemente entrelazadas
—quizá con un punto de cursilería.
Intentaban de ese modo llevar su amor al corazón de todos los hombres,
lo que estaban logrando
con licencia de armas,
perseverancia
y buena puntería.
Aprendí de esta historia
que a los hombres educados en el desprecio
hasta el amor les sirve para expresar su odio.

(Ángel González, Procedimientos narrativos, 1972)

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