La sonrisa tiene un poder hipnótico, una atracción definitiva sobre los ojos. Un magnetismo especial que ilumina estancias y espíritus.

No es posible confundirla con un rictus, del mismo modo que no hay manera de olvidar el entorno que la arropa, en el que sucede, convirtiéndose de este modo en la marca indeleble que delata los instantes más predispuestos al recuerdo.

Es mucho más que una inflexión de la boca. Más bien, un estado de ánimo que contagia ese cierto instinto curativo que apacigua latidos y temblores, que resucita hormonas perdidas en los órganos, que alienta en un suspiro las ganas de vivir.

Adoro a la gente que sonríe por nada y a la que sonríe por todo. Como también me gustan las personas que deciden sonreír aunque no puedan encontrarse las ganas. Incluso, hay días, que me gusto yo mismo cuando descubro que se me posa en los labios esta tirantez un poco oblicua trasmitiéndose por los pómulos.

Aunque confieso que, cuando mejor me siento, cuando puedo notar los átomos de tiempo atravesándome el cuerpo como burbujas de alegría, cuando, en fin, no me cabe ninguna duda de que existo, es cuando consigo hacerte sonreír. Porque me sonríes, luego existo.

Quizás te pase lo mismo —misterios de la empatía—, me gustaría pensar que sí. Pero no sabría decir, ahora, mientras te echo de menos y ese tú que te tengo atrapado en la memoria me eleva hasta la sonrisa, si es que tal vez no sabes el efecto que me causa verte sonreír. Es por eso que he decidido decírtelo, para que tengas la certeza.

Sonríeme la próxima vez que me veas, y cada vez, sonríeme siempre, aunque no esté. Entonces entenderemos, tácitamente, el secreto porqué que habita en todas las sonrisas…

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Me sonríes, luego existo. Aunque el corazón se me quede confinado, para siempre, en esta URL inexistente y sin salida.