Una palabra basta para rellenar un instante, para completar la tarde, para hacer que el día suceda más despacio y mucho más de cerca.
Otros días transcurren ajenos. Se separan de la piel y uno los ve escurrirse en el giro del reloj a sabiendas de que no traerán nada que valga la pena el esfuerzo de respirarlos.
Hoy, por el contrario, ha sido un día redondo, hecho a medida. Me ha traído una brillante colección de instantes verdes, de siluetas blancas, de vinos rojos, de palabras amables y de sonrisas.
El frío, después, lo ha apretado todo junto sobre el sillón y lo ha revuelto en ese fulgor envolvente que brota de la chimenea y que reduce el mundo al baile de una llama hipnótica y conciliadora.
Ciertamente, hay palabras que, de una en una, bastan para completar un instante, llenarlo hasta el borde y dejar que se derrame. Todos las tenemos a mano o imaginamos tenerlas y, posiblemente, las hemos oído alguna vez en nuestra propia voz o desde otros labios conocidos y, sin embargo, siempre por conocer.
Lo que hoy no encuentro, lo que traigo dándome vueltas en la cabeza mientras los pies me llevan de un sitio a otro, lo que no consigo rescatar de entre lo vívido de lo vivido, son suficientes instantes que consigan rellenarme esa palabra tuya la próxima palabra, que aún tienes en los labios dormida y sin pronunciar.
Porque espero, que cada próxima palabra tuya sea más tuya y menos de todos, más palabra y menos señal. Que sea más próxima y que nos aproxime más.
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