Instanteca

Una colección de instantes

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Pasas deprisa

Pasas deprisa, radiante, tan bonita, por delante de la verja del patio. Yo estoy sentado en una silla, a la sombra, como si te estuviese esperando.

Las hojas trazan en el aire el mismo vaivén que tus pasos. Te miro a hurtadillas desde todas las sombras, con el corazón de puntillas y el espíritu sobresaltado. Casi, casi, como si fuese una cita.

Aprietas el paso cuando miras al suelo, mientras se alargan los diez segundos de tu visita hasta que parecen horas cosidas a la esfera del reloj.

Pasas escondida del sol, de un edificio a otro, perdida en tus propias sombras. Pasas en silencio, como pasa el amor, como pasa la vida, como pasan todas las cosas perdidas que no vuelven nunca más.

Pero al llegar al porche, justo en el umbral, cuando todo parece indicar que me ignoras, levantas el rostro y, como en un extraño hola, te despliegas de pronto en una mirada furtiva.

Pasas deprisa, sin parar, mientras te vuelvo a esperar a la sombra, en una silla. Casi, casi, como una cita que no acaba nunca de empezar.

Instituto

Ella estaba allí en la ceremonia, bailando, despidiéndose, llorando. Cerrando, con liturgia melancólica, un círculo de los muchos que vamos abriendo por el camino.

Yo tuve que recolectar fotos para recordar todo lo que ya había visto con mis propios ojos. Mi memoria es tan frágil y voluble que me cuesta ordenar los fragmentos de vida que se quedan en ella como perdidos, inconexos, en espera permanente de una nueva revisión.

Pero ¡cómo he podido olvidar tanto! Si apenas consigo evitar la ley de la humedad en la mejilla cuando me abraza en el sofá y me hace cosquillas para que le deje espacio.

He tenido que hacer recuento, ajustar fechas, comparar calendarios. Me avergüenza pensar que me ha pasado de largo, que se me ha esfumado su infancia por entre los dedos.

Ya sé que no hay compuertas que puedan detener su crecimiento, ni su predilección por lo imaginario, ni su vocación insistente de cometer errores advertidos. Ya sé que es tan inevitable su llanto como su risa, su alejamiento silencioso como su progresión hacia la vida.

Pero… no darme cuenta de cómo cambiaba cada día, no haber detectado las señales claras que emitía, no saber interpretar las pistas que iba dejando, me conduce al sentimiento enmohecido de haber estado mirando hacia otro lado mientras crecía. De haberme conformado tan sólo con la táctica del avestruz.

En septiembre, cuando llegue su calendario a la frontera de otra inquietud, ella irá al instituto, como su hermano. ¿Ya han pasado doce años? ¡Qué deprisa pasa la vida cuando el corazón del hombre late con urgencia en la sangre compartida de otro pecho!

Sudor

El rey Sol, tan absoluto, comienza su hegemonía sobre la paz del verano. El cielo sometido aparece de un azul tan claro como seco, impotente y desarmado contra el látigo inmisericorde de sus propios rayos.

Todas las criaturas se esconden y buscan la sombra, el amparo de los árboles, la frescura de la esquina en la que convergen las pocas brisas que aún sobreviven al calendario.

El mundo se vuelve amarillo y resopla con la boca abierta para ahuyentar este calor de infierno que no puede detener ninguna puerta. Y se sueña con el mar cuando sólo se llega a bañera, o con un glaciar cuando las cosas no dan para más que sujetar en la mano un refresco de la heladera.

Entonces llegan las horas quedas, el entreacto del mediodía, cuando se para la vida y apetece una siesta. Nos subimos a hurtadillas al tornado del ventilador para que sea ahora tu calor el origen del sudor que me escurre por las costillas.

Para entrar en tu propio cielo ardiente, quedarme encendido y mojado, surtido y derramado, libremente encerrado entre tus dos sonrisas diferentes y perpendiculares.

Y aunque odio los veranos circulares y el calor de este sol, me gusta cuando pasa quemando nubes, mientras pasa la vida, mientras pasamos al amor, pidiendo que te queme yo, deseando que tú me sudes.

(Cremant núvols, de Serrat, de su álbum Mó, 2007)

Sueño con el mar

A veces sueño con el mar, con su ruido inacabable, con su brisa que lleva la sal escondida y el sol estallando.

Sueño con el mar tranquilo de olas suaves, que van meciendo el tiempo en un vaivén incontrolado. Sueño con el trozo azul de cielo que veo aquí, tumbado, flotando, cuando sólo escucho un bramido ensordecedor en los oídos que tengo sumergidos.

Sueño con el mar cuando se me cruzan todos los caminos, cuando se me mojan los pies sin que el agua me ayude a aclarar el destino y no encuentro la necesidad de ir a ningún sitio, sin querer otra cosa que seguir aquí tumbado.

Entonces, el círculo de cielo que tengo por horizonte, se llena con tu sonrisa que espanta las nubes y de tu pelo mojado llueven gotas de alegría que me desencogen los hombros.

Yo sólo quiero seguir soñando con el mar y no tener que despertar a la vida cuando nos pasen de largo estos diez días y todo vuelva a ser igual.

Regreso

Regresar es una ley para los viajeros. Extender las alas por el mundo, ver con los propios ojos lo que sólo pudo imaginarse, pisar de prisa el mismo suelo que atravesaron los siglos tan despacio. Y regresar.

Llenar el espíritu con una gota de aventura y avanzar hacia el asombro y la lejanía de mundos diferentes, que también están en este. Conocer otros paisajes es necesario para aprender a reconocer los cotidianos y darles su valor preciso cuando se regrese.

Poner en duda lo indudable de las rutinas y convencerse de que la vida es una, y que no depende del escenario. Sentirse extraño siendo uno mismo cuando no se ven más rostros familiares que los que devuelve el espejo del inhóspito cuarto de un hotel al que, quién podía imaginarlo siquiera, uno vuelve por las noches confundiéndolo con un hogar.

Y después regresar. Regresar para no contar a los amigos más que lo imprescindible y descubrir, de nuevo, que no hacía falta irse para saber que son lo único que echaríamos de menos. Para caer en la cuenta, una vez más, que nos ha sobrado todo lo que no cupo en la maleta; para ser conscientes de que todo lo importante, corazón y pensamiento, siempre, siempre, hay que llevarlo puesto.

Querer regresar es la primera ley de los viajeros. Y si yo la incumpliera me tendría que responder, en el juicio inapelable del espejo, de qué demonios estoy huyendo… o de quién.

El caso es que he vuelto, con mis ojos de arena perdidos en un sueño mágico. Pero en él encuentro que, del mar, ya sólo me queda, tal vez, un silencioso estado de ánimo.

El mar es más que un paisaje

El mar es más que un paisaje, más que un color. Lo envuelve todo mojando los pensamientos en su ruido. Y se mojan todos los sonidos en el vendaval que se desprende, como el eco de un latido que confunde tu alma con la del mar.

Más que agua, más que cielo, el mar es más extenso que la raya horizontal que lo contiene. Es un universo paralelo del que sólo nos separa respirar. Es la certeza de un misterio, la lucha perpetua entre la duda del naufrago y la fe de la flotabilidad.

En las tardes somnolientas de playa lenta, cuando, sobre la arena, se torna dulce la luz del sol, el libro que me une y me separa del mar avanza las hojas de una en una. Me viene a la mente, mientras leo, un verso con forma de pregunta, ¿la literatura es como el mar?

Pero no me cabe ninguna duda si levanto la vista al azul completo, porque cuando el viento escribe jirones de historia fugaz con renglones torcidos de espuma, entonces, el mar —¡ay, si yo lo supiera cantar!—, es mucho más que literatura.

Despertar niños

Está tibio este mar y besa el vientre en lugar de morderlo. Es sencillo entrar, apenas un sobresalto pequeño cuando salpica su bienvenida por encima del bañador.

Y todo él resulta dulce a pesar de su sal. Todo parece suave cuando la arena fina explota en alfombra extensa, que acoge mis pasos inciertos mientras ensayo, atravesando el borrador del rompeolas, una vereda nueva para solitarios.

Incluso el viento acaricia la piel y revuelve el pelo en una carantoña continua, que trae viejos recuerdos de otra edad, de otro tiempo olvidado cuando, niños todos, no dejábamos de oler a falta de escuela y huíamos de la crema como del mismo demonio.

Igual que las estrellas son luces antiguas que traen historias del pasado, tal vez, el propio mar sea una memoria incesante de otros recuerdos; y estas olas, que ahora despiertan niños cuando nos rozan la piel, estén rellenas con aquel mismo y lejano viento.

La poesía no es para el verano

Me sentí un poco extraño, tal vez porque soy así de raro, en aquel laberinto de centauros con carrito.

Yo sólo buscaba un libro. Un nexo de unión con la playa y sus tardes largas de sol. Así que me fui apartando del baile de la colmena y pregunté a una chica, perfectamente vestida para adornar un avión, dónde podría encontrar ese tipo de artículos.

Al llegar a la zona señalada, miré los estantes de un vistazo. Pero después mi búsqueda se tornó minuciosa y fui leyendo, de uno en uno, títulos y autores de cada libro, estante por estante, desde los más altos hasta aquellos en los que tuve que agacharme.

Efectivamente, ni un solo libro de poesía. Novelas de todas clases, libros de cocina, estupideces de autoayuda y mucha teoría del sudoku. En un último intento, pregunté a un amable caballero —por su indumentaria debía ser del mismo avión que la chica—, que sentenció:

———La poesía no es para el verano. No se vende y por eso la retiramos. En otoño traeremos algo. Pero ahora nuestros clientes sólo piden novela y mapas.

Le di las gracias, más que nada por su sinceridad, y, resignado, retrocedí hasta un estante en el que un título me había llamado la atención: «El ángel más tonto del mundo», de Cristopher Moore.

Ella me esperaba tomándose un helado de nata y me cogió el libro para verlo.

———¿No había poesía? Ya te dije yo que la poesía no es para el verano.

Por la tarde, en la playa, mientras abría la novela, me puse a pensar en si es verdad que hay lecturas para cada estación. Si la literatura ha entrado de lleno en el torbellino de las modas, y va cambiando cada año:

«Este verano se llevará novela histórica con mucho vuelo de capítulos plisados al bies, entre finos encajes de denuncia política. Se adornará con biografías supuestas de grandes personajes históricos y largas sagas de criaturas con poderes mágicos.»

La última duda que me asaltó, antes de empezar la novela, fue la de si los poetas en bañador son bichos raros en peligro de extinción.

Mil perdones

———!Ya estoy aquí¡ He tardado un poco, mil perdones.

———Mil perdones no son suficientes.

———¿Suficientes para qué?

———Para devolverme todos los pensamientos que tuve mientras te esperaba y que, ahora, al verte, se me han ido de repente.

———¡Pero buenooo! ¿Qué pensamientos tuviste?

* * * * *

Pensamientos pensantes, esperantes, inconscientes. Pensamientos transitorios, futuros inciertos, expectativas locas. Pensamientos nómadas, que vienen y van y vuelven a irse, dando vueltas, al azar, esperando su turno pacientemente, haciendo tiempo para convertirse en prosa.

Pensamientos inconstantes, breves, fugitivos de la realidad, instantes divididos entre el sueño y el olvido. Pensamientos interinos, accidentales, transeúntes, vanos. Pensamientos mortales hacia delante con tirabuzón y escorzo. Pensamientos bobos, chispas fugaces de bioquímica frágil.

* * * * *

———¿Tú no pensabas en nada mientras venías, sabiendo que llegabas tarde y yo te esperaba?

———Sí, claro… pero en una cosa solamente.

———¿Cuál?

———Sólo pensaba en verte.

* * * * *

Las criaturas de tierra sueñan con tener alas, pero no saben que nosotras, las de aire, envidiamos a quienes siempre tienen los pies en la tierra. Mil perdones.

De pintura

Hay magia en el color, en cómo tiñe las paredes de la habitación y modifica los pensamientos que nacen dentro. En las gotas que se escurren resbalando gravedad, atraídas por el misterioso universo de huellas que queda en el suelo.

Parecen cambiar las dimensiones, el espacio contenido, la luz que entra por la ventana. Hasta el eco del cuarto vacío se desgrana de otra forma, más dulce o más salada, según el color del que se desprende.

Mientras pintaba la pared de verde, me pareció oler la hierba en la que nos besamos hechos un ovillo. Después pasé al azul turquesa y volé, rodillo en mano, rozando apenas las nubes de gotelé que me acercaron al cielo.

Más tarde, el naranja trajo el sol a la habitación y vistió tu ausencia con la miel del sendero que mis labios abrieron hacia el amor por entre tus senos altivos.

Sé que no volverás —quiero parecer convencido—, ya me lo dijiste con un hilo de voz entrecortada. Pero es que, esperar imposibles, me tiñe los días grises del corazón, de rojo y plata.

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