Una colección de instantes

Despertar (Página 6 de 14)

Reflexiones, refracciones y reflejos (I)

Siempre he sido búho que observa el mundo cuando anda medio dormido. Tengo los ojos abiertos desde muy pequeño y atiendo a las olas por las que navego, sintiendo la espuma y el bamboleo de su superficie líquida. Me fijo en los remolinos, en los peces, en la sal y en el vuelo de las burbujas que afloran jugando con Arquímedes y explotando luego, para perderse en el azar del viento.

No asisto al espectáculo de modo inocente, sino que me gusta enredar el tiempo de la madeja que se devana a mi paso. Mi tacto enturbia o aclara el paisaje, mis pies remueven las piedras del camino. Mi corazón da calor al aire que entra en mi pecho y, cuando sale de mí, se convierte en brisa suave que besa de lleno o en viento que aleja de golpe lo que tenía más cerca.

Este es el principio de mi incertidumbre. Del asombro del efecto que ocurre cuando mi tránsito transcurre despacio. De la forma incontrolable de alterar la vida que me ocurre alrededor y de por qué el azar me persigue tan de cerca, o tan de lejos, que se tiene que apartar para que no le pise los flecos.

Desde que escribo aquí, ha cambiado mi manera de ver el mundo. Ahora tengo un remo, para ir más deprisa y llegar más lejos. Pero me he dado cuenta, quizá tarde, que cuantas más paladas doy, más fuerte desconciertan, más nublan la visión, más salpica el corazón, más misterios burbujean. Y más trepida indecisa mi línea inquieta de flotación.

Confieso no percibir la realidad del mismo modo que antes. Del mismo modo que confieso el miedo que ahora me asalta, cuando dejo colgando a la deriva mis palabras engarzadas en este viento electrónico y fugaz que sopla sin regla fija. Sin saber, si no debiera recoger todas mis letras de sotavento y dejar que se pudrieran olvidadas en un fichero.

La vida, también se altera cuando la miras desde el espejo; porque la imagen que brota en su reflejo, a veces, es más compleja de lo que parece.

Reflexiones, refracciones y reflejos (II)

Es completamente cierto. Leer y escribir en esta pantalla me ha obligado a modificar mi visión del mundo y sus aledaños. Redibujo todas las fronteras con las sensaciones que me llegan desde más allá de las lindes de mi presencia física. Con viajes emotivos que alteran las leyes del tiempo y la distancia, plegando el mundo sobre el lomo de las palabras y desplegándolo luego, como un abanico de posibilidades que refrescan las horas en las que puedo acariciarlas.

Voy con una lupa en la mano, deteniéndome en los detalles que me tocan a la puerta de los sentidos. Escruto los paisajes, como buscando escenarios para los personajes en que me convierto al trasluz de nuevos instintos que voy descubriendo. Mido la luz del sol o la de la luna, como cineasta apostado fuera del encuadre, para fabricar con palabras peldaños pequeños que me suben a otros cielos y poder enfocar, desde arriba, las cosas que me ocurren en cada momento.

Llevo unas gafas de ternura, que amplían las briznas de la nostalgia que se me quedan prendidas cuando me abrazan. Un termómetro preciso, que calcula la temperatura de las palabras con las que archivo los instantes que me desgarran. Un radar sensible, una sonda de crepúsculos que busca sin descanso las sensaciones que me arropan bajo su manto cálido. Un sonar de ausencias imprescindibles, de corazones invisibles que me alientan, desde lo lejos, a cada paso. Y llevo el espejo mágico de la memoria siempre encendido, el corazón en bandolera y una sonrisa de niño, escondida, para un caso de emergencia.

Pero no todo es tan inocuo ni tan sutil, también hay efectos secundarios. Debo llevar cuidado para no tropezar mientras ando con las gafas puestas, para no caer de bruces y romperme todas las certezas. Para que me reconozcan con o sin ellas. Para que me dé cuenta de que las refracciones imprevistas del espejo están ahí al lado, enredando confusiones y maquinando desengaños.

Porque cuando se mira con lupa una flor, en ese momento, es el centro de nuestro universo, pero al apartar la lupa, deja de serlo. Porque cuando se lee sobre besos, caricias y ternuras, pueden parecernos palabras de amor o quedarse tan sólo en literatura. Porque, a veces, para recuperar un misterioso instante, se pierden horas del sueño hermoso que anunciaba la noche expectante. Porque las palabras llevan dardos afectivos que pueden herir a quien no está preparado para recibirlos.

Porque se pone el corazón tan al descubierto, que es imposible que no apetezca cogerlo, hacerlo propio, guardarlo con mimo y llevarlo siempre dentro. Por eso, no es prudente olvidar, ni un solo momento, que delante del corazón que estamos leyendo, también tiembla de levedad, el cristal del espejo.

Y si se rompe un espejo, como sabe todo el mundo, ya no tiene arreglo. Mejor entonces, romperlo juntos.

Ruido

Bendito tiempo en que la noche acaricia con sus brazos frescos de río los azotes que el día infligió con látigos amarillos de doce colas. Que me deja respirar las esencias pretéritas de las estrellas, que titilan al verme, salpicando el azul nocturno de un cielo quedo que anhela verano en el horizonte.

Es tiempo de pensamientos, aquí, en este insólito armisticio de la vida que ocurre en mi patio de baldosas descoloridas de sol y de paredes encendidas de vigilia. Vuelos delicados sobre los viejos asuntos de siempre, que se convierten en nuevos otra vez. Derrota consentida sobre el mar de las palabras que embiste con olas de locura bañadas en el cuarto menguante de la luna.

El relámpago de un ruido me saca del torbellino interior. Es la cancela de un vecino que ofrece gratuitamente su delación a la atención de todo el vecindario. Alentadas por su éxito de público, arrancan en una melodía incoherente, modulada sin ritmo ni patrón, los instrumentos de madera de la orquesta de puertas indiscretas de la calle adyacente.

Los metales de las cocheras suben el tono del concierto con su estridencia de cuchillo que rasga el aire. Un coche que intenta aparcar sosiega el estribillo con su bajo continuo y torpe. Suenan algunas voces esbozando una letra deshilada de llamadas y órdenes. Una moto, que sube la cuesta, ejecuta un solo sublime que eriza la piel y retiembla en los cristales emocionados que se despiertan del duermevela. Sólo en el calderón de los camiones se puede sincopar esta música, que acaba en aplausos de agua de llave sobre el estanque de peces, al otro lado de la calle.

Queda un silencio atravesado de hojas silbadas por la brisa, que permite escuchar cómo se acerca el verano ajustando su paso al de las horas. Vuelvo a la melancolía de la palabras sin escritura, rondadoras habituales en mis noches exhaustas de luna.

Allá, arriba, baja la persiana de aluminio, desgranando los adioses de sus agujeros al mundo que se van cerrando en fila, no sin antes dejarme ver en ellos el resplandor de una luz somnolienta que parpadea ordenadamente con invitaciones de compañía.

Conocer estos ruidos me enciende la verdad de saber que no estoy solo. Que no soy ciego que necesita huir de su propio laberinto de campanas. Que me acompañan en mi propia melodía, los armónicos impredecibles de este ruido de fondo anárquico. Como mi ruido se acopla con ternura, al de las otras voces de mi vida.

Huyo del vacío y me dedico a escuchar este ruido de fondo que, sinceramente, agradezco.

Favor

Me gustaría olvidar cada noche un recuerdo, diferir un instante, diluir un deseo. Entramar fantasías extrañas en algún lenguaje infalible, para deshacer los destellos de tu mirada y articular, con ellos, una palabra que pueda mantenerte lejos sin clavarme otra lágrima.

Aún fluye la noche sobre tu piel y se te derrama por los ojos. Aún me requeman en la memoria de lo increíble, los acordes del arpa que arañé entre tu pelo. Aún me mueve los pies, aquel baile de sonrojos que anunció con murmullos el comienzo de este sueño inextinguible que no se deja disolver poco a poco.

Es difícil olvidar el cielo cuando se vive entre las nubes. Cuando todo se reviste con ausencias de cristal intermitente. Cuando el breve momento en que no estás se interrumpe siempre con las piruetas de tu nombre en una ventana. Que nunca se cierra ni se abre sin que andes tú detrás, encerrada, quién sabe si para no verme.

Necesito que me hagas un favor, otro más, tal vez el último. Que, un día de estos en que apriete el calor, seas tan amable de dejar de serlo por un instante y me dediques, con tu mejor intención, un frío gesto de desaire.

Porque las manchas de ternura no se borran con azúcar. Sólo se quitan con vinagre.

Volverse

Te has vuelto de humo, criatura prodigiosa, te has vuelto intocable. Flotas a mi alrededor, como jirones de gloria, rellenando las pompas del aire que no puedo palpar. Hebras de vida ondulada que suben hasta las nubes bailando al compás de la brisa. Meces tu risa entre las manos que te buscan y, con un solo movimiento de viento, vienes, resbalas, besas y te vas.

Te has vuelto juguete del aire, vestida de espuma de mar. Te has vuelto fragancia, aroma, que entra, que sale del pecho y no me deja respirar sin haberme recordado un beso, sin haberme recordado un final.

Te has vuelto niebla. Te has vuelto sombra. Te has vuelto, sin mirarme, y te has vuelto a marchar.

Me has vuelto transparente. Como cuando se quiere olvidar.

Gatos

Maullando soledades, avanza con cautela el gato sobre la verja del patio que da a la calle. Lo mueve el instinto, un perfume escondido que nadie más puede apreciar, y lo atrae hasta las baldosas que, ignorantes del futuro, están vacías, de momento.

Más tarde, pero no mucho más, otro felino, de porte claro y mirada aguda, emerge de las sombras que la luna precipita sobre la enredadera de flores amarillas que nunca recuerdo cómo se llama. Animal sigiloso, sin embargo, se une, con el otro gato, al concierto de llantos de niño que surte la noche de magia y estridencia.

De debajo de la mesa verde —debía estar desde el principio, pero yo no la había visto, camuflada entre las patas— sale estirazándose una gata pequeña y rayada de pelo oscuro y orejas graciosas. Se contonea un trecho por el patio, moviendo el cuerpo con la elegancia de la certeza de saber que hay cuatro ojos que no la pierden de vista ni un instante.

Se reúnen, agazapados los tres, como dirimiendo una compleja partida de póquer que requiere esconder bien las cartas, equilibrar los nervios y estudiar las opciones. No tengo ángulo para ver bien lo que pasa desde la ventana y estoy cansado de estar de pie. Así que, aún a riesgo de estropear el cortejo, me bajo al patio con disimulo y me siento en el penúltimo peldaño de la escalera.

No se han dado cuenta de mi presencia porque el fragor de la batalla ha comenzado. Gemidos embutidos en risas feroces enturbian la noche mientras los relámpagos de las garras hacen amago de movimientos casi imperceptibles para mis ojos, aún ya habituados a la poca luz.

Unos revolcones después, y sin más desperfecto aparente que la humillación de la derrota, el gato más claro huye del patio por la escalera y me tengo que apartar de su camino para no quemarme con las chispas de furia que relucen en sus ojos verticales.

La gatita se resiste y juguetea, atiende e ignora los esfuerzos del ganador, hasta que éste consigue ganar su espalda y sujetarla por el cuello con los dientes. Entonces, bueno, ya se sabe, la naturaleza actúa con energía y se apagan pronto todos los ruidos de los vaivenes. Decido terminar mi desvelo y subo a la casa, no sin antes reconocer en el camino de vuelta, los ojos del perdedor apostados aún en la verja.

La noche siguiente —¡qué corto es el amor y qué largo el insomnio!—, empieza del mismo modo pero no termina de la misma manera. Dura el concierto de los gatos la noche entera —al menos hasta que me acosté— sin que la gata aparezca. Se pasa el tiempo muy despacio y me quedo un poco decepcionado, con la mente trabajando en el asunto. Tanto, que aún me pregunto si es que los gatos no saben de despedidas.

Así son las hormonas y así es la vida. ¡Tanto esfuerzo! ¡Tanta energía! Millones de años de evolución —y cinco de Biología—, para descubrir, en un rato, la verdad del aquí te pillo y aquí te mato.

Y aquí estoy —y aquí estamos—, como el gato, maullando soledad. Aunque, si nos paramos a pensar, quizá no sea para tanto.

Caja de música

Llevo escondida en mi yo más interior, una caja de música, como aquellas antiguas de madera pulida que, al abrirse, dejaban escapar los pasos inquietos de una bailarina. Silbidos atravesándome las esquinas, que, esta noche, se han abierto para ti sobre el creciente de la luna; pero no me preguntes cómo ni hasta cuando, porque yo no entiendo de cerraduras.

Primero brotó un tintineo, una risa de agua trenzándose en hilos, de un niño que mira embobado las maniobras marineras de las hojas y las flores. Más tarde, escuché un repique de abalorios desvestidos entre temblores, que dieron paso al chasquido redondo de ojos entornados, vencedores de todos los sueños, esperando recibir el timbre de mis manos.

Seguro que puedes oír cómo suena ahora, en este momento, el estruendo de los besos que no di. Que se mezcla con alborotos de piel desnuda, con escándalos jadeados bajo la luna y con el cascabeleo de aquellas bocas, tan lejanas, confundiéndose en besos de uno en uno y estrellándolos contra la madrugada.

Si prestas atención, distinguirás también el sonsonete de esa sonrisa que taladra desde una cuna, mientras la duerme una canción y me repica el corazón por la aorta abajo. Y el fragor de unos primeros pasos y campaneos de risa y monotonía de llantos. Y tañendo mi vida, desde el ras del suelo, la resonancia infinita de las sílabas más simples en los labios más tiernos.

Acércate un poco más, que ha empezado el bullicio de murmullos cruzados entre los labios que bebieron mi nombre y los nombres que emborracharon mis labios. El rumor de cascada que el agua del ayer me dejó en el alfeizar de la ventana. La algarabía de caricias, improvisadas en aquel abrazo. El sonsonete infantil de mis dedos cuando juegan con los dedos de otras manos…

¡Quién sabe! Ahora que ya la has abierto para sacar, podría ser, —no tiene tanto de locura—, que en esta caja que no se abre con clave de sol sino con llave de luna, puedas encontrar la ocasión, si lo decide el azar, para meter en ella tu voz y dejar que me acompañe su música.

Verde

Hay azules que se descuelgan, desde el sendero de los sentidos, sobre el agua limpia de las voces de niño. Sobre el techo de los montes que tiñen el horizonte de ecos lejanos, trastornados de rojo y negro cuando se acerca el ocaso.

Hay azules en la plata del mar encerrada en las conchas que la arena conforta y también hay azul en el vuelo liviano que soporta el aire entre los pájaros.

El blanco, sin embargo, abre las puertas del infinito, hiere los ojos de luz, limpia el camino de barro. Se derrama sobre el frío estrellado que resbala de los inviernos y se posa, en las ramas más altas de los árboles de dos manos, para recordar el tiempo descolorido que nos ha ido traspasando.

Del amarillo sale el fuego, a veces rojo, que escancia la vida y la sirve en platos redondos de certeza. Es el futuro que empieza, alumbrando el presente, escondiendo los sueños con un manto invisible. Calor que mueve la maquinaria del tiempo, desliando, poco a poco, el nudo imposible que cabe a lo largo de un siempre.

Pero, el verde… ¡ay, el verde! El verde se ha fugado con el negro de las noches y el rosa de las tardes. Se ha escondido bajo el sepia de los recuerdos y el cobalto de los achaques que pueblan la vida y la dejan en ascuas de rojo. Estaba en tus ojos y se ha tapado con gris. Se oculta en amarillos de agosto, en marrones sin luz, en los ocres del fondo y en las rayas de marfil.

Yo sólo te quiero verde, como el poeta paisano, porque verde me hiciste sentir. Pero mi verde se aleja cansado y se fuga de mí y no puedo pararlo cuando se vierte, y me pierde, sobre el ayer que pintó de verde —verde intenso, inmenso verde—, todos los meses de abril.

¡Ay de mi pobre verde! No puedes ser más transparente, ni dolerme más fuerte que al escribir que todas tus risas me sonaban a verde y me duraron un jazmín.

Dragones y princesas

Vomitaba el dragón alientos de fuego con los ojos encendidos y el corazón en carne viva. La niña pequeña estaba perdida, asustada, y se agitaba intranquila hasta que gritó con todas sus fuerzas en un idioma irreconocible, con tanta gana, con tanto sentimiento, que a punto estuvo de romperse este cuento.

Abrió los ojos sollozando a la noche. Apareció su madre como una sombra, siempre dulce sombra la de las madres, y se sentó a su lado sobre la cama:

——¡No te preocupes! Estoy contigo. Es culpa del abuelo y ese empeño que tiene de contarte unos cuentos muy feos.

——Mamá, he pasado mucho miedo. Ese monstruo me amenazaba y yo… —comenzó a sollozar— yo… sólo podía tener miedo.

——¡Calma, corazón, cielo mío! Sólo ha sido una pesadilla, no debes temer más. Recuerda siempre que los humanos, sólo existen en la realidad.

Al otro lado de la existencia, donde la vida tiene una capa más delgada, con su voz afectuosa consolaba otra madre, otra sombra, a una niña pequeña, endulzándole el miedo de pesadilla con una explicación viceversa.

Y yo, que no vivo ni en un lado ni en otro, sino más bien en las afueras, he traído para ti este cuento tan corto de dragones y princesas, que encierra dentro una verdad: Que cuando el miedo nos llena… no nos cabe nada más.

Insomnio

Los besos que no te pude devolver, me quitaron el sueño y trajeron el insomnio. Deambulé toda la noche por la casa, como un fantasma sin rumbo que atraviesa la madrugada con sus movimientos torpes y pastosos, aplastado por la lentitud de las horas y el vértigo de los pensamientos.

La cama se deshizo en muecas acolchadas que giraban en la estancia al mismo ritmo que mi angustia. Me desesperaba el más mínimo ruido, la más leve claridad me abría los ojos de par en par. Tan pronto tenía calor y enseñaba mi piel al mortecino espacio de la noche encerrada en la alcoba, como sentía un escalofrío que me erizaba el silencio y pedía a las sábanas el favor de un abrazo que confortara mi sombra.

Giré catorce veces, una más que la luna, y catorce veces varió mi centro de gravedad. Catorce veces apagué y encendí aparatos, me eché sobre la cama y me volví a levantar. Empecé catorce historias que no quisieron venir conmigo al desvelo y las tuve que abandonar —abandono, ¡qué triste palabra!— sin conservar de ellas ni un adjetivo de consuelo ni un verbo de soledad.

Me invadió la claridad del día cuando el agua templada, que empezó a correr por la cabeza, despejó las sombras de la noche en mi conciencia. Y con ella el castigo empezó el camino del final, mandándome al mundo con unas horas más de vida inquieta en el entrecejo y unas menos de sueño que los demás.

Entiéndeme bien, no me estoy quejando. Este insomnio es viejo compañero de viaje y a él le debo mucho más que las ojeras. Me permite ver el arco que dibuja la luna sobre la bóveda de la noche de estrellas, me empuja a revivir instantes y atraparlos en palabras. Me abre una ventana al mundo hecha de plasma y pueden en ella recorrer más distancia mis pupilas y mis labios. Me deja crear mi propio abecedario de sueños, retales que la vida me ofrece como consuelo, con los ojos constantemente abiertos, para hacerme creer que es la realidad quien llama a mi puerta. Y cuando llega el día, los puedo mantener indemnes y alerta, sin tener que despertar.

Luego llega de nuevo la noche abierta y la neblina me alcanza con su hecatombe, con su corcho en los sentidos, con los bostezos de reloj mal avenido, con los párpados en imparable rebote. Subo a la habitación con un hilo de conciencia que se ovilla por las escaleras, con una pizca de voluntad sumisa y enredada. Me echo en la cama y, mientras me abandono, noto tus besos que me quitan los alfileres de los ojos para cerrármelos al sueño sobre la almohada. Y cuando aún siento el roce de tus labios, con el corazón aletargado, te me vuelves a perder y entonces comprendo, una noche más, que esta noche tampoco te los podré devolver.

Y espero despierto a que vengas, hermano insomnio, porque el sueño que me quitas, ocupa mucho menos espacio que el que me das. Es justo. Esta noche también acepto el trato. Estamos en paz.

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