Una colección de instantes

Preludio (Página 13 de 18)

Universo

Estamos embarcados en esta nave redonda que recorre el Universo. En la cresta de la onda que llamamos presente, que se deshace en pasado a nuestro paso. Pasado del que sólo podemos atisbar la membrana cuando se asoma a la ósmosis de la memoria.

Viajamos a velocidad de desplazamiento al rojo, formando parte de la gigantesca flota de naves a la deriva que llamamos galaxia. Sobre un mar frío, hecho de materia oscura, perdidos entre las corrientes gravitatorias y las estelas de otras naves, sin abrigo contra los arrecifes de meteoritos.

Es imposible mirar a las estrellas que conquistaron el infinito para conocer la meta de este viaje. Los faros que se divisan son tan pasajeros como nosotros. Nadie oyó nunca hablar de costas en este océano, ni de playas, ni de continentes. Ni siquiera de un islote en el que echar el ancla y enterrar un tesoro.

Somos piratas, navegantes, pasajeros. Argonautas en busca de un vellocino que aún está por crear. Chispas fugaces, soplos, suspiros de tiempo, atrapados en la física de la realidad y perdidos en la fantasía de la memoria.

Seres endebles, puntos de claridad, compendios de moléculas asociadas. Criaturas sometidas a los átomos sin conciencia, pero con sueños de libertad. Espíritus errantes que sólo confiamos en otro espíritu cuando nos lo dicta, con un susurro, un tenue azar neuroquímico y hormonal.

Y a pesar de no ser nada, jugamos a los dados con la mano que mece el destino, tenemos visiones, avanzamos hacia el futuro y creamos los nuevos mundos que aún están por llegar.

No hay nada que tome nuestra medida, ni tan siquiera la vida que nos toca transitar. Vivimos aplastados entre lo gigantesco y lo infinitesimal y sólo tú y yo vamos al mismo paso, hacia la misma vertiente…

No te extrañe entonces, que me agarre a ti como a un hierro candente, que te abrace muy fuerte en las noches de tormenta y que tus ojos sean el universo que más me gusta contemplar.

Desnudo

Me dijo, más o menos, que a ver cuando me desnudaba… ¿O simplemente dijo desvístete? Es igual. No me acuerdo de las palabras exactas, pero la idea sí que estaba muy clara y la entendí sin esfuerzo.

Intenté quitarme la ropa, lo hice sin pensar, pero es que desnudo pierdo mucho y me da por tiritarle al otoño. Y cuando se me pone el vello de punta, es el otoño el que me tirita a mí. De la impresión, supongo.

Se fue enseguida —o se fueron, la verdad es que no recuerdo bien—, pero conmigo se quedó el frío y departí con él un rato hasta que me tuve que vestir para los asuntos cotidianos. Sin embargo, no consintió salir ni una sola letra de mis labios; porque lo que me pasa es que, cuando me desvisto, no puedo escribir.

En todo caso, porque me gusta complacer a quienes me complacen, intentaré ir aprendiendo, lo prometo, a sofocar el pudor de irme mostrando; eso sí, poquito a poco. Por eso advierto que, muy pronto, quiero aprender a escribir descalzo. Y después, si lo consigo, me quitaré también los calcetines, que ya me han dicho que son antieróticos.

Más allá de las tormentas, de los nombres de las flores y del reflejo del corazón que me dejé —¡cómo lo echo de menos!— en el otro lado del espejo, tengo que decir que, además de que yo no soy lo que parezco, nunca llego a parecer lo que soy. Exactamente igual que este texto.

Quizá desnudarse consista, precisamente, en esto y, la ropa que escribo, sea como el traje nuevo del emperador. Y la única manera de distinguir si lo que ves es piel o sólo tela, tal vez sea tocarme el corazón.

Fina lluvia

¿Aún recuerdas? Mis labios cayeron sobre ti como fina lluvia, como un concierto esponjoso de burbujas que encerraban el aire que guardaste para mí dentro de tu pecho.

Mis brazos fueron la hiedra que cubrió tu estatua conmovida, cincelándola en caricias sobre el torso inolvidable que sostenía tu corazón. Y en el jardín de tu piel creció el musgo de mis dedos, muertos de sed, por entre los pliegues cálidos en donde palpitaban tus secretos mejor guardados.

Quizá recuerdes, también, que los dos brotes que surgieron de tu pecho, se deshicieron en flores cuando me convertiste en un insecto de mil ojos de colores en busca de miel. Enroscado en tu piel, navegando en la curvatura de tu espalda, pude ver cómo se cerraban tus ojos, invocando sílabas extrañas con las que proteger en la memoria aquel sueño compartido.

Yo no dejo de recordar. Ni consigo apartar de mis oídos, convertidos en caracola, aquel mar de ruidos que me dejó escritos tu lengua espiral surgiendo de las sombras. Ni soy capaz de calmar este temblor de mis dedos cuando echan de menos tus manos, ni encuentro materia distinta del sueño con la que rellenar el hueco que me dejaste en los brazos.

Sólo que, algunas veces, no sé si trampa o mano que me tiende la vida, una voz que se descuelga me enciende la emoción contenida. Hablas disfrazada, tapándome con un dedo, haciendo bailar letras encadenadas, recordando el sonido de una canción… ¡Qué pronto se me acaba!

Después, miro por la ventana cómo el día se ha salpicado de gris y suena el agua en las aceras. Entonces, me dejo sumergir de nuevo en esta dulce melancolía, que me lleva deprisa al principio sin fin. A cuando mis labios cayeron sobre ti, como lluvia fina. ¿Aún la puedes sentir?

Chirrido

Intenté escribir sobre la emoción que siento al verte. Repasando —y reposando— las palabras con las que hacer público el magma de tus ojos que, cuando los fijaste en mí, andaban como desafiando fotones y palideciendo estrellas.

También probé, en algunos renglones, a decir cómo son tus manos y qué clase de electricidad tiene su tacto, con la intención de pedirte tenerlas otra vez de mi lado. Después, quise describir la tersura de tu pecho cuando me pedías, en aquella penumbra, que te abrazara de nuevo, sin saber que eso es, precisamente, lo que yo te diría en este momento.

Pero al leer lo que con tanto esfuerzo he escrito… no sé, algo no funciona. Lo he revisado, he mirado punto por punto, coma por coma, letra por letra. No he encontrado errores ni faltas. Ni siquiera he podido encontrar, aunque me puedo equivocar, como todo el mundo, ninguna inexactitud de esas que acostumbro.

Era exactamente lo que quería decir, lo que gesté durante mucho tiempo en mi cabeza, desde la piel, palabra por palabra, recuerdo por recuerdo. Y, sin embargo, no sé, hay algo que chirría cuando lo leo.

Por eso he decidido no ponerlo aquí. En su lugar voy a decirte, por resumir, que desde aquel día —y ya me parece que hace más de mil—, cada vez que escribo pensando en ti, me quedo sin adjetivos.

¡Vaya!, mira, también ahora. No sé qué es todavía. Sigo notando, en estas letras, que hay una ausencia de palabras que chirría. Si fueses tan amable de devolvérmelas, en serio, te lo agradecería.

Motín

Es la primera vez que me pasa desde hace mucho tiempo. Estoy un poco atrancado en las letras, no me salen las palabras y lo que quiero decir se tergiversa entre las rimas.

Otras veces es, nunca se acaba uno de acostumbrar, el resplandor del papel blanco el que me asusta y me encoge los dedos. Es posible que tú también sepas a qué me refiero.

Ninguna palabra es la correcta, los verbos se resisten y justo antes de empezar a escribir, la cabeza se vacía, se evade del compromiso, se envuelve en una maraña difícil de resolver.

Hoy, sin embargo, no es eso lo que me pasa. Más bien diría que lo contrario. Que tengo tantos asuntos en la lista de espera que hay un motín en la antesala y no hay manera de saber a quién le toca salir primero.

Podría poner en batería siete folios e ir salpicando frases en cada uno, según me fuesen viniendo. O no escribir en ninguno e irme a dormir pronto, que si me quedo hasta tarde y luego madrugo, apenas puedo despegar los ojos, que se quedan orbitando en las cuencas mientras yo aterrizo a tientas en el mundo.

Cualquiera de las dos tácticas sería una retirada, una derrota, darse por vencido y soltar las riendas. Pero escribir me sosiega, como un efecto placebo contra el mal de la existencia anodina, como una droga maligna que siempre pide más dosis y más continuas.

Y a mí, que me gusta ir pisando los charcos y vencer a las tentaciones con la estrategia de la sopa, me ha parecido prudente ponerme las botas y tomar dos platos.

Por eso me he plantado aquí, al final de estas letras, entrando por la calle de en medio y saliendo por peteneras. ¿Motines a mí? ¡De ninguna manera! ¡Acabáramos!

Autorretrato

Pierdo los nervios a manojos, pero los encuentro pronto, y soy más vulnerable a la palabra que lo que dejo entrever. Afectuoso, pero distante, me muestro más cercano bajo el influjo de esa clase de ojos que siempre reflejan luna llena aunque sea de día y esté menguante. Entonces me gusta poner el corazón por delante y dejar que me lo trasteen despacito.

Como también me gusta dejarme palpar enterico por quienes insisten haberme visto en un sueño. Entre tanto, no permito acercamientos —y menos aún si son platónicos—, y es por ello que me enroco por el lado de la reina y me encierro en la torre, a salvo de las miradas indiscretas.

Esa es la razón por la que nadie me reconoce, porque no me gusta darme deprisa. Prefiero ser sorpresa que rutina, ser misterio antes que gato encerrado. Me gusta guardar los secretos que me dicen al oído y conversar largo y tendido hablando en clave —preferiblemente de luna en lugar de sol—. Pero no sobre asuntos de amor, que son muy aburridos, sino sobre las pequeñas cosas de la vida que guardamos en el corazón.

Tengo el don del optimismo y la pesada carga de buscar continuamente el equilibrio. Por eso, cuando miro la botella, coincido conmigo mismo en verla media, a secas. Soy sensible, pero no romántico, en todo caso, un sentimental, que le gusta mirar atrás; no para querer volver al principio, sino para regar un poquito la hierba que pisamos al pasar.

Siempre estoy pendiente de todo, soy observador minucioso de cuántos me interesa observar. De los demás, la verdad es que paso un poco y no me suelo fijar. Mi primera impresión de alguien no coincide con la primera vez que lo vi, porque en esa fase tan temprana más bien ignoro lo desconocido. Sino que, de repente, un gesto, una palabra o un mohín, me despiertan los ojos y me doy cuenta de que hay alguien a mi lado que antes no estaba ahí.

Y no espero nada de nadie, para que nadie me haga sufrir. No juzgo, prefiero que, por lo menos, los amigos, no me confundan con un testigo, y omito fijarme en los defectos, para no sentirme mezquino. En los demás sólo veo virtudes, especialmente aquellas que yo no tengo el detalle de practicar…

Es muy corriente, porque soy descolocante, que cuando alguien se me acerca un poquito y empieza a conocerme, piense que vengo de un mundo distante. Pero aún no he conseguido volar en bicicleta ni que se me encienda el dedo, y mira que lo he intentado veces…

No soy fiel, que soy platillo —quizá volante—; ni tampoco infiel, en todo caso, no practicante. Me gusta parecer humilde, pero reconozco que en mí dormita un marisabidillo del todo a cien que sabe hacer de las suyas cuando todos lo miran y nadie lo ve.

Cuando escribo, es superior a mis fuerzas y no puedo evitarlo, siempre intento levantar los pies del suelo para trascender un poquito, para mirar todo y mirarme desde lejos, como si yo fuese un actor que hace de mí mismo.

Pongo el corazón en todas las ventanas, pero eso sí, nunca lo pongo todo sino, más o menos, la parte que tengo desocupada. Pero no cruzo el umbral, porque odio las puertas cerradas que me impiden el paso y no me dejan ver lo que hay detrás. También odio las que están abiertas, porque me invitan a pasar y no es que no tenga voluntad, es que la que tengo es muy caprichosa.

Siempre digo la verdad, mi verdad minúscula, con la rara habilidad inconsciente de que a todos les parezca mentira. Como efecto secundario, nadie me cree y lo más normal es que se rían y me tomen a cachondeo. El caso es que ya me he acostumbrado y también le sonrío a esta certeza de saber que no hay nada más increíble que la verdad.

Así soy yo o, mejor dicho, así me veo. Y así me veo porque es lo que los demás me hacen saber sobre mí. Conocerse es un asunto peliagudo que nadie puede hacer solo, porque la única manera de aprender cosas de uno mismo es mirarse en otros ojos.

Quizá, si me viesen otros, nunca podré saberlo, yo me parecería distinto. Esa es la incurable maldición que me acecha en todos los espejos.

Pintor que me has pintado
en este cuadro vago de la vida,
tan bien, que casi
parezco de verdad; ¡ay, pínta—
me nuevamente, y mal, de modo
que parezca mentira!

(Juan Ramón Jiménez, Ceniza de Rosas, 1912)

Desasosiego

Noto, a esta hora intempestiva, una incomodidad extraña. No me duele la cabeza, ni tienen los ruidos que escucho ese sonido como de agua que a veces la gripe tiene el detalle de producir.

Tampoco me duelen las rodillas, están tranquilas, y no me acosan con esa tirantez desagradable de haber estado todo el día de aquí para allá, recorriendo el lunes por el camino más largo, con los pasos cortos de un reloj brujuleándome todo el rato.

Ni siquiera ha cumplido su amenaza la advertencia cervical que me saludó esta mañana, justo al poner los pies en el suelo. Y la espalda se mantiene muda, sin soltar prenda de si aguantará el remolino inconsciente de la cama y el frío indeciso del otoño recién llegado.

No tengo sed, ni apetito, ni ningún trastorno conocido. Es más bien, qué sé yo, una inquietud, una aglomeración, un espacio vacío que presiento. Un pequeño desasosiego, como si no supiera dónde poner algo que tengo, como si estuviera descolocado y no pudiera ubicarlo en el entramado de los instantes que he ido atravesando.

Tal vez sea este hervor de palabras sin salida, el cascabeleo incesante de las letras agazapadas en los dedos, la tristeza oblicua del papel inmaculado que sube impaciente por la madrugada, retrasando, desesperadamente, una nueva despedida.

Será que noto con fuerza, a esta hora tan intempestiva, que no quiero que te vayas.

Evidencia

Se despertó agarrada a un gemido, envuelta en sudor, emergiendo con un lento y pesado pestañeo de entre las brumas de lo imaginario. El frío de la realidad, sobrevenida sin aviso, la golpeó con fuerza, dejándole la cara vacía, blanca, trémula.

Se enderezó para sentarse en la cama, en mitad de ese nublado espeso con que nos recibe la luz entornada de la vida cuando volvemos a ella. Todo parece estar bajo las sombras, hasta que, poco a poco, se aclara la estancia cotidiana que nos acurrucó bajo las sábanas y deja de ser irreconocible, para quedarse quieta, por fin, cuando ponemos los pies en el suelo.

El segundo empleo de las manos fue despojarse del pijama. Un acto íntimo, inseparable de la privacidad más completa, aunque no se haga a solas. Tan secreto como el preciso instante en el que se pliega la conciencia, doblando el mapa de lo visible sobre la cara del sueño.

Sintió la piel erizada por dentro y estudió detenidamente la dulce evidencia de sus pezones florecidos, que se mantenían encendidos y expectantes. Intentó dibujar en ellos, con un roce cauto, el perfil de los fantasmales labios que ocurrieron y que existieron tan sólo el momento necesario para degustar fresas a oscuras.

Notó caminos en su piel, caminos recorridos bordeados de besos, que aún palpitaban provocándole un hormigueo continuo, suave, casi tierno, que la transportaba de nuevo a los brazos sólidos en los que estuvo inmersa. No sabe cuánto tiempo —¿quién miraría el reloj en ese momento?—, pero lo poco que pareció durar sí que lo recuerda con un tenue halo de desazón.

Después pudo comprobar, en un tacto tímido e incrédulo, que todo su sueño se había estado derramando por entre los más sensuales vericuetos de sus piernas encogidas. Aún pudo alcanzar con sus dedos las últimas gotas rezagadas, que parecían querer huir hacia la ropa interior; para no ser descubiertas y así volver, intactas, al profundo refugio de la vida imaginaria.

«Soñar es vivir», se dijo para sí, mientras decidía si tapar todas las huellas y enterrarlas profundamente en la realidad bajo el agua caliente de la ducha. Soñar también es vivir, porque la vida no tiene partes, ni entreactos ni fases. Porque la vida es toda una y, aunque nosotros no lo creamos, al cuerpo jamás le quedan dudas al respecto.

Soñar también es vivir, pregúntale a ella si no, pregúntale cual es el no sé qué que hay detrás de su sonrisa mientras mueve la mirada perdida sobre la taza de café. O pregúntame a mí. Pregúntame si soy yo quién se cuela cada noche en su sueño, y por qué también me despierto, cada noche, cuando se despierta ella.

O la verdad bien podría ser exactamente lo que imagino, que aquella es la única realidad y que, ahora, yo sólo estoy soñando que escribo.

Dorian

Hay veces que me asusta mirarme en el cuadro, en ese que me regalaron los amigos. Ellos decían que salía favorecido, distinto. Con la piel más lisa y el pelo más negro. Con cara tranquila, como de saber bien lo que hago.

Después, pasado el tiempo, el cuadro fue cambiando. Envejecía, se arrugaba, exageraba los gestos y palidecía de miedo a ser descubierto por otros ojos distintos a los míos.

Yo me veía igual, idéntico, siempre con la suerte de cara y con el rostro pausado que se tiene cuando se aparenta no haber roto nunca un plato. Pero ya no miraba el cuadro y sus defectos, que eran los míos sin que yo quisiera saberlo. Lo tenía tapado con un velo translúcido, de esos que no dejan pasar más luz que la que envuelve las sombras.

Prefería mirarme en el espejo de otros ojos más cálidos, menos inquietos. Ojos que me devolvían en la imagen un cierto misticismo intrépido que, reconozco, me sentaba bien y por eso adoraba creérmelo.

Es tan fácil engañarse, verse siempre como uno cree ser, omitir los dobleces y las arrugas y tersar la piel imaginaria que nos cobija. Pensarse desnudo y fuerte, como vestidura resistente a la fragilidad que nos encoge por dentro la vida.

Y es tan sutil el velo, tan etéreo, tan sencillo romperlo, que, queriendo o sin querer, el propio o el de los demás, se rasga con facilidad ante cualquier contratiempo, justo por el sitio exacto que más quisiéramos tapar.

Corro a remendarlo, no es inútil mantenerlo puesto. Para ocultarme de los demás, también, claro, pero, sobre todo, de mí mismo. Para poder inventarme y ser otro que me guste más, aunque no exista.

Hay algo de ese cuadro en todos los cuadros que pinto. Por más que me empeño en mirar lejos, a otro lado, apenas llego más allá de donde alcanzan mis manos. Ahí empiezo el irremisible viaje hacia dentro. Al menos tengo el abrigo de la literatura y nadie nota que me pinto muy mal.

Aunque hay veces que me asusta mirarme en el cuadro, lo que me hace temblar es que tú lo mires. Porque tú me conoces, por lo menos un poquito, y contigo no me puedo engañar.

Así pues, regresar

Así pues, regresar es también difícil. Quizás, incluso más que irse, porque requiere más maniobra, es un proceso más delicado y tiene peligros que no se ven.

Volver significa reencontrarse con dos fracasos, con el que dejamos al irnos la primera vez y con el que traemos a cuestas. Nos acecha el peligro de justificarlos, de no dejar nunca de tenerlos presentes, de estar en inferioridad de sentimientos.

Además, hay que andar con pies de plomo, y eso es pesado, cansino y frustrante. Mirar con lupa en donde se asienta cada paso, para no tropezar con las huellas falsas que dejamos, espejismos que creemos haber dejado; para no recorrer de nuevo el mismo camino que nos hizo huir.

Tocar a la puerta y esperar que haya alguien, que te den permiso para entrar, como a las visitas, pero queriendo quedarse, analizando la posibilidad de no sentirse extranjero en donde ya alguna vez estuvimos como en casa.

Más peligros se ciernen, porque uno tiene la primera impresión que todo está como estaba, y no, nunca pasa, nada es igual aunque parezca lo mismo, todo cambia, todos cambiamos y lo cambiamos todo.

Hay que deshacerse de los que fuimos, para que no interfieran, pero, al desaparecerlos, vemos que se esfuman también la razón y las ganas que pusimos de parte del regreso. Porque lo transcurrido alarga su sombra y lo sucedido entre el antes y el ahora no parece nunca tener fin.

Entonces rumiamos continuamente el peso de las acciones, el volumen de las ausencias, la anchura del dolor. A veces son los demás quienes nos lo exigen, pero siempre nosotros mismos. ¡Y es tan difícil justificar con la cabeza correcta lo que hicimos con el corazón equivocado, o viceversa!

No queda más remedio, al fin, que llegar a un consenso con las ausencias y los recuerdos, remendar las fotos rotas aunque se les note el arreglo, hacer otra copia de las llaves del armisticio y fumarse por dentro la pipa del «nunca más». Desempolvar la palabra cariño y estar dispuestos a perdonarse y a perdonar todo lo que decidimos dar por desaparecido.

Así pues, es muy difícil regresar, porque nunca se sabe cómo, ni a dónde, ni con quién; y porque te das cuenta de que el mundo no se está quieto, sino que se mueve, que esta sensación de brevedad, de estar en tránsito, es lo único que no es pasajero, lo único que no es fugaz.

Lo mires como lo mires, querer volver es refugiarse sin saber hacia donde ir. Pero lo que más me cuesta admitir, sabiendo como sé que regresar es imposible, es que yo te dejara marchar cuando tú, eso decías, ni siquiera querías irte.

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