Me gusta contemplar tus ojos mientras me lees. Acercarme a ellos sigilosamente, camuflarme entre las sombras intensas que desprenden las luces del escritorio y embeberme en los rincones de tu cuarto.
Así puedo saber si cambian su color al ritmo de los renglones. Si se agrandan y se sorprenden. Si se arrugan y parpadean. Si consigo abrirlos de par en par o si miran, aburridos, los escenarios de letras que fabrico.
Espero, paciente, silencioso, para ver emociones en tu rostro y luego descifrarlas. Leer contigo, en tus labios, mis propias palabras rebotando. Ver tus ojos brillar, achicarse tus pupilas por entre las pestañas, fruncir el ceño, arrugar el labio, recostar tu cabeza sobre las manos.
Rascarte la nariz, acariciarte el pelo, respirar despacio, ver como resbalas los dedos por tu cuello. Cambiar de postura, beber agua, perder el ratón de vista, retreparte en la silla, atender al ruido que llega desde la cocina.
Me gusta adivinar palabras en el movimiento de tus labios mientras apoyas los codos sobre la mesa y cierras tus ojos cansados. Comprender que los aprietas con las yemas de los dedos para que se despierten y poder abrirlos de nuevo.
Verte fijar la vista, parpadear, sonreír. Bostezar. Tocarte el labio con la punta de la lengua. Entrever miradas de inteligencia o de desconcierto. Capturar las preguntas que te asoman.
Me gusta contemplar tus ojos cuando me lees. Jugar a leerte los pensamientos. Alborotar tu mirada con mis palabras, pillarte desprevenida y pescarte, de uno en uno, los sentimientos que vislumbro en tu rostro. Presentir si me crees o si andas descreída. Aparecer en tus labios justo antes de que envíen besos.
¿Qué más puedo decir? Que me gusta alumbrar con tus ojos el misterioso instante en que me lees.
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