Instanteca

Una colección de instantes

Página 23 de 43

Nombre

Lo inolvidable no tiene fecha ni hora. Es, más bien, una sensación conocida y perturbadora que te devuelve, de repente y sin aviso, el detalle minucioso y exacto de lo vivido.

Por eso es que aún siento, entre mis dientes, el nudo de aquel collar; tu pulso acelerado que me late por dentro, el aroma dulce de tu cuerpo que se enreda en todas las brisas y tu voz, entrecortada, que me parte en dos la respiración contenida.

Noto tu pelo enredado en mis manos y tus ojos cálidos ardiendo en los míos con esa luz mágica, la que le da a la vida el color de los sueños, que vuelve a salir de ti cuando los cierro.

Lo inolvidable no tiene hora, ni día, porque no sucede ni caduca. Deja de ser recuerdo, ni olvido, ni sueño, ni sombra de duda, para formar parte de la verdad desnuda e indivisible de uno mismo. Y ya nada consiste en acertar con las fechas, que es un asunto anodino y vulgar, reservado a lo despiadado de las agendas.

Porque, desde aquel instante, cuando tus labios enjutos, tan cerca de mí, se abrieron para susurrarme al oído que te abrazara, abril se me hizo un libro infinito. Es tu nombre, el que está escrito en todas sus páginas.

Pétalos

Ha amanecido alfombrada de pétalos del celindo la escalera del patio. Los he visto temprano, al bajar, con las luces del día apenas asomadas a la sombra de las casas.

Cuando me puse a recogerlos, me quedé un rato absorto en el viento que los arrancó, en el dibujo que hizo con ellos el azar y en la melancolía que hay en las ramas que tuvieron que perderlos y ahora quisieran volverlos a encontrar.

Muchas veces me han hecho preguntas sobre el laberinto. Que si para qué escribo, que si para quién, que si digo la verdad o es que me la invento…

No me sorprenden quienes me interrogan, porque todas esas cosas ya me las había preguntado yo primero. Aunque, en ciertos momentos, es inevitable que me resulte cansino responder siempre a lo mismo, en el fondo, me gusta que me den ocasión de explicarme y explayarme a la vez.

Lo que sí que me resulta especialmente difícil, es decir a los conocidos que escribo. Me da tanto pudor que, de hecho, son pocos los íntimos que saben del laberinto, y de entre ellos, menos aún los que se pierden en él. Quizá, quizá, calculando por exceso… ninguno.

A ella me costó menos apuro decírselo, porque es nueva en la costumbre de conocerme y porque me pareció persona prudente y comedida. Se lo dije simplemente, sin más, como el que mira para otro lado esperando impaciente que le vuelvan a preguntar.

Pero ella, sin más, simplemente, con esa inocencia que da la virtud de no dejarse arrastrar por lo evidente, me clavó hasta el fondo su curiosidad:

———¿Y qué escribes?

No le supe responder. Me sorprendió de forma sutil pero rotunda, más que la duda, el que yo no la hubiera tenido primero. Ni siquiera yo mismo recuerdo haberme hecho esa pregunta. Un poco contrariado, le contesté, sin más, simplemente: «No lo sé».

Probablemente no vuelva a asomarse a la ventana, así es el azar, y, aunque volviera, la aguja de la conversación no se enhebrará otra vez con el mismo hilo. Aunque me gustaría, por lo menos, hacerle saber cuánto me ha servido su pregunta.

Por eso, por si acaso el azar es caprichoso, desde aquí le hago saber que le estoy muy agradecido. Porque ahora ya sé, por si alguien, o yo mismo, volviera a preguntar la misma duda, lo que voy a contestar.

Que pétalos son lo que escribo. Simplemente, sin más.

Resistencia

Prefiero que no haya prisa para las despedidas, pero, cuando llegue el momento, que sean cortas. Que no dé tiempo apenas a hacer cábalas sobre las ausencias que se avecinan esperando en la sombra.

Cauterizar la herida duele menos que dejarla abierta toda la vida. Los malos caminos hay que andarlos aprisa y, despedirse, es en el que más hay que correr. Cortarse las alas es mejor que llevarlas encima y no poder abrirlas después.

El desapego progresivo, al final, resulta más doloroso que un adiós emocionado y corto. Para el olvido existe cura, pero para la duda, no. Cortar los hilos de un tajo puede resultar muy duro, pero si no, siempre acaban quedando nudos para los dos, que se enredan en los nuevos hilos que se irán formando.

Pero además digo, porque soy contradictorio y absurdo, que también me gustan las despedidas largas, los abrazos profundos y sentir el paso de los segundos mientras veo como se marcha.

Y me gusta esa forma de irse yendo poco a poco, con parsimonia, de dar el primer paso y retrocederlo para añadir otra palabra que sobraba, de decir hasta luego y desdecirse ahora mismo con otro par de frases sueltas que no llevan a ningún sitio, de respirar hondo para decir lo mismo que se hubiera dicho sin respirar…

Ese modo de poner un punto, que nunca se sabe si será seguido o final, me hace arrugarme sobre mí mismo para sentirme intensa y estúpidamente humano.

Humanamente estúpido, contradictorio y absurdo, porque las despedidas que se alargan me dan tiempo a recordar que sólo se quiere a quien se ha perdido, que nos acabarán olvidando quienes nos despiden y que, cuando por fin nos decidimos a tomar la palabra, ya es tarde.

Lo verdaderamente terrible, es que el corazón se acostumbra a olvidar, aunque yo me resisto. Y, para que no sepas si prefiero las despedidas cortas o largas, antes de que sea tarde, lo que quiero es decirte que no te vayas.

Distinto

Hace ya un tiempo que me noto distinto de cómo era antes. Pero no físicamente, aunque no pueden negar mi cuerpo las huellas del tiempo que me ha ido atropellando desde que nací.

Ese es el cambio natural y constante que todos disfrutamos y sufrimos por el simple hecho de seguir vivos. Y no me preocupa en exceso ni la falta de pelo en la frente, cada vez más despejada, ni las arrugas que, insistentemente, pugnan por convertirse en marcas registradas.

Ni siquiera me asustan las manchas que surgen y redibujan el mapa de la piel que muestro en primavera. Tampoco me molestan demasiado las pequeñas averías que producen el desgaste de rozarse con el mundo, ni la miopía que avanza enturbiando mis gafas de lejos. Ni que me falte la energía para hacer todas las cosas que antes hacía y que ahora ya no puedo.

Pero no, no es eso. Estoy hablando de un proceso más sutil y más intenso. De cómo he perdido el olfato y el gusto. De que el mundo se me está haciendo, poco a poco, más rectangular y menos redondo; menos rugoso y más plano.

Estoy, lo presiento, en mitad de una metamorfosis aguda que no sé si es posible, irreversible o nula. O si es un sueño, o un viaje astral, o la sombra de una duda.

Me siento volátil, parpadeante en mitad de una burbuja, abriendo la boca para no decir palabra, encontrando excusas para que los demás me señalen con el puntero. Alimentándome a base de comentarios, teniendo tema o skin en lugar de pelo, custodiado por apaches en un rincón de la base de datos. Me noto crecer los dominios, los enlaces mutan a otro color. ¡Caramba!, me han injertado un contador en mitad de la cara y en lugar de nariz y ojos, me salen tres uves dobles en las fotos.

Creo que el cambio ha sido completo. Desde hace un tiempo, para el resto del mundo, yo ya sólo soy una url. Aunque aún espero que tú, si no es demasiada molestia, seas capaz de romper el hechizo y devolverme a mi estado natural, el de búho con princesa.

Hormigas

Es el tiempo de las hormigas, de su apariencia indistinguible, de su mando férreo y su avance imparable. De sus filas, ordenadamente aleatorias, de su ambición insaciable y su obediencia ciega.

Hay, en mitad del parterre central que bordea la escalera hacia el patio, una jardinera pequeña, rectangular, anónima, que alberga un puñado de plantas de fresa. Por casualidad, caprichos de la prisa, la tierra de su interior no tiene la superficie llana, como la de las otras macetas, sino que aparecen varios montículos baldíos, una mini cordillera, de entre los cuales surgen los tallos.

Cuando quise darme cuenta, cuando perdí la vista en su falta de protagonismo, estaba tomada por las hormigas. Subían hileras por los cuatro costados y, en las hojas verdes, campaban las soldado sin miramientos. Acosada en una esquina, una babosa pequeñita dejaba de estar inmóvil, meditando, para intentar escapar por el barro cocido de la horda negra que se le venía encima.

Las plantas vecinas no dieron aviso o, si lo dieron, lo hicieron con la voz bajita de miedo. Los frutales altos, los cipreses y el laurel, ni siquiera fruncieron el ceño cuando la jardinera, acribillada por las hormigas, pidió socorro.

Ni tan siquiera el laurel, tan predispuesto él, hizo un gesto, ni movió una hoja, como cuando aquella langosta rebelde se detuvo sobre un renuevo. O como cuando en el celindo empezaron a construir las avispas y el laurel, con un golpe de viento, tiró con una rama medio jardín porque apuntó mal al avispero.

Las fresas y yo dábamos por perdida la jardinera, un imposible que se sueña y que ya sólo habita en el corazón. Y, como todos los sueños lejanos, casi se me había olvidado a fuerza de no nombrarla.

Pero noto ahora un inútil espíritu olímpico, relleno de brindis al sol e impostura barata. Ahora, cuando las hormigas deciden pasear la misma llama que ya otros insectos pasearon, fingen las plantas poner el grito en un cielo del que, posiblemente, nunca lleguen a tener mapa.

Ahora, con los contratos ya firmados, ensayan artificios publicitarios, comienzan la comedia diplomática y revelan la falsedad de sus intenciones. ¡Qué irracionales fueron siempre las hormigas! ¡Y qué hipócritas las plantas!

Yo ya sólo puedo creer en mandalas, dibujarlos con polvo amarillo de azufre en las hojas y musitar este mantra. Exiliar fresas en otras macetas y esperar que un invierno crudo se lleve lejos a la hormiga reina, a todos sus zánganos secuaces y a los de algunos árboles, «amigos» de la jardinera.

Y que las propias hormigas rompan las filas para revolucionar los claveles.

El ruido del mar

Escuché el ruido del mar, sentado, con la mirada perdida, con la cabeza tendida sobre un hombro imaginario. Me tomé cada sonido despacio, como un pastel que, al morderlo, explota con toda su fantasía desde el cielo de otra boca.

Porque llevaban escondida música de abecedarios y melodía de sueños y ritmos del corazón, aquellas palabras tuyas me sonaron a canción en cuanto salieron de tus labios.

Me quemaron la lengua como versos descarnados que abren la misma herida que cierran, como poema convulso que se estremece y me revuelve con un pulso que no cesa. Como un dardo certero que despierta del silencio lo que ya no se quiere desvanecer.

No hay día en que no quisiera seguir contigo en la arena y beber a sorbos de tu sed y leer de nuevo, así de cerca, las líneas de tu mano que acabaron en mi piel.

Porque llevo escrito para siempre el abril de tu pecho encendido en dos claveles, el febrero cálido de tu vientre desnudo y un nudo de aromas que no se deja desatar.

Pero esta noche sé que voy a tener un sueño especial. Un sueño distinto en el que, cuando tu corazón espiral se me acerque al oído, se despierte conmigo el ruido del mar.

Párpados

Ahora que están dormidos todos aquellos que me despiertan los sentidos y me envenenan la sangre de vida, me siento algo somnoliento, un bostezo solitario, un espejismo pequeño de esta noche tranquila.

Cuando sonríen sin medida, cuando florecen a la luz de una tarde amarilla y azul sus espíritus claros, yo mismo sé que me siento un tanto sonrisa, un poco sol y un principio de abrazo enarbolado.

Pero si le negasen sus manos a mi piel, a mi pelo, si cerrasen los oídos a mis palabras—sonda, si apagasen sus iris cóncavos a la llamada de mis pupilas, yo me sentiría, en ese instante, ¡tan ciego! ¡tan sordo! ¡tan inválido!

¿Te parece, entonces, extraño que, cuando lees lo que escribo, sienta yo corazones furtivos palpitándome en los párpados?

Ícaro

A la hora previsible de los fantasmas, cuando el mundo se concentra bajo el sombrero de una bombilla encendida, empieza este asunto curioso de enhebrar sintagmas y emborronar trabajosamente las rimas.

Cuando ya sólo me queda por hacer lo importante, lo que dejé para mañana aparcado en doble fila, cuando encuentro acomodo en la noche solitaria sin tener que sacar número ni pedir cita, despliego las letras aladas y le abro la puerta, sigilosamente, a las palabras.

Me dilato en ellas, me amplío, me lanzo al vacío de cabeza y me voy haciendo más grande, más ancho, más eximio. Excelso y conspicuo, me elevan al infinito los zancos de palabras que me voy calzando por el camino.

Consigo ser enorme, inmenso, importante, cuando voy bajando por la escalera de los renglones. Me convierto en un inusitado gigante, que lanza las redes de la melancolía para capturar los instantes y que queden atrapados en el azúcar que rezuman.

Y crezco, aumento, me extiendo. Progreso con botas de siete leguas y sobrevuelo el mismo laberinto que voy construyendo. Añado textos, reviso frases y trepo a dos tecleas por la judía mágica hasta tocar el cielo, sin miedo, porque es el único sitio en el que no siento vértigo.

Pero el sol siempre derrite todas las alas que se fabrican con plumas ajenas, Ícaro se despierta dolorido y desangelado y, por la mañana, cuando leo despacito lo que escribí la noche antes, vuelvo a ceñirme a mi papel habitual de increíble hombre menguante. Tan chiquitito, tan anodino, tan insignificante.

Forastero

Apenas tengo recuerdos de Granada. Debe ser porque sigo viviendo en ella y tan sólo la ausencia de las cosas enciende el fulgor insólito de la memoria. La transito indolente, olvidado de la tierra que piso y de quienes la anduvieron antes conmigo.

La miro a todas horas sin verla, porque la llevo en el blanco de los ojos cuando los cierro. Sólo los forasteros de ojos vírgenes saben echarme en cara el error terrible de no buscar lo que se tiene alrededor y no se capta más que desde lo simple.

Apenas tengo recuerdos de mi casa. La palpo todos los días con la misma ansia de refugio que me secuestra en sus paredes sonámbulas. Me rozan en sus estancias todas las horas de la vida y llevo grabados, en un pliegue de las pestañas, los ruidos imposibles de su espíritu estático.

De vez en cuando, vienen extraños de ojos lejanos, que son los únicos que me pueden apuntar en las pupilas que está torcido aquel cuadro, que esa baldosa no es tan solitaria y que ha envejecido el sofá más que la moneda que se cayó dentro, como en un bolsillo imaginario.

Apenas tengo recuerdos de mi infancia. Debe ser porque aún vivo en ella y no han tenido tiempo de secarse las fosforescencias de su tiempo pasado y traspasado de inocencia. O porque la tengo a mano, cuando la extiendo al vacío, en un gesto cotidiano de mirar lo imposible y perderme en lo vano.

Algunas veces, voces que antes lo fueron de niños huecos de ojos claros, me avisan a destiempo de su efecto contrario, del dolor de la vida dormida tanto tiempo esperando y de que, las lágrimas, ya no me dan saltos ni cuando aterrizo de golpe en el suelo, tropezando.

Pero de ti, corazón, de ti, todo lo que tengo son recuerdos. Debe ser porque ya no te tengo, porque me lates sin ruido, sin alma, sin deseo. ¡Quién supiera buscarte, a mi lado, y salir a tu encuentro con los ojos profundos, interminables y lejanos de un forastero!

Invisibles

Su atuendo era elegante, adecuado. Su silueta, delgada y femenina, sin excesos aparentes. Sin ser atractiva, no dejaba de ser bella, agradable para la vista, allí, detrás de la mesa, en la tarima desde donde desgranaba su presentación.

Su voz, ni monótona ni agresiva, prodigaba una dicción perfecta, con una claridad poco habitual a mis oídos, que envolvía los sonidos en un timbre casi dulce. Ni insolente ni irónica, amable sin afabilidad, cercana, pero manteniendo una distancia prudencial con el resto de la sala.

No caí en la cuenta hasta que no hubo terminado, de que yo sólo la estuve escuchando como música de fondo, de que la miré sin prestar atención, como si ella no hubiera sido más que otro adorno de aquel salón.

Para cuando acabó su discurso, la suerte ya se me había multiplicado por dos. Y los tres emprendimos ese viaje habitual, que siempre es un retorno, hacia el lugar en donde la memoria nos acaba llevando, de risa en risa, para demostrarnos, ante nuestros propios ojos, que ya hace tiempo que somos otros, aunque nos sigamos creyendo los mismos.

Cuánta gente pasa inadvertida, indistinguible. Cuántos se cruzan, anónimos, sin que notemos siquiera el remolino del aire que van dejando. Cuántos viajan, efímeros, por el mismo camino, al lado, tropezando con los hitos incluso, y echándose la rodilla abajo, sin dejar ni tan siquiera un pestañeo como huella de su paso. Invisibles, extraños, como nosotros también lo fuimos, aunque yo ya casi no recuerdo aquel tiempo y me cuesta imaginarlo.

Y sin embargo, ahora, cuando nos vemos, retomamos el pulso en el mismo sitio en que lo dejamos, nos seguimos reconociendo. Posiblemente, más que por lo que vimos los unos en los otros o por lo que vivimos, por lo que echamos en falta cuando no nos vemos y por lo que recordamos haber vivido juntos.

Porque lo que une a las personas, mucho más que las grandes palabras, es lo doméstico, lo cotidiano, la rutina compartida. Las conversaciones sin hilo que acaban en madeja, los gestos de complicidad que nadie más entiende, las palabras espesas que sólo se desatan, tranquilamente, delante de una cerveza.

La noche fue imprevista, fantástica, bella. Con la belleza extraordinaria de no ser sorpresa, sino costumbre. No sé que más decir, que tuvo ángel y humor, que se palpó el espíritu de la ternura, que regresamos al zen. Que nos quedamos con ganas de más y que, seguramente, la echaremos de menos hasta la próxima vez.

Pero, acordarme de nosotros juntos, mirar hacia detrás y hacia delante, me convence de que, en este preciso instante, en alguna parte del mundo, queda alguien, invisible, que ahora no se puede ni imaginar que acabermos siendo amigos.

Desconozco el mecanismo que desplegará el azar, ni la potencia de la chispa que estalle, ni la fórmula de la alquimia desencadenante ni el hilo que nos unirá. Pero ya noto aquí, en el pecho, la misma suavidad, el mismo hueco, la misma inquietud que tengo cuando, de tanto en tanto y por casualidad, nos vemos y me salen de dentro las ganas de abrazar.

« Entradas anteriores Entradas siguientes »

© 2025 Instanteca

Tema por Anders NorenArriba ↑