Érase una vez, en un tiempo lejano e inaccesible para la memoria, una princesa joven y hermosa, como todas las que habitan cuentos, que vivía en un castillo amplio y frío, con vistas sublimes a un mar azul turquesa y a una montaña tan blanca como lejana.

Su habitación estaba en una de las torres más solemnes y altas del edificio, que, aunque un poco desvencijado por fuera, mantenía por dentro un esplendor sólo igualable al de los sueños hermosos.

Sus padres, reyes ellos, claro, eran sus únicos padres; ella correspondía a ese gesto siendo su hija única y más querida. La amaban con locura, eso sí, locura real con etiqueta de gala, y no descuidaban ningún aspecto de su educación ni de su crecimiento. Tal era su mimo, que organizaban fiestas y espectáculos cada noche para divertirla, para entretenerla, para mantener su mente despierta y, de camino, para demostrarle su afecto sin tener que dirigirle la palabra más de lo imprescindible, que ya se sabe que es una forma de querer que a veces tienen los padres.

A pesar de sus desvelos, o precisamente por ellos, la princesa Bijín [Biyín], como la conocían los súbditos, aunque no era este su verdadero nombre, tenía problemas de insomnio. ¡Sí, sí! El destino es juguetón y travieso en los cuentos, lo mismo que en la vida. Y aunque nunca llegó a ser la «Princesa Desvelada», este asunto traía a toda la familia buenas dosis de preocupación.

El caso es que Bijín no podía conciliar bien el sueño. No era miedo a la oscuridad ni otros problemas del estilo; sino más bien una ausencia, una curiosidad, un qué sé yo que ponía su cabeza a funcionar aceleradamente en cuanto se recostaba a solas en lo alto de aquel torreón. Veía pasar las horas, las lunas, las estrellas y las sombras. Contaba ovejas, corderos, hormigas… Pero sólo cuando el sol iba esclareciendo la madrugada, el cansancio la vencía y podía, por fin, cerrar los ojos un ratito, aunque el sueño nunca llegaba.

Probó todos los tratamientos que sus padres pudieron pagar, que fueron muchos. Todos los remedios y todas las curas fueron fracasando mientras la princesa crecía más rápidamente en cada primavera. Hasta que al final, dejó de tomar potingues y brebajes, y decidió aceptar aquella situación con resignación.

Una de esas noches de insomnio y pensamientos, la princesa observó con sorpresa como un gran búho de ojos penetrantes decidió reposar sobre el alféizar de su ventana. Este elegante pájaro, seguramente hambriento y en labores de caza, andaba un poco equivocado de cuento, porque, como es bien sabido, los ratones de los que se alimenta no son bien recibidos en las casas de alcurnia y abolengo, salvo quizá, en la de Cenicienta.

—¿Porqué me miras de par en par con esos ojos tan inquietos? –—dijo el búho, dirigiéndose a la princesa que, efectivamente, lo miraba con curiosidad.

—Porque son los únicos que tengo –—respondió la princesa, un poquito incómoda ante las palabras de aquel animal que se atrevía hablarle sin ni siquiera haberle sido presentado—. Soy la princesa Bijín y este es mi cuarto así que te agradecería que…

—¡Sí, sí! —interrumpió el búho groseramente—– ya sé quién eres, no me calientes la cabeza. Sólo he parado en esta ventanita a descansar un poco. No pensé que hubiera nadie despierto a estas horas. Me arreglo un poquito las plumas y te dejo tranquila.

—No. Espera. Realmente no me molestas y siento mucha curiosidad… ¿A dónde vas con tanta prisa?

—No tengo ni idea de qué significa prisa —respondió el búho cargado de soberbia—, seguro que es cosa de humanos. Y no voy a ningún sitio en especial. Sencillamente, me dedico a vivir en el mundo y admirar sus maravillas. Por ejemplo, la semana pasada estuve en una montaña roja que hay más allá del mar disfrutando de un amanecer bellísimo.

—¡Cómo me gustaría ver las maravillas del mundo que han contemplado tus ojos! –—exclamó la princesa incapaz de ocultar su asombro.

El búho, nocturno y solitario como alma en pena, con poca experiencia en el trato con humanos, sucumbió ante la inocencia que sacudía las palabras de Bijín. Le ofreció compartir las bellezas que había visto a lo largo de los años, utilizando para ello un colgante que apareció sobre su cuello y en el que la princesa clavó su mirada.

—¿Qué es éste prodigio? Antes no tenías nada en el cuello, me fijé muy bien.

–—No podías verlo –—respondió el ave—, porque es un espejo mágico que sólo aparece cuando yo decido que lo haga. Él guarda en su interior las imágenes de todo lo que he visto en mis viajes. Ven, acércate, y mira por él. Te mostrará todo lo que vieron mis ojos.

Aquella noche no fue suficiente para calmar la sed de mundo de la princesa. Miraba con ojos desorbitados y atónitos. Paisajes, animales y personas se entremezclaban en unas imágenes nítidas y cautivadoras que salían de aquel objeto mudo, embriagador, brillante. Por primera vez en su vida, o por lo menos que yo sepa, tras aquel espectáculo deslumbrante, Bijín fue vencida por el sueño.

Así fue que el búho, enternecido por la curiosidad de la princesa, volvía cada noche al mismo alféizar de la misma ventana de la misma torre, para volver a mostrar las mismas maravillas que se encerraban en el mismo espejo a la misma princesa. Pero que nadie se equivoque: nada era igual a la noche anterior, porque los misterios siempre tienen mil caras y el pensamiento los difumina y los recrea.

Princesa y búho, amigos desde entonces, se contaron secretos a la luz del espejo, descubrieron la amplitud del universo, esparcieron su asombro ante las lunas que, a veces menguaban, y a veces crecían; olvidaron la soledad de las noches y, al final, se alegraron de perder todas las partidas contra el sueño.

Ella aprendió, quizá sin esperarlo. Él recordó, quizá sin desearlo. Sobre todo aquella noche en la que Bijín reparó en un rostro que salía del espejo, en un paisaje desconocido, en un tiempo indefinido. El búho también presintió una sacudida extraña cuando la princesa le interrogó.

—¿Quién era? No he podido ver bien su cara, pero he notado claramente una calidez que me resulta muy familiar– —preguntó la princesa intentando susurrar, como si no quisiera ahuyentar la agradable pesadez de párpados que sentía, sensación tanto tiempo desconocida para ella.

—No recuerdo –—mintió el búho—. ¡Son tantos rostros!

Entonces Bijín, a punto de liarse en el velo que el sueño nos teje para atraparnos, a modo de tierna despedida, acarició con el dedo corazón el vientre del animal dibujando en él su verdadero nombre. Un gesto extraño, en un lienzo extraño, con unos garabatos extraños, simples, como salidos de un olvidado cuaderno infantil.

Aquel búho, ignorante de alfabetos, mientras conducía a su amiga con ternura hasta la cama, repasaba los dibujos mentalmente, como para no olvidarlos: un pájaro con las alas extendidas, un árbol delgado de copa redonda, dos montañitas unidas por los picos en un imposible equilibrio a punto de romperse y dos ríos que se unían en un valle para continuar juntos el camino.

Después, en lugar de esperar al sol en el alféizar, contemplando el reposo de su amiga, como siempre hacía, voló hacia el norte de la noche sin atreverse a mirar atrás. Ni siquiera cuando, ya lejos del castillo, se detuvo sobre una rama que, acogedora, invitaba al descanso de sus alas y de su corazón.

Empezó a notar latidos en sus sienes y vio como las estrellas giraban alrededor de una luna que iba creciendo y creciendo haciéndose inmensa. Sus patas temblaron, quizá de terror, y dejó de notar la rama soportando su peso. Se sintió cayendo al vacío durante interminables segundos mientras cesaban latidos, lunas, estrellas y miedos. Desvanecido sobre la yerba, sólo quedó oscuridad y silencio.

Aquellas noches de complicidad y asombro, apenas nueve meses fugaces, terminaron tan inesperadamente como empezaron. Estaba recién llegado el verano, y en la corta noche siguiente, el búho no apareció; y la cita habitual dejó de serlo para convertirse, primero, en espera, y luego, en desesperación.

Cuando ya casi despuntaba el día, un papel arrugado sobre una piedra entró a gran velocidad por la ventana que el búho usaba como puerta. Bijín, extrañada, pues la ventana estaba verdaderamente alta respecto del suelo, desenvolvió el guijarro y alisó el papel con mimo. Se asomó a la ventana intentando adivinar la procedencia del inesperado regalo, esperando encontrar indicios de a quien deseaba encontrar.

No se veía nada ni a nadie. Sólo silencio. Y esa luz mortecina que tienen las cosas cuando se acerca el día y el sol se adivina detrás del horizonte por el que suele saludar. Miró el trozo de papel y vio trazos que no supo interpretar. Un dibujito del contorno de una persona dentro del cual había un animal… que parecía un… un… ¡Cielos! ¡Era un búho! Sí, sí. Estaba segura… dibujada sobre el papel había una persona que llevaba en su interior un búho. Notó como en su corazón, sístole y diástole comenzaron una carrera de «sangre a través», y sintió latir por sus sienes la emoción desbocada.

Y tenía un objeto en el cuello… a ver… La princesa se acercó a la luz de una vela y le pareció que la figura del dibujo llevaba en su cuello una especie de… ¿piedra?

¡El guijarro! Lo buscó por el suelo con la mirada, se acercó y con manos temblorosas se lo llevó a la altura de los ojos para sorprenderse mejor… ¿Y ahora qué? Frotó la piedra, como si fuese una lámpara; la besó, como si fuera una rana; incluso intentó morderla como si se tratase de una manzana. Pero no pasó nada. ¡Menudo timo el asunto este de los cuentos de hadas! Así que decidió esconder piedra y papel bajo su almohada mientras se le ocurría algo.

El día transcurrió cansinamente en el reloj, sin siquiera perdonarle un minuto a la impaciencia y la turbación de Bijín, que deambulaba como ausente por los corredores de palacio, dándole vueltas al misterio. Cometió el gran error de no querer comer nada, ensimismada en sus pensamientos, sin darse cuenta de que, un estómago satisfecho, en agradecimiento, inyecta serenidad a los problemas que nos acucian.

Todo pasa y todo llega. Y la noche la sorprendió en su torre, tumbada sobre la cama, mirando y remirando la piedra sin descubrir nada. En un momento de desánimo comenzó a envolverla otra vez en el papel para guardarla bajo la almohada pero le llamaron la atención unas arrugas del papel extrañamente parecidas a dibujos… un pájaro, un arbolito,… Las fue repasando con su dedo para cerciorarse de que existían y para verlas con más claridad… Y fue entonces cuando, sin boato ni pirotecnia, la piedra cayó sobre su pecho, sin hacer el más mínimo ruido y sin que ella sintiera el más leve contacto.

Se incorporó un poco y… ¡sí! Allí estaba el espejo colgando de su cuello. Su sonrisa iluminó todo el reino, aunque nadie supo verlo. Se levantó corriendo y se acercó a la ventana, espejo en mano, dispuesta a ver en él no sabía muy bien qué.

Aquel rostro cálido y humano, el que una vez vio con su amigo búho, sonrió en la luna del espejo, mientras la del cielo se asomaba con curiosidad por entre las estrellas. El rostro desconocido movió los labios pronunciando con claridad, inconfundiblemente, su nombre verdadero. Ella supo alegrarse tanto como la ocasión merecía y entendió, en un abrir y cerrar de pestañas, todo, todo, todo… Todo salvo, quizá, la casualidad de haberle ocurrido precisamente a ella.

Aquí acaba todo lo que yo sé y puedo contar, pero no el cuento. Se quedan en el tintero algunos misterios sobre princesa y búho pero… la historia quizás continúe. De ti depende. Porque tú ya sabes bien quién es la princesa, quién es el búho… y llevas un rato leyendo mis labios en este espejo mágico, que nos une tanto como nos separa.

(Francisco José Pérez, Septiembre 2006)