Algunas veces, el aire que impulso me deja sordo, se arruga, se encoge, se frunce hasta quedarse rancio.
Y no se apagan las velas cuando soplo. Y aquel pastel, que parecía tan dulce, lo mastico muy amargo.
Algunas veces, la noche no empieza con caricias, no rasga su velo con un susurro menor y el rostro del amor no se transfigura en orgasmo.
Es entonces cuando más necesito un error. Cuando más lo rebusco a fondo con un ansia imposible, urgido por la oquedad que me crece en el pecho.
Y sólo me deja tranquilo y solo, la necesaria, la imprescindible certeza de haberme equivocado en algo.
Para ahuyentar la otra certeza, la de esta nausea infinita que me acusa, algunas veces, de haberme equivocado en todo.
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