Desde muy pequeño arrastro mi incapacidad para recordar lo que sueño. Tan sólo, y a golpe de pánico, me he despertado alguna vez en medio de una pesadilla de esas que la mente rueda siempre en blanco y negro. Pero los sueños luminosos, las esperanzas cernidas en el subconsciente, los amores deseados o las suertes esquivas nunca traspasan el umbral de mi memoria.

Miento o, quizá, me miento. En rarísimas ocasiones si que me he despertado notando el sabor de un beso invisible, las caricias de una mano tibia sobre mi espalda o deslumbrado por un paisaje de personas imaginarias. Pero no se que extraña maldición me impide, incluso en esas raras ocasiones, revivir de nuevo el sueño y disfrutarlo, brevemente, con toda mi consciencia encendida.

Anoche tuve una de esas insólitas apariciones que me sorprenden por intensas y me disgustan por efímeras. Y además, indescifrable, como siempre.

Soñé que me entendías. Pero no como se entiende un teorema o se descifra una clave. Ni como se entiende el frío cuando se ve caer la nieve tras un cristal.

Mi pecho se ensanchó mucho más que cuando me besan quienes quiero besar, mucho más que después de haber llorado y encontrado consuelo.

Mirabas con tus ojos pequeños y escondidos. Yo me sentía traspasado por su brillo que leía mis páginas interiores, una por una, con tanta fuerza que, gozosa y tiernamente, me absorbía por completo.

Era un juego, un extraño juego divertido. Yo decía lo que tú querías saber y tú sabías lo que quería decir. Mirabas a donde yo quería mirar y viajabas a donde yo quería ir.

Cuando más rápido sucedía todo, en medio de esta felicidad quizá absurda, tus ojos se disolvieron entre tu pelo negro y el velo que mantiene separados a la vigilia del sueño, te atrapo entre sus dobleces. Y te fuiste del todo cuando vislumbre sombras de luna, que entraban por la ventana que deje abierta para invitar al viento a dormir conmigo.

He dejado pasar unas horas antes de escribir. Intentaba recordar, revivir ese sueño tan intenso, tan placentero, tan deseable. Me concentré en recordar mis palabras…¿qué fue lo que te dije que nos hizo entendernos? Durante un rato me obsesioné con encontrar la expresión exacta. Ser capaz de repetirla y ampliarla y usar su magia de nuevo.

Pero no había conseguido recordar ni una sola palabra, cuando la verdad apareció ante mis ojos con claridad: no pronunciamos nada, porque no había nada que pronunciar.

Ahora escribo estas letras apesadumbrado. No por las palabras que no dijimos. No, por añoranza del sueño. No, por la rabia de verme despierto. Sino porque, entre tanto alboroto y con tanto esfuerzo, no puedo recordar quién eras ni cómo pronunciar tu nombre.