Instanteca

Una colección de instantes

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Delfín

Debí ser humano en otra vida porque al asomar mi cabeza del agua y ver a aquellas frágiles criaturas sentadas en una sombra, huyendo del sol, sentí una compasión profunda.

Su cuerpo escuálido y lleno de apéndices, las hebras de colores que tienen por todo el cuerpo y sus aletas llenas de dedos son impedimentos para vivir en el mar. Incluso su piel reseca necesita una protección externa, como si fuese la muda de un cangrejo, que algunos se ponen para entrar en el agua.

¡Se ven tan débiles manteniendo el equilibrio sobre dos de sus patas! Y, sin embargo, dicen los estudiosos, que los ruiditos que emiten entre ellos sin parar, mientras se enseñan los dientes y tapan y destapan sus ojos, demuestran su inteligencia.

No sé. A mí me costó poco domesticarlos. Bastaron un puñado de cabriolas, una ración de mojigangas y algún que otro salto, para que aprendieran rápidamente cuando tenían que darme pescado.

¿Qué si echo de menos el mar? No, no, porque ese mar que cantan los poetas y en el que nunca han estado, es en realidad un infinito desierto de agua; sin otra distracción que contar estrellas, desafiar calamares en el abismo o asustar a los peces de colores del arrecife.

Prefiero estar aquí, tranquilo, sosegado, viendo el desfile de las criaturas que pasan por mi lado. Intentando descubrir en ellas tu rostro puntiagudo que se repite en mi sueño. El sueño que siempre empieza cuando, al verme en el acuario, te empiezas a enamorar y, al contacto con el agua salada, tus piernas humanas se convierten en una aleta caudal bien torneada.

Mientras espero verte llegar, pasa la vida, como pasa el azar, y sigo nadando mi rumbo, divirtiéndome con los asuntos de mis congéneres, escuchando sus historias y relatando mi propio anecdotario.

Como cuando aquella primavera —¡qué absurda imaginación!—, le conté mis anhelos a un delfín nuevo que llegó. Y no se le ocurrió más que la peregrina idea de que, tal vez, los humanos, también sueñen con sirenas.

Si me vieses

Si me vieses dar vueltas por la casa, pasearme en pijama por el patio y mirar a la luna del cielo entornando un poquito los ojos, podrías pensar que estoy loco.

Tal vez lo esté, quién sabe, y este insomnio recurrente sea el síntoma esencial de una mente quebradiza. Pero yo hago lo que puedo, ceno poco, leo algo y dejo que el amodorramiento solitario me lleve hasta la escena del sofá.

Pero, qué va. Subo las escaleras con un ojillo cerrado y el otro a medio abrir, con la voluntad desconectada y el cuerpo pidiendo tregua, bostezo va, bostezo viene. Entonces parece que va a llegar el lapsus diario de la conciencia y consigo, a duras penas, ponerme horizontal sobre la cama.

Falsa alarma. Se me abren los ojos de par en par y no consigo estarme quieto ni quitarme de la cabeza todo lo que hice hoy y lo que dejé para mañana. Me levanto, vuelvo al salón, a la cocina, recorro la casa como alma en pena que no quiere hacer ruido para no dar lástima.

Bajo al patio y busco la luna, aguantándome las ganas de aullar por respeto a los vecinos y al qué dirán. Y aunque me resisto todo lo que puedo, acabo en el ordenador, compañero de horas brujas, tecleando como un poseso, historias que empiezan en verso y acaban en duda.

Lleno de música mis oídos y dejo resbalar los dedos por el teclado, mezclando realidad y ficción, renglones largos y cortos, ocupando todo el ancho de banda de mi vida con una pantalla blanca que se va llenando a trozos.

Y nada más. De tanto en tanto, vuelvo a la cama a ver si se me cierran los ojos, hasta que, sin poder predecir cuando, uno de esos regresos es el bueno.

Ahora voy intentarlo de nuevo. Apagaré las luces y subiré, como un fantasma, arrastrando los pies y suspirando. Dejo el ordenador encendido por si acaso, aunque está visto que hoy no estoy nada inspirado y sólo he conseguido escribir, una historia que no tiene fin, ni tampoco tiene principio.

Blanco

He borrado las señales evidentes, los errores plasmados, la vida escrita a desconchones sobre la pared. Se han ido también las huellas de todos los roces, las marcas verticales del tránsito cotidiano, los agujeros equivocados que tapaban los cuadros.

He pintado de blanco el pasado, tapando con pintura todas las historias contenidas en el polvo, cambiando de tono la luz que entra por la ventana. He estirado los brazos hasta que no ha quedado nada por alcanzar, como un extraño sueño que sólo puede estar cumplido antes de empezarlo a soñar.

Y mientras lo hacía, me sentía muy feliz. Porque pintar es escribir sobre lo escrito, combinar el pasado manifiesto con un instante nuevecito, reluciente, preparado para ser estrenado en cualquier momento.

Atrancado siempre en el blanco digital, sin saber cómo empezar a emborronarlo con manchas negras tecleadas sin ritmo, he aprendido que también puedo devolver el color que mancillo para que el ciclo comience otra vez.

Tienen memoria la vida, el corazón y el papel. Todo les deja marca y por eso es imborrable lo que en ellos he escrito. Pero el yeso no, y yo ando pintando paredes blancas, llenando el suelo de estrellas enanas que llevan en sus entrañas un universo plano. Mañana, oliendo aún a tiempos venideros, volverá a ser el primer día que habite estas paredes blancas y deje en ellas otra primera huella de mi paso.

Ya he dejado preparado el futuro vestido de azúcar, de nata, de nieve, esperando desnudo a que yo lo convierta en presente. ¿Cómo resistirse a escribir el poema de una vida impaciente en este lienzo tan blanco e incierto del porvenir?

Ocaso

A la luz mortecina del pensamiento que me asalta por detrás de este ocaso silencioso, mi ojos convergen hacia tu espalda.

Tu piel es blanca y en ella escribo —o mejor diría redacto— ternuras embebidas en las palmas de mis manos. Me giro para ver tus ojos, gravitando a tu alrededor como un planeta que busca ansioso un eclipse de sol abrazándose a la luna.

Entonces sonríes levemente, un mohín delicioso que dibuja en tu rostro fresco un aire mágico. Mi dedo resbala desde la mejilla hacia tus labios enjutos, trémulos, y los para en seco cuando están a punto de decir verdades infinitas.

Porque yo no he venido a este sueño a escuchar palabras ya dichas, sino a aliviar todas las caricias pasadas que ahora llevo encendidas y a ensayar los besos que se desviven atrapados en mi nudo del corazón.

No te desnuda el calor, que son mis manos las que te buscan los vértices y descorren suavemente el velo de la eternidad hecha suspiro. No son gigantes, sino molinos, las aspas de mis brazos cuando te cogen en vilo mientras dos lugares exactos coinciden en la misma lluvia.

Después, como el ocaso, te esfumas, cuando la noche está cerrada de luna y ya sólo cabe realidad en el vacío de mis manos. Entonces es cuando más adoro tu voz y cuando más echo de menos una sola palabra tuya: «abrázame».

Desolvido

De sobra sé que no se pueden plantar semillas en el recuerdo pero, aun así, todos los días las riego. Y todas las noches espero, con los ojos entornados a este duermevela inquietante, que tengas un desliz imperdonable y florezcas para mí de nuevo.

No hace falta que me expliques que en la geografía del aire nunca hubo cabos sueltos. Porque yo quiero seguir explorando paisajes, llenarlos de humo y verlos esfumarse en un sueño por si acaso, la ventana de tu nombre, vuelve a teñirse de espejo.

Mirar atrás y huir hacia delante no es lo más cuerdo que conozco. Pero déjame seguir loco, mirándote de reojo, por si se cruza otra vez conmigo tu estela del porvenir. Porque creo, aunque sin razón aparente, que tenemos un encuentro pendiente de escribir.

Es inútil tu esfuerzo, tu olvido fugaz se nos está quedando corto. Pues, por más que cambies tu corazón de latitud, por muy lejos que te vayas, siempre me tendrás, tan sólo, a un pequeño tú de distancia.

Espejismo

Agosto resbala imparable por mi frente, me invade los pulmones con su aliento estéril, con su anticiclón de fuego.

Intento escapar, resistirme, y huyo hacia la sombra como un ente oscuro que busca en vano y a todas horas, la opaca compañía de la noche. El día entero voy vagando como un fantasma, ocultándome del sol, apoyando mis manos en el sonido del hielo tintineando en un vaso.

Pero me persigue y envía su aire hosco sobre todos los paisajes en los que me escondo de este calor pegajoso e insufrible para los mortales. Los sentidos huyen despavoridos cuando el mediodía se acerca y ya no puedo oler, ni escuchar; ni siquiera pensar con sentido cuando hierve a fuego lento el ochenta por ciento de mi cuerpo hecho agua.

Y cuando más sudo, cuando más deprisa caen las gotas por mi piel resbalando su azar imperceptible por debajo de la camisa, cuando más aprieta el sol quemando nubes y salpicando el suelo de incandescencia derretida, recordar tus besos me refresca los labios que andan secos de tu nombre.

La tersura de tu pecho me cobija en las horas yertas de calma imposible y me llega la brisa de tu pelo que recibo como escarcha que consigue aplacar el fuego. Tus ojos brillan estrellas para hacer noche y darle tregua a este pobre junco de río seco que se dobla por las rodillas buscando tu centro de gravedad para abrazarlo y quedarse dentro.

Cuando acaba todo, cuando el aire quema de nuevo y vuelven los latigazos del sol, me despierto empapado en sudor viscoso. Y aunque siempre te esfumas entre mis dedos, yo sé que nunca serás espejismo, por más que los días —y las noches— quieran vestirme la vida de desierto.

Presentimiento

Los granos del tiempo van cayendo al desierto de los instantes vividos con un ritmo imparable. Acaso parece que, a veces, de tanto en tanto, alguno se distingue porque tiembla, o brilla, o se resiste a descender al almacén del pasado.

Tarde o temprano, no sin un poco de suspense, cae de todos modos, como fruta madura que se abandona a la gravedad de la física que gobierna los cuerpos.

A primera vista se pierde entre los otros tantos que allí derivan hacia el olvido extenso. Pero si nos fijamos —y de eso trata la vida, de sentir cada latido— aún después de caído sigue haciendo ruido en nuestro corazón.

Es hermoso rescatarlo y verlo resplandecer a la caída del sol, cuando la noche se hace humana y abre sus mil ojos interiores que todo lo ven, para disfrutar dos veces con su brillo; porque se activa, radiante, la brújula del recuerdo, que siempre señala hacia donde he vivido. Y porque, además, saber que mi memoria no está vacía, me ensancha un poquito el pecho y me ayuda a creer que, alguna vez, no estuve solo en algún universo.

Me alejo con la mirada perdida, una vez más, envuelto en instantes impensables que siempre me llegan de cinco en cinco, sin poder evitar que me invada un pensamiento continuo, tierno y agridulce, imposible y sin sentido.

Porque mientras mis manos rozan la memoria de tu piel, no deja de morderme la pena de que tú no puedas entrar en mi cabeza y contemplarte así, vívida y refulgente, del modo en que yo te recuerdo antes de ponerme a escribir. Te gustaría verte —tengo ese presentimiento— casi tanto como me gusta a mí.

Todo sigue tranquilo

Todo empezó una noche tranquila. Los búhos tenemos este don oscuro de la nocturnidad —y posiblemente, también, el de la alevosía— con el que afrontamos el transcurso impredecible de las cosas.

Yo estaba sereno, silencioso, con la cabeza en otra parte, en esa otra parte en donde siempre la escondo, cuando el espejo vino a mí con palabras escritas en su luna.

Mi corazón se miró en él y el torbellino del azar me abrió las bocas de los dedos de par en par, que aún deambulan, perdidas, en el laberinto de la memoria.

Yo sólo quería saber más de los encuentros extraordinarios, para invocar regresos y encontrar el camino por donde volver al principio antes de que llegara el fin. Pero sólo he aprendido de lo extraordinario de los encuentros y que cada final no es sino otro principio.

Soñaba con conocer mejor a los demás y resulta que no puedo ni reconocerme a mí mismo. Decidí empezar a no pasar inadvertido y, sin embargo, sólo consigo que los demás no pasen inadvertidos para mí.

Esta noche también está tranquila. Mi cabeza está llena de música, sigo esperando coincidencias y tú, seguramente, vuelves a estar dormida. Han pasado dos años como un soplo, como un suspiro, y todo parece igual.

Sin embargo, ya nada es lo mismo. De la duda de escribir como hablo he pasado a la certeza de hablar como escribo. Al principio, Instanteca era yo. Ahora yo, ya sólo sé ser Instanteca.

Empecé creyendo que era búho. Y la verdad es que nunca he dejado de ser princesa, porque cada noche quiero que vuelvas y me enseñes tu espejo.

La última palabra

Vivimos rodeados de despedidas. Despedidas simples, pequeñas, imper-ceptibles.

Decimos la última palabra sin darnos cuenta de que lo es, como un ejercicio cotidiano de indiferencia. Decimos la última palabra en cada encuentro fugaz, confundiéndola a veces con la primera, sin el más mínimo resquicio para la afectividad.

Decimos adiós sin saberlo. Vaciamos estantes y cajones llenos de recuerdos y los embolsamos en el olvido de la basura. Pintamos las paredes, removemos los muebles y nos deshacemos de aquellos enseres que una vez nos llegaron como tesoros.

Nos despedimos del pasado incómodo, alegando falta de espacio. De todo aquello que denuncia que ya no somos los mismos. De la ropa que ya no nos queda, de los mapas que anduvimos en vacaciones, de las entradas del concierto en donde nos vimos la primera vez…

Los demás se despiden también, dan pasos largos, se encuentran en los susurros y asoman el corazón un ratito, sin que se les note mucho. Entonces, no sé sin con un pellizco de tristeza o con un gramo de miedo, te entregan su herencia de papeles de colores para creer, de este modo, que no se rompen del todo los lazos con el ayer y que los dejan en buenas manos.

A pesar de la inercia de lo leve, del espejismo del propio yo y de la infidelidad de la memoria, la vida está llena de despedidas cobardes y tristes. Y de despedidas alegres, valientes e imposibles. De adioses consentidos y de separaciones inconscientes…

Cuando me sonreíste con otro «hasta luego» y me perdí entre los coches aparcados, supe que ya no me quedaban más gotas de suerte. Por eso me alegro tanto de aquel último esfuerzo que hice para verte.

Oro

Me miran con los ojos abiertos, con sonrisas en la cara. Me saludan los desconocidos y me abordan con cualquier excusa para apretarme las manos con fruición o darme dos besos consecutivos que acepto sin rechistar.

He oído mi nombre en muchos idiomas, desde labios desconocidos que me tratan como si todas las noches cenara en sus casas. Tengo los bolsillos repletos de bolígrafos olvidados en mis manos derramadoras de tinta.

¡Cuánto he tardado en llegar a la habitación! Tuve que sortear periodistas armados con micros y tarjetas plastificadas, atrapado en un laberinto de preguntas que ya llevan la respuesta incorporada. Debo estar en la memoria electrónica de muchas cámaras, entre rostros desconocidos que me abrazaban como si fuésemos amigos.

Tenía ganas de llegar, de estar solo conmigo mismo, de digerir los acontecimientos de esta tarde. He hundido la cabeza hasta el fondo, bajo el chorro de agua fría del grifo, para despertarme de este giro de los acontecimientos que supura euforia y adrenalina.

Al secarme, por detrás de la toalla, ha aparecido un rostro en el espejo. He reconocido la cicatriz en el labio —de mis tiempos de ciclista de parvulario—, el lunar de la mejilla que se le antojó a mi madre, las arrugas profundas que adquirí al bajo precio de sonreír todos los días un poco y las bolsas en los ojos que el insomnio me deja lucir. Soy yo, —he concluido—, el mismo que cuando salí esta mañana hacia el pabellón.

Sólo me resulta extraño el roce de la cinta que tengo en el cuello y ese frío redondo de medalla sobre el pecho, justo a la altura del corazón. Su brillo aún no me ciega, pero confieso que me hierve en los dedos un cierto tacto de Midas cuando lo toco. Espero no volverme loco y que no me aplaste con su peso lo que me quede de vida.

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