Una colección de instantes

Preludio (Página 14 de 18)

No fue la lluvia la que vino

Por la senda de las luces, por el camino de las rayas blancas guardianas del viaje, la luna llena empezó a ocultarse entre las nubes silenciosas y grises hacia las que me dirigía.

Apenas transcurridas veinte luces, la noche empezó a dejar un mensaje Morse de gotitas en el cristal, alargadas unas por el viento y otras redondas por la gravedad, en el que no supe descifrar todo el silencio pasado que se iba quedando hundido.

No fue la lluvia la que vino, sino que fui yo quien salió a su encuentro, cada vez más monótono, más espeso, atravesando el aguacero que me recibía ladrando paciente y alborotado, como si regresara indemne de un destierro sin final.

La noche se me fue restregando, espachurrándose, haciéndose líquida, deformando el paisaje en una acuarela lívida que derramaba los colores y las formas sobre el paisaje.

El vaho acudió, como una niebla en el espíritu, pintando fantasmas donde antes hubo casas y semáforos, cuando la algarabía de agua sonaba ya con ráfagas de desolación. Ni un sólo ángel apareció en bienvenida cuando el aire agrio acertó a despejar mi mirada, perdida en el interior.

Hubo que volver, desandar el camino con las manos vacías, despedirse de la tormenta envuelta en alfileres de plata que me recibió completamente abierta de ruidos. Mientras, en la huida que llamamos retorno, los charcos, al paso aplastante, chillaban su orgullo herido escupiendo en las aceras.

Poco a poco, de regreso, el ruido de agua se convirtió, primero en rumor; luego en eco entrecortado que hacía chirriar esos dos hilitos negros que siempre bailan en el cristal con un ritmo cansino y cansado de sonámbulos despiertos.

Ya en casa, intentando evaluar los desperfectos, trazando las huellas, nada hubo que delatara lo sucedido, ni siquiera una humedad. Como mucho, algún suspiro apagado que parecía, o bien un pago por el esfuerzo del viaje baldío, o bien un alivio recobrado.

Esta es la historia, simple, sin recovecos, una historia fugaz que no dio tiempo ni para que una manecilla acariciara a la otra con esa indiferencia tan posesiva de quienes se han visto ya tantas veces en el mismo sitio.

En apariencia, todo apunta a que estoy relatando la leyenda de un aguacero que sucede afuera. Y aunque no fue la lluvia la que vino, bien podría haber descrito una tormenta interior. ¡Se parecen tanto las tormentas que suceden en ambos lados del corazón!

Simples palabras

Todo eres tú en estas tardes brillantes del otoño recién llegado, cuando el sol blanquecino besa los cristales que dan al patio y el cielo palidece, destiñendo el azul del verano por este otro más gris y más lejano, en el que sólo se atreven a nadar algunas nubes erráticas.

Todo eres tú cuando los rayos oblicuos reconfortan la piel y se me cierran los ojos, encandilados y perezosos, abrigándose con el runrún del aparato encendido en el salón solitario.

Todo eres tú, intangible, cuando giro los sueños de medio lado sobre el sofá imaginario que me sujeta a la vida. Cuando resbala mi mano hacia la caída abierta que mis muslos cálidos han ido dejando, mientras se acurrucaban para dejarte el espacio que acabas de rellenar.

Me sujetas la cabeza para que no resbale del respaldo, me recorres con tus manos de sirena, de sur a norte y de pierna a pierna, desencadenando la avenida de una sangre prófuga y aferente, que no acepta más salida que el orgasmo contenido o la vigilia permanente e intempestiva.

Todo eres tú y yo te noto, al ir despertando, entre la niebla de los ojos, en el peso de los párpados, en la endeblez de las piernas. La tarde, ya marchita, hundiéndose con el sol predispuesto a hincar la rodilla en el horizonte, se vuelve más viscosa con cada tic de las manecillas que laten en el reloj. Y tu presencia intuida se va retirando, dejando agujeros por los que la más densa de tus ausencias me atraviesa de lleno.

El paso fugaz de este instante que, a ojos de los demás tan solo tomó la forma de un parpadeo, ha consumido un universo completo. Todo lo todo que antes eras tú —otoño, rayo, giro, espacio, luz—, se ha vuelto a convertir en nada de nada, sombra de ruido, niebla de olvido, humo de vida… Y ya sólo puedo encontrarte aquí, en estas simples palabras vacías.

Pues eso

Ese algo que comienza —borrador, principiante—, es como un eso, invisible, excitante, que nadie adivinaría.

Después del tiempo de la completa confusión, la cosa se aclara un poco, pero no del todo. Porque los pasos indecisos siempre dejan huellas solitarias sobre el mismo fondo. Y no sucede nada.

O eso parece, por fuera, pero por dentro vacila una inquietud diferente, un ansia desconocida, un hueco que rellenar —urgentemente— con las acciones consabidas. Uno dice algo, queriendo decir otra cosa; el otro contesta, sin concretar demasiado, con otra pregunta más gorda. Y así, sucesivamente…

Adictos y confesos, engañados y sinceros, la cosa empieza a cantar cuando se procuran la medicina necesaria para que les mantenga enfermos de aquello que todavía no saben aclarar. Se preguntan, azorados, en ciertos momentos de la soledad de su cuarto, que cómo puede pasarles eso… ¡a sus años…!

Y sucede lo inevitable, lo que tanta energía despilfarra y parece cambiarte la vida dejándola, aparentemente, intacta. Entonces, irremediablemente, las estrellas y la luna deciden personarse en el evento y lo pintan como un cuento de hadas.

Pero la cosa es caprichosa, nerviosa e inconstante, sube y baja, corre y se detiene, merengue rosa y veneno de marca. Les guste o no, se dejan huellas marcadas y un final repetido les sorprende, siempre, llegando por la espalda.

Por último, la abstinencia, las dosis se acaban y hay que echar mano de lo que se pueda para soportar la ausencia sobrevenida. Literatura, pilates, playa con la familia, mascotas o chat, da igual, no importa cuánta mercromina se derrame. Este eso sólo lo puede cerrar otro eso que se abre.

Contada así la cosa, creo yo que ha quedado clara la trama del asunto. No le hace falta ni un punto ni una coma. Pero ¡ojo!… Que te cuente esto no quiere decir que yo… ¿vale?… Ni tampoco digo lo contrario, ¡faltaría más!, tú me entiendes… No vayas a pensar que… ¡eso no!… no sé si me explico… ¡pues eso!…

Asíncronos

Llamé al timbre y esperé. El tiempo pasó sin que pasara nada hasta que fue la hora de irme. Y justo después de doblar la esquina, no vi que tú llegabas.

Sé que me llamas, hay lucecitas rojas, cuando yo no estoy. Por más prisa que me doy, al llamarte siempre escucho una voz de lata.

Cuando trabajo, descansas. Si yo subo, tú bajas; si me tumbo, te pones de pie. Y si te invito a café, tú pides horchata.

Pero nos encanta el desacuerdo, la discordancia y esta asincronía discreta. ¿No te parece eso es mucho, muchísimo más que una asombrosa coincidencia?

Lingüística

Las palabras son, a la vez, continentes y contenidos. Atlántidas, emergidas del empuje de los siglos, sujetando el peso de muchos significados superpuestos que empezaron a serlo, primero, por casualidad. Y después, por la insidia pertinaz de eso que llamamos costumbre.

Se combinan, se unen y se separan para formar nuevos cuerpos, nuevos mundos, nuevos sentidos. Nos contienen en lo que decimos, en lo que queremos decir y no sabemos; y también en lo que no decimos.

Y nosotros las arrastramos a través del tiempo, las contenemos al escucharlas, al leerlas, cuando nos rellenan con un no sé qué invisible que nos apacigua o nos revuelve, que nos empuja o nos tumba en la lona. Alas o lastre, subida o bajada… E incluso, hasta la indiferencia, el amor, el miedo o el olvido, los llevamos contenidos en palabras.

Como también llevo en mi sangre polvo de estrellas distantes, carne de otras carnes antiguas, huesos con quebrancías heredadas. Llevo escrito en la cara el sol que abrasó a mis ancestros, la misma agua que ellos bebieron; aunque el color del cristal con que lo veo todo, continuamente, no sea el mismo que inventaron ellos.

Ellos también me contuvieron, como el vaivén del agua sostiene la onda engendrada por la piedra. Como la hoja se mece en el viento que brotó, allá a lo lejos, de las alas inquietas de una mariposa. Como el ruido que crepita en la hoguera alberga en su eco la energía del volcán.

Así pues, en mi ignorancia, yo proclamo que todos somos palabra, sujetos a la vida y predicados por los ejemplos. Adverbios de tiempo, complementos en el azar, adjetivos para el recuerdo. Pronombres en las ausencias y artículos para los demás. En esta lingüística universal, nosotros somos palabra y la Vida es, al mismo tiempo, tinta que escribe y libro que completar.

Tengo la esperanza de que, cuando esta noche el dedo de la luna pase otra página resbalando su luz interminable por el arco del cielo, te atrevas a pronunciarme en voz alta. No ya mi nombre, residuo pretérito, no sólo; sino que me recites completo. Que me transformes en aire, que me quede vibrando en un hueco de tu oído y que me lleves así a todas partes y por todos los caminos.

Si ves que no es suficiente, si tardo o no llego entero, entonces, profiéreme a gritos. Que quiero entrar y salir de mí —deprisa, por favor, deprisa—, y contenerme así, contigo.

Calma

Esta noche, las hojas del níspero son cascabeles de aire muertos de brisa. El frío interior, aquí abajo, acolcha la estampa gélida de la sonámbula llena, escoltada por su séquito de estelas de luz de mundos antiguos.

¡Está todo tan quieto! El suelo, el cielo, el inmenso vacío de este patio… Hasta el rastro sutil de los pensamientos se detiene, por un momento, sobre un instante lejano.

No siempre estuvo así el otoño. También trajo vendavales que sacudieron el mundo de las copas de los árboles. Y tormentas de luces y ruido, relámpagos de ojos y lluvia fresca de tacones en el pasillo.

Pero ahora, como una tensa calma que siempre antecede al vertiginoso hilo de la vida, todo está quieto, tan quieto: el suelo, el cielo, el inmenso vacío de este cuarto… Hasta el corazón envejece inmóvil, latente, deshojado.

Puedo presentir, en ese viento que espero, el principio y el fin de otro círculo. Entretanto, me es imposible evitar que mis dedos vacíos, dibujantes de humo, se resequen en estos días caducos. Ni que se me desmoronen, después, con el tacto amarillo.

Esta tarde decías

Hablábamos del miedo. Esta tarde decías —ese es el más interesante atractivo de internet, el de incrustar con naturalidad lo asíncrono en lo cotidiano— que andabas como esperando que te ocurriera algo malo.

Luego, ya sabes, los paréntesis que se abren siempre acaban por cerrarse. O dejan puntos suspensivos en el aire hasta que se vuelve a coincidir.

Conducir me convierte en un objeto móvil pensante. Un mecanismo vegetativo se encarga de ponerse al volante mientras que yo dirijo el viaje por mi propio mundo, lejano siempre, consiguiendo —enorme triunfo para un hombre— hacer dos cosas a la vez.

He visto, al pasar, el coche averiado con sus luces naranjas que palpitaban, estresando la carretera con la angustia propia de no saber lo que está por ocurrir. Con la fantasmal figura fluorescente de los chalecos rayados, que tienen la dichosa costumbre de sembrar incertidumbre en la oscuridad.

He parado a preguntar con la mirada, por si podía hacer algo, pero el conductor estaba hablando por el móvil y me ha dicho con gestos que gracias, que estaba todo resuelto. Y he seguido atravesando la noche, volviendo a conducir en mis pensamientos.

A la vuelta, ahí seguía todo, esperándome, detenido. Parecía el escenario de una película listo ya para el rodaje. El hombre me ha reconocido al pasar y me ha saludado. Como si me estuviese esperando

Como si todo me estuviese esperando. Como si las cosas estuvieran ahí, latentes, expectantes a mi paso. Como si todo —el cielo, la luna, la distancia que nos separa y nos une— existiera sólo para mí y fuese yo solo, sólo yo, quien les ocurre.

Y he llegado a casa pensando otra vez en el miedo, en que existe, en que sus efectos son palpables y los reconocemos. Y en que quisiera saber si realmente sólo tú y yo somos los únicos que lo sucedemos.

Viernes

Parece ser que hoy es viernes, eso dicen cuando pregunto, pero los días no tienen marca visible cuando el sol los pare medio dormidos. No es que lo dude, digo yo que lo sabrán de buena fuente, como todo lo que saben cuando le dicen a los demás lo que deben hacer.

Pero el caso es que la mañana ha transcurrido como la del lunes, liviana, monótona. Con un cielo indeciso entre descargar viento o agolpar nubes en el cuadradito que se ve desde la ventana.

La tarde por el contrario, ha sido tarde de domingo. Sobremesa de sábado y, después, el sol cayendo lentamente sin paracaídas sobre las montañas del patio. Algún ruido disperso de niños, como los martes impares, pero nada más.

Y la noche, no sé, pudo haber sido jueves. No he sabido distinguirla de tantas otras noches fronterizas entre la soledad y la melancolía, aunque puede que sí haya tenido huellas más frescas, sueños más recientes en el escaparate de la luna. Pero las fantasías revividas, cuando hacen cosquillas en la piel de este silencio que cae de nuevo alrededor, nunca revelan su origen mundano ni dan nombres ni fechas.

Puede que sí, que sea viernes, no digo que sea falso, no me importa. De lo que estoy completamente seguro —mis manos temblarían si no, mi corazón saltaría por los aires y mis brazos extraerían aire fresco de entre las sombras— es que el día de hoy no ha tenido ni un sólo minuto de miércoles.

Trocitos

Las piezas, indistinguibles a primera vista, aparecen revueltas unas con otras. Una masa informe de teselas que usa una táctica antigua para esconder secretos. Los deja a la vista, pero partidos en trocitos que sólo cobran sentido si se colocan en el sitio adecuado.

Me gustan los puzles porque hay que mirar en cada suspiro de materia hasta el último detalle. Las partes se convierten en la máscara del todo, cubiertas a su vez por los matices de los colores, que responden de distinto modo a la luz que entra por la ventana según la hora en que se dan.

La forma de los bordes, rígida o sensual, despierta una cierta elasticidad dormida cuando se acercan al sitio preciso. Los límites de las piezas parecen fundirse, cobrar sentido, ampliar la frontera de lo conocido pero dejando que el misterio se expanda alrededor.

Hay que escrutar los detalles pequeños, como en la vida, y entender en ellos el mensaje que descifran y guardan al mismo tiempo. La sorpresa de parecer iguales y ser tan distintos cuando, tratándolos con mimo, oscurecen o despejan el paisaje en el que están inmersos, incrustados, silenciosos, implícitos.

En cada pieza acariciamos el puzle completo, que vibra en el misterio de ser descubierto; al mismo tiempo que se inventa a sí mismo en otras manos. En otras manos y en otros ojos, que actúan como espejos en los que mirarse.

Y después sucede la extraña catatonia, la sensación ineludible de que, además estar completando el puzle, es el puzle el que te va componiendo a ti, pieza por pieza, haciéndote ver con claridad las cosas cotidianas que antes nunca viste.

Darse deprisa ahoga el misterio en el crepúsculo incesante de los días. Por eso me gusta tanto que te des a trocitos, poco a poco, que te imagines y me dejes después imaginarte, un poco más completa, distinta cada vez, de ningún otro modo posible que cambiante.

Y en el orden de las piezas que me vas dando —sí, quizás todavía no te hayas dado cuenta—, en ese orden concreto y minucioso en el que te entregas, a mí me conviertes, también, en trocito pequeño de ese puzle revuelto y esponjoso que, algunas tardes de frío, lluvia o sofá, desearías tener a mano para poderlo contemplar.

Acorralado

Me tenías en vilo, atrapado en tu tela de araña, enrollado en la persiana de tus ojos, de tal modo, que subía y bajaba en ellos cuando los abrías y cerrabas tan despacio.

Pude huir, es cierto, pero ¿a dónde? ¿Hacia dónde se puede huir cuando tus pasos los guía la curiosidad de quedarse? ¿Cómo esconderse para que no te pueda encontrar quien uno ha imaginado, con tanto detalle, que casi parece real?

Traté de despertarme, lo juro. Me pellizque en el muslo, en la cara, en las redondeces del sueño que me atravesaba. Noté un dolor sordo de pinchazos de realidad, pero lo ahogaron tus palabras en mi oído, tus gemidos, tu manera de acariciar.

Me sentía como un pulso herido, acorralado contra tu ausencia. Por eso tuve que besarte ——¡tantas veces!—— en legítima defensa.

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