Una colección de instantes

Despertar (Página 5 de 14)

El rompecabezas (epílogo)

Contemplaba su puzle con todos los sentidos absortos. Vibrando sobre la superficie cálida del sofá del mundo. Atravesando el calor de la noche con sus largos silencios profundos.

Acariciaba con mimo cada pieza, impresa sobre piel cálida y clara de luna, buscando sus aristas, su lado recto; pero cuando lo descubría y posaba el dedo sobre el borde mismo de la superficie palpitante, encontraba con asombro redondeces impensables y curvas acogedoras. Estudiaba entonces la forma, el tacto, la geometría ondulada que se abría paso buscando hueco para posarse enroscada hasta que, pacientemente, encontraba el lugar exacto para alojarla.

Pero cuando intentaba insertarla en el espacio perfecto que coincidía con sus curvas huidizas, la pieza se deshacía en un nuevo rompecabezas sobre su mano trémula, añadiendo misterio a la emoción insólita de descubrir los mundos interiores ocultos en la tesela. Entonces el puzle parecía cambiar de forma, de aspecto, de luz.

Todo lo que anteriormente parecía claro, mutaba de sentido y de dimensiones. Los márgenes se redibujaban bajo la lámpara tenue, los contornos se acentuaban y los colores iniciaban desplazamientos sorprendentes sobre una rueda cromática desnuda. Aparecían tactos sobresaltados en la tez sonrojada de las piezas, relieves indómitos surcaban el cuerpo llano de sus manos y presentía silencios elocuentes en los huecos que tiritaban sin haber sido aún descubiertos.

La última pieza aceptó dócilmente el viaje y se quedó sonriente y quieta sobre su lugar correspondiente, sin oponer más resistencia que la de un leve parpadeo, un ronroneo profundo, un suspiro dulce y cautivador.

Desde los ojos redondos y tiernos escondidos entre su pelo negro, la mujer emergida de repente en el sofá, con voz apagada, le susurró: «¡Abrázame otra vez!». Con sonrisa de niño en boca de hombre, abriéndose paso con calma hacia la ternura, reventó la noche deshaciéndola en besos rojos, mientras contemplaba su puzle con todos los sentidos absortos.

Abalorio

Puede que sea un detalle sin importancia, pero esta manía que tengo de darle mil vueltas a las cosas, me lleva a lugares que no aparecen en ningún mapa. Es una costumbre absurda, ya lo sé, pero a veces me sirve para no dejar resquicio por donde se me vayan.

Sólo es un abalorio que me diste de recuerdo. Una minucia, una casualidad, una impronta instintiva. Una impresión difusa de ecos diferidos que, quizá por la sorpresa, me ocupa más anchura de espacio que la que me cabe en la cabeza.

Tal vez un gesto insignificante, el regalarme esa piedra del collar, esa menudencia muda, que se te rompió mientras te hablaba al oído. Pero no puedo evitar este empeño en seguirle la pista distante a lo más trivial que se me antoja, aunque en el fondo, parezca tan poca cosa.

Tenía unas flores pintadas, pequeñeces de colores, naderías, marcadas sobre sus cuatro caras. He mirado todas sus redondeces muy a menudo. Las he tenido en mi mano y he posado mis labios, mil veces, donde estuvieron los tuyos.

Parecerá una tontería, seguro que es una estupidez. Hay muchas veces que ni yo mismo me comprendo. El caso es que, no sé porqué, me alegra saber que las flores que aquel día tenías en el cuello, no eran margaritas de sí y no… sino pensamientos.

Trenes

Todas las líneas tersas del paisaje huyen deprisa hacia la misma fuga. El tren tirita de miedo con la rabia contenida en el hierro, para apresurar la fiesta en estampida que se asoma por la ventana.

No me sirve para nada parapetarme ausente en una esquina. Ni viajar sólo con mis pensamientos entre el agobio de la gente, que va y que viene, hacia el concierto desaliñado de compuertas estremecidas. De voces, de estrépito, de vida indiferente desdibujándose sobre los días.

Los pasajeros, que cambian de vagón a la deriva, me aturden a veces y a veces me miman. Me miman y vuelan o vuelan y esquivan mi asiento de al lado. No me queda rastro del corazón sin cadenas que me dejé en una esquina de aquel horizonte desconsolado.

Se hunde el sol entristecido en su asiento reservado, cuando cala la noche muda en el fondo de mis pupilas. Percibo ahora medio despierto, que el camino está marcado con losas de cemento olvidadas y detenidas. Que el destino de este viaje duradero, se conoce antes incluso que la hora de salida. Que solo se puede acompasar el traqueteo que perturba, cuando se roza la esperanza de que la próxima estación no sea la última y nos dé la bienvenida.

Quiero escapar del gigante de hierro, pero no encuentro puerta ni ventana ni orificio para saltar de miedo y estrellarme de risa y hacer equilibrios conmigo mismo, mientras espero y prefiero encontrar tu mirada perdida. Para olvidar con ella que está trazado el camino y que conozco el destino desde la partida.

Voy a liarte en un sueño enmarañado, cuando me pares esta noche en el andén. Para montarme en tu tren y que me lleves de la mano hacia un sitio arrebujado del que ya no quiera volver.

Trajines

Estoy demasiado cansado para escribir nada coherente. Vivo en un estado complicado de trajines y viajes que no me llevan a ningún sitio, aunque, eso sí, con pasajeros selectos. Un lío de idas y venidas, de gente en el trasiego, de cambios de atuendo y de mudas al cesto de la ropa. En fin, un acelerón de los acontecimientos, un empujón de las cosas.

Todo en este barullo va cambiando por momentos: ropa, disfraces, contertulios, destinos y horas de viaje. Me pierde la prisa por llegar a tiempo a sitios que ni puedo ni pretendo conocer y a los que, si alguna vez quisiera volver, confieso que no sabría cómo hacerlo.

Estoy cansado de hacer en tan poco rato tantas rutas, sin quitarle la vista a los que llevo delante para que no se pierdan solos, porque ellos tampoco conocen exactamente a donde vamos. Me siento turista accidental de mi propia vida, taxista rebelde de esquina en esquina, esperando que llueva o que truene y se suspendan las ceremonias previstas.

Ya no sé si voy o si vengo, ni a quién tengo que pasar a recoger ahora, para llevarlo o traerlo a que sé yo dónde, para que haga vete a saber qué. Ignoro si ahora es el turno de ir con corbata y chándal o si toca llevar zapatos y cargar en el coche las sillas de playa. O apuntar en la agenda las fechas que me dice y los sitios que me cuenta ese muchacho de ahí que, bueno, sé que su cara me suena, pero ahora mismo no me acuerdo bien de qué.

Este garabato ensañado del azar me ha enseñado, que puede que, en otros tiempos, la patria de un hombre fuera su infancia, cuando no había tantas rotondas y los terrenos estaban sin recalificar, pero que, esta semana, la de un padre llenos de hijos, es… su coche. ¡Un hurra por Mercedes! Y otro por Benz, también.

Juego

Me gusta jugar con las palabras en las noches de duda llena. Sugerirles alianzas imposibles, metáforas inauditas y sueños a sotavento de las ventanas. Rizar los rizos de su semántica más tierna y hacer puzles indómitos con lo absurdo de las letras.

Alguna vez las encuentro de humor y al proponerles el trato, aceptan de buena gana. Me sientan a teclear en el sillón para que sienta sus cientos de algarabías en el «pararrisas» de la pantalla.

Entonces se desnudan ante mí, se quitan al vuelo su propio significado y se visten de nuevo para empeñarse en contradecir, oscureciendo los hechos y cambiándose los nombres, enunciados alternos cantados a muchas voces.

Si me despisto un momento, me puedo encontrar a la luna, acompañada como la una, en lo más alto del llano, que ya no está plano, de una tierra que entierra secretos a veces a voces. El sí y el no abrazados a un sino, si no cansino, por lo menos cansado. O me quedo encantado en un cuento que canta canciones de cuentas de colores y me enseña a contar hacia atrás los días pero hacia delante las noches.

Cuando el juego termina, nada es verdad, porque me asusta, y nada es mentira, porque no me gusta. Ni importa un pimiento si es realidad o un invento, o si todo depende del color del cristal o de la fase de la luna. Sólo se entiende lo que se quiere entender, especialmente, si nos gusta.

Sin embargo, entre todas, hay una palabra que nunca se inmuta. Un pronombre personal, e intransferible, que se me pone posesivo. A veces, indeterminado; o incluso colectivo. Que cuando salta sobre los renglones, con su tilde repeinada sobre el flequillo, acaba con el jolgorio y cambia de golpe las condiciones.

Entonces me sobresale el corazón y se me pierde la cabeza, para escribir, con las diez bocas que tengo encaramadas al púlpito de las teclas, caricias de sabores dulces y luces adormiladas de la memoria. Para que cuando salgas tú, sonando a trompeta escrita en esta neblina electrónica, te reconozcas en ella. Y puedas tomarte todo lo que te digo… al pie de la letra.

Cita

Estaba sentado en el bar, yo sólo, en mis pensamientos. Mirando sin gana la pantalla de televisión que había colocada en la esquina más lejana de la barra, a la altura suficiente para nadie en su sano juicio pudiera girar la cabeza y verla con comodidad.

La estancia era oscura con las ventanas al sur y, a mediodía, el fulgor que entraba por ellas cegaba los reflejos de vida que pudiese haber fuera. Eso le daba un aspecto estático y fantasmal, como de espacio suspendido en el tiempo, que atrasaba los minutos de cada reloj para hacer más lentas las historias que ocurrían dentro.

El viso de luz candente del sol de mayo atravesando la empalizada de ventanas, ocultó su trasluz mientras se acercaba y no la vi venir hasta que no llegó a mi altura. Esa fragancia, que siempre lleva puesta como tarjeta de visita, me avisó con dulzura de que alguien conocido andaba por entre las mesas.

Entonces, al girar la cabeza, pude ver su sonrisa embebida en un vestido rojo de tirantes que dejaba ver el mapa hermoso de sus hombros de piel tersa. Nos saludamos sin arrebato, casi con la frialdad de una mirada esquiva, mientras ella rebuscaba en su bolso monedas para la máquina. Cuando se dirigió hacia la barra para cambiar un billete, le ofrecí de las mías, un poco para aliviar el peso del zinc en el bolsillo, y un mucho, para ver de cerca sus manos suaves y blancas.

Se sentó inquieta en el filo de la silla de madera pulida y pidió una cerveza mientras me hablaba. Cogió una servilleta de papel fino y empezó a trastearla, quizá nerviosa, dándole dobleces simétricos sin mirarla. De tanto en tanto, acariciaba despacio el asa de la jarra y la elevaba entre sus dedos para besar con rojo el mar amarillo que oleaba impaciente sobre el borde mismo del cristal.

No es que no dijéramos nada, sino que aquí no importan las palabras que rellenaron el espacio hueco que nos separaba. Al fin, tras un par de renuncios, ya con el bolso en el hombro, se despidió como una sombra que, al salir del bar, vista por la ventana, cambió de color desplazándose al rojo, como las estrellas menudas de otras galaxias.

En la mesa, cerca de donde estuvo, a barlovento de su sombra, quedó un barquito de papel de servilleta a medio deshacer, sin rumbo ni capitán, abandonado a la deriva de la suerte. Atrapado en la mansedumbre del rectángulo inerte, sin sitio ni motivo para escapar. Desamparado de luces y de estrellas. Desvaído en un suspiro sin fin de la memoria. Como se me acaba de quedar esta historia sin ti.

Porque sigo siendo yo el barco embarrancado que se desdobla volcado sobre tu mesa del porvenir.

Meme del pasado

Con una invitación como la que me hizo destino, era imposible no intentar cumplir este meme en el que se cuentan cosas de hace diez, cinco y un año; y se habla de ayer, hoy y mañana. También, en el meme, se hace referencia a los años venideros, pero yo no he escrito nada sobre ellos porque trae mala suerte. No, no soy nada supersticioso, maniático tal vez, pero por si acaso.

No invito a nadie que no quiera hacerlo, pero todos los que pasen por aquí, y les apetezca, pueden considerarse invitados a llevarlo a cabo.

Aquel hoy, el de hace diez años, era un tiempo intranquilo. Una etapa de dudas altisonantes que después resultaron ser banalidades. Me empeñaba en decidir lo que no estaba en mi mano y, claro, me equivocaba en todo. Me apretaban las semanas que duraban meses y los meses que duraban años. Excepto el verano, que pasaba caluroso como la ráfaga de calor que sale de la rejilla de un restaurante al paso de los transeúntes. Pasaron muchos a mi lado sin que les mirase a la cara. Si pudiera volver, los devoraría con la mirada y les diría lo que ahora sé, aún sin saber nada. Por suerte conocí, más o menos en ese tiempo, a los amigos con los que he quedado para mañana.

Para mañana ya no seré yo. Otro ocupará mi sitio y mis defectos. Otro con más barba y con menos pelo. Con más kilos de más y menos instantes de menos. Búho y princesa sentados a la misma mesa, deseando nuevas casualidades que me sacudan la espera del porvenir, mientras termino de decidir si atravieso el espejo o si dejo de vivir en el reflejo.

El reflejo del año pasado sólo me duró una noche de verano, en la que el azar me llamó a la ventana con unos y ceros encerrados en almíbar. De entonces no recuerdo frío, ni calor, ni tiempo, ni brisa. Sólo unos ojos, esquivos primero, tiernos después, que se me fueron deprisa. Y una canción. ¡Cómo hablar, si nos atropelló el momento de la despedida!

La despedida de hace unos cinco años, algo menos, fue la mayor de las alegrías. Después de tantas certezas inmutables, que más tarde resultaron ser tonterías, errores cambiantes, se acortaron los años y los meses. Y con ellos el invierno, que pasó de durar mil fríos a uno sólo. Una lluvia prolongada, sobre los ojos de un niño, me apresuró las idas y venidas del corazón a la montaña hasta que, en un respingo del azar, el mapa de mi mundo se dobló por el sitio exacto para comerse los kilómetros de soledad que ya nunca más quiero atravesar.

Quiero atravesar el futuro montado en el hoy, que es siempre. Encerrado en la cárcel del día a día, me tomo el descanso de mirar por esta ventana a la gente que pasa y me saluda con alegría. Y escribo en voz alta, inventándome una vida que quisiera vivir además de la mía. Un actor en el escenario redondo, que escribe poemas mientras coloca la vajilla y se le cae de las manos. Pintando trascendencias minúsculas en abalorios, sobre el colchón de las tardes. Pamplineando, ya sabes. Esperando, tal vez, que no se me escape del todo el ayer.

Ayer esperaba saber de ti. No sé, un instinto. Seguramente, una corazonada contraria, porque no es que confiara en tu memoria, sino que se desbordó la mía sobre la noche tan clara de luna como oscura de espera. Mientras, en voz bajita, me volvía a decir a mí mismo las palabras que tengo estudiado decirte en la próxima vida.

Trastero

Nubes blancuzcas, hiladas en finas hebras, entrecruzaban la tarde sobre las agujas del reloj, tejiendo una sombra tibia de melancolía que apaciguaba el calor de mayo. Llegaban con la brisa de paso alegre y entretenían al sol en tanto le tocaba volver a su guarida enterrada. Me fijé con esmero en el paisaje altísimo sobre mi cabeza. Para acabar pensando que, cuando se está en el fondo del abismo, sólo se puede escapar hacia el horizonte curvo de la certeza.

Me cegó el resplandor de una oscuridad mortecina, como bienvenida solemne, cuando crucé el umbral de la estancia. Quietas estaban las cajas, ignorantes de mi presencia, aletargando el silencio que las envolvía, allá, sobre los estantes de verde empolvado. Guardianas cansadas de porte arrogante; vigilando inmóviles el tiempo adormilado que amparan, dispuesto siempre a saltar hacia el presente a la primera señal de alarma.

«¡No toques nada!», me decía la voz de un Aladino imaginario que buscaba conmigo entre las cajas, cuando contemplaba el orden de las cosas y no encontraba en ellas otro criterio que el de la desgana. Examiné los letreros garabateados con tinta vieja y temblorosa sobre los laterales visibles de los cartones, sin apreciar ninguna señal comprensible que me diera el norte de mis cábalas. «Bienvenido al paraíso del ensayo-error» pensé, cabizbajeando los hombros en Sí bemol.

Brillaron en un desfile de instantes olvidados, todos los recuerdos liberados de las cajas que, ennegreciéndome las manos y destilándome nostalgia por todos los poros, fui desempolvando en la búsqueda. Infancias propias y ajenas, tesoros antiguos, tal vez juguetes rotos, volvieron a la luz del ahora, tamizados por la distancia emotiva y el desgaste rotundo del ímpetu de mi vida. Un collar de alhajas, engarzado a medias entre añoranzas y abandonos, que se fue perfilando sobre la penumbra vespertina, que entraba ya sin tapujos hasta el fondo de la sala.

No me empequeñeció el corazón la negrura del cielo, rota en el centro por el candil redondo de la luna, que vistió de noche el exterior, sino el gruñido de los goznes de la puerta que encerraba la barahúnda de polvo y reminiscencias que se quedaba a mis espaldas. Porque me di cuenta de lo leve que es la diferencia entre olvidar y recordar sin gana. Porque sabemos que es un tránsito inexplicable y muy doloroso, el que convierte en trastos viejos lo que antes nos parecieron tesoros.

Todos tenemos un sótano, un desván, en donde apilamos sin orden las filas innumerables de nuestro ejercito mudo de estorbos. Todos llevamos uno a cuestas, siempre lleno. Ahora quisiera saber en el trastero de quién tiembla empolvado mi recuerdo, —quiero decir, mi olvido—, esperando sin fin a que unas manos serenas, una tarde gris de primavera, le levanten el castigo.

Con el último cacharro rescatado de la estantería, subiendo las escaleras del patio que terminan bajo el celindo florecido y oloroso, con la noche palpitando en las esquinas, mi último escalón fue el desconsuelo de recordar tus ojos cuando te enredabas en mi pelo y me llamabas, en voz baja, «mi tesoro».

Cerveza

Es posible que sólo sea una casualidad, de esas que tanto me alegran. Podría ser, que lo hubiera escrito una mujer vestida de rojo, después de una cita incierta, tras enredar un plan minuciosamente incumplido y roto.

Pudiera ser, puestos a imaginar, que el temblor que desmadejaba sus manos fuese el mismo que el mío. O que su vestido fuese blanco y yo lo hubiera confundido con un rubor. Que no hiciera calor, que no tuviera sed, que no estuviera conmigo.

Tal vez no hubiera papel con el que hacer un barquito y dejarlo sobre la mesa. Puede que la mujer, se conformara con doblar cuidadosamente las teclas para dibujarlo en una ventana. O, por qué no, se lo cantó Serrat de madrugada, mientras sonaba a la vez en mi cabeza.

Quizá la cerveza era vino, o café. Es probable que no fuese de día, sino de noche. Que no fuese un asunto real, sino imaginario. Una broma pesada del sentido común y la inconsciencia. Un jugueteo del azar, una ola pequeña en mitad del mar, una alteración informal de la trascendencia. Tal vez yo, no era el mismo yo. Ni ella era la misma ella. No importa mucho, a fin de cuentas.

Puede que sólo sea una casualidad, de esas que tanto me alegran. Pero no lo es. Lo sé a ciencia cierta.

Ahora que todo está claro, podemos tomarnos, tranquilamente, otra cerveza. O un café.

Diamantes salados

Cada vez que pasaba por delante del espejo, se miraba en él. No era un asomo de vanidad que le empujara a revisar su atavío que, por otra parte, era más bien juvenil y sencillo. Ni tampoco un vislumbre altanero de alguien que necesitase retocar continuamente una máscara permanente con la que mostrarse al mundo.

Era, más bien, un acto instintivo, espontáneo. Le mordía la curiosidad desde que, por azar, descubrió unas luces cálidas que salían del espejo, si lo miraba desde un cierto ángulo. Observaba con meticulosa atención todos los reflejos durante largo rato, reflexionando, a la vez, sobre su esencia imprevisible y experimentando, con gusto, sus efectos a corto plazo.

Pasaba tan despacio el tiempo delante de él, que era capaz de imaginar vidas enteras reluciendo en su interior, sin tener en cuenta más condición, que la no poner en ello todo el corazón y guardarse un poco para luego. Lo malo es que después, no podía evitar sacarlas del espejo y querer vivirlas de una vez. Y como no podía alterar el mundo que tenía alrededor, escogía pedazos de realidad para ponérselos delante y verlos sonrojarse en su reflejo.

Hasta que un día, era de esperar, no cabe duda, llegó el momento en que ya no sabía a donde mirar. Porque en todas partes veía su espejo, en todos sitios, a cada momento: en la casa y en el exterior, en la vigilia y en el sueño… incluso en el amor. Se sentía incrustada en una trampa de felicidad, en una bomba de relojería que amenazaba con hacer estallar por completo su vida.

Todas las cosas duran eternamente… hasta que se acaban. Y un rayo imprevisto de su lucidez perdida le hizo entender que había que terminar la partida. De un golpe seco, sin dejar de sufrir ni un solo instante, asestó sin gana un adiós definitivo, envuelto en hermosas palabras, en el mismo centro del espejo. La superficie brillante, a ambos lados, se deshizo en diamantes salados sobre el suelo.

Ahora, yo también, cada vez que pase por delante de un espejo, me miraré en él. Para echar de menos, otra vez, las palabras y los besos que, con un claro de su luna, me dejó grabados a fuego en la memoria de la piel.

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