Me gustan los niños, porque son transparentes. A través de su sonrisa, de su indiferencia o de su llanto, puedes ver en su interior. Todo lo que muestran es verdadero, nítido, legible. Incluso sus mentiras, que sólo son maniobras para la supervivencia, emiten una claridad que nos deslumbra y nos advierte del peligro de sucumbir a su ternura.

Después van creciendo. Aprenden a distinguir entre el porqué, el para qué y el cómo. Es un conocimiento empírico, construido a base de llantos y alimentado con la desgana de los adultos. Y se va empañando su envoltura, transluciéndose, oscureciendo la candidez. Aprenden a mentir cuidando de no emitir señales de aviso y evitando hacer saltar las alarmas. Ya no hay defensa en ellas, sino cálculo. Se hacen adultos prematuramente.

Con los adultos me siento perdido. Nunca sé si, casualmente, yo pasaba por allí cuando ellos sonreían o si su cara se iluminó precisamente al verme. No se si me quieren o me soportan porque les convengo; y si es que les convengo, no se me ocurre razón alguna. Tampoco soy capaz de adivinar de que humor van a estar hoy, ni porqué lo cambian cuando aciertan a dar con uno que les gusta. Nunca acabo de estar seguro de si acierto o si fallo, ni de todo lo contrario.

Y esta inseguridad me aleja del mundo. ¿No te ha pasado nunca que, como no sabías de que manera acertar, has acabado no haciendo nada, no diciendo nada, no sintiendo nada? Rebusco en mi memoria pensamientos antiguos que alguna vez me parecieron ciertos: «prefiero el fracaso a la indiferencia». Su inexactitud me hace darme cuenta de que yo también soy adulto… Y con los adultos, me siento perdido.