Una colección de instantes

Despertar (Página 4 de 14)

Transparencias

Todas las noches, casi todas, me planto delante de este espejo y noto como me recorre deprisa el mismo vértigo. Una pulsión incesante, una avidez perpleja, de abrir las puertas de mi mundo interior y dejar que se derrame por entre las vías, a veces traviesas sólo, que los renglones me dibujan delante.

Parten trenes todas las noches, ya digo, casi todas, y monto en ellos esperando que me lleven y me traigan de vuelta el mismo cargamento de intimidades que coloco con cuidado en sus vagones.

Y aunque no siempre el horario es el mismo y los destinos son diferentes, todos me acercan, cada uno a su modo, a paraísos recónditos que descubro, asombrado y loco, que no estaban sino a la vuelta de la esquina.

Extraña transfusión de vida, sorprendente doblez del espacio y del tiempo. Como si el camino que transitamos acelerara los espíritus y completara, en un instante, todos los huecos que teníamos prendidos. Argamasa sutil que va fraguando a nuestro alrededor paisajes de ternura.

Aunque siempre me queda la duda de si este mundo que me mira es real o sólo un reflejo avasallador de unos y ceros. Un espejismo, tal vez. Un sueño. O un espacio invisible que nos invita a perdernos y a ensayar, una y otra vez, los discursos que la realidad no nos dejaría hacernos.

Entretanto, quiero seguir sumergido en esta contracción del universo. Encantado de saber que estamos tan sólo a un clic. Detrás de la ventana transparente que nos tiene hilvanados y que me deja verte sonreír, casi todas las noches, como si estuvieses aquí conmigo, a mi lado.

Quizá sea, sencillamente, porque lo estás.

Cruces

Tiene el azar preparados para mí, algunas veces, cruces imposibles del destino. Pellizcos de felicidad que aparecen de improviso y que tienen la virtud irrenunciable de alegrar, no sólo el momento exacto en que los vivo, sino también el instante, como ahora, en que su recuerdo me invita a sonreír como un niño.

Él estaba a mi lado, y aunque ya lo había visto, no lo reconocí entre el pulular inquieto de rostros que tanto me aturde en el gentío. Se alejó hacia un grupo de personas que estaban sentadas, un poco más allá, en unas mesas del recinto, y puso la mano en el hombro de otro, sensiblemente más bajo, para decirle algo al oído.

Aquella silueta, aquel mentón, aquella juventud que rebosaba aún en su rostro, movieron en mi interior no sé qué hilos y una ráfaga de la memoria me mostró su nombre y sus apellidos. Unas ganas irreprimibles de pasado dirigieron mis pies hacia aquel grupo y abordé la situación, años ya, de adultez y decepciones, con mucha cautela:

——Disculpa. Tu cara me suena. Creo que nos conocemos.

——Pues ahora que lo dices —hizo un gesto, como afilando lo ojos— a mí también me suena la tuya. Pero no sé de qué.

——¿Tienes una hermana que se llama Emilia? ——le dije mientras pensaba que tal vez hubiera sido más educado llamarlo por su nombre, pero que esta pregunta era mucho más evocadora.

Supe que me había reconocido al ver en su semblante pintadas, todas las acuarelas de la sorpresa. Y antes de reponerse siquiera, llamó la atención, con un roce de manos, a una mujer menuda que estaba sentada justo al lado nuestro, mientras le decía.

——¡Pero si está aquí mismo! ¡Emi! ¡Mira quién hay aquí!

La mujer se levantó, se giró hacia mí. Reconocí sus mismos ojos de niña, su misma sonrisa abierta y hermosa. Su misma voz, cuando escapó mi nombre de sus labios, reprimiendo un grito.

No sabría calcular cuánto duró el abrazo que nos dimos. Ni cuánta emoción recorrió el viaje fugaz que me paseó, con sus manos, por lo más entrañable de mi adolescencia dormida. La máquina del tiempo, como todo el mundo sabe, está esperándonos a la vuelta de cualquier esquina, y cuando se pone en marcha, no hay botón que la detenga.

Mi yo de quince años habló con los ojos al suyo. En tanto, y para no molestarlos, conversamos en voz baja sobre vaguedades, singladuras personales, paraderos de los conocidos. Bodas, trabajos, domicilios. Desentramando la telaraña de un azar caprichoso, que nos había mantenido en veredas cercanas durante veinticinco años, jugando a cruzarlas mil veces pero impidiendo que hubiéramos coincidido.

Aunque la alegría todavía perdurará mucho tiempo, la conversación adulta no dio para más. Obligaciones y compromisos nos ayudaron a deshacer el encuentro antes de que se me empañaran los ojos, más aún, con la nostalgia.

Ni siquiera intercambiamos teléfonos o direcciones electrónicas, conscientes ambos, de que la vida que un día nos unió, nos tiene preparados asientos lejanos en su convite. Resignados a saber que, el pañuelo del mundo, nos esconde a propósito entre sus dobleces.

Este ha sido un cruce de los que no se desvanecen. Una casualidad que me aviva estos escarceos de la memoria que más libre me hacen sentir, cuanto más atrapado me tienen.

Titubeo

Cuánto de sensatez y cuánto de locura, andarán tras esta duda que me asalta a hurtadillas, cuando tu eco, en la pantalla, apenas se desvanece. Quién se defiende y quién es quien ataca. Dónde parece que todo empieza y dónde empieza todo lo que parece.

A veces, no se decidir si rojo o negro, si pasa o falta el abrazo que me tienes dispuesto. Si enroco en tu pelo o descarto las damas. Nunca atino a contar cuántos turnos me he quedado sin jugar antes de ofrecerte las tablas.

No sabría decir cuanto de fantasma y cuanto de reflejo, hay en esta curva de la almohada que, por las noches, me amenaza con no dejarme dormir. Ni si debo permitir que la fantasía y la cordura, cogidas de la mano, paseen juntas por aquí.

Cuánto de espejismo y cuánto de verdad, hay en este absurdo de pensar novecientas veces de cada mil, que al otro lado de la realidad, también tú me acaricias a mí, rozando tu nariz contra mi cristal.

Fuerza centrífuga

He llamado esta noche a varios amigos. Un repaso habitual que me sirve para asentar las certezas y trasladarme al pasado en un momento. Para sentir los ecos del universo de las voces conocidas que me llevan y me traen hasta el mismo borde de su presencia inmediata. Una avanzadilla más contra la soledad multitudinaria de los días que pasan.

Estoy perdiendo esa batalla. Los amigos se alejan propulsados por no sé qué ecuación indescifrable de distancias, en una deriva continúa y desoladora. Sintiendo lejos a los que un día estuvieron cerca, descubro la trayectoria de mi tránsito ininterrumpible. Una derrota silenciosa hacia el manto suave de la indolencia, del desapego emotivo que atenúa los rasgos sencillos de la cotidianidad.

Se desatan los lazos que una vez estuvieron anudando fuertemente los espíritus, dejando una marca vacía y una oquedad tibia en lo más profundo del corazón. Esta es, y no otra, la cara que me asusta de la distancia; la de la muerte lenta y omisa de la conexión, cuando se difuminan las fronteras que separan la insensibilidad de la anestesia, la indiferencia de la inercia, la apatía de la frialdad.

Entonces me rebelo y me prometo mil veces acortar los periodos, proponer los encuentros necesarios y buscar excusas para acercarme de nuevo. Pero me doy cuenta enseguida que yo también ando atrapado en mi propia vida. Las rutinas no nos dejan espacio para la maniobra, las obligaciones se anteponen a las coincidencias y la fuerza centrífuga del azar nos impele con fuerza hacia los bordes del camino.

Por eso, muchas veces, me agarro a este teclado con uñas y dientes. Para no dejar que me lleve la corriente más lejos aún de lo que estoy. Para no permitir que me abandones a mi suerte. Que nos pille atados el siguiente vaivén de la fortuna y, sobre todo, para ahuyentar el miedo que me da perderte.

Semáforo

Rondaría la veintena, aunque un casco integral con su correspondiente visera impedía ver su rostro. Paró el ciclomotor justo delante del semáforo que acababa de transmutarse a rojo desde amarillo. Era un día extraño para la época, habituados ya al calor sofocante de los últimos coletazos de una primavera escueta, pues, gris el cielo, dejaba resbalar desde las nubes, tímidas gotas de agua apenas perceptibles para los viandantes, que eran muchos en aquella calle principal.

Sin embargo, para ir en moto, era un día verdaderamente molesto. Se aplastaban cansinamente las gotas sobre la visera, empañando la visión ya reducida por el angosto hueco en el que iba pertrecha. Además, el atropello de gotas a cierta velocidad empapaba graciosamente la parte delantera de su vestimenta, ya casi veraniega, en tanto que la espalda permanecía seca e impoluta.

Levantó la visera, un poco para limpiarla y otro poco para degustar con calma ese olor intenso a tierra recién mojada que se extendía incluso hasta el mismo centro de la ciudad. Peatones cruzaban y paseaban, rápidos, lentos, seguros, solitarios o despistados, en todas direcciones, sin terminar de decidirse por abrir los paraguas.

Descansó la vista sobre las luces rojas y verdes que daban y quitaban preferencias, hasta que le llamó la atención una par de muchachas que paseaban jugueteando por el mismo borde de la calzada hacia su posición. Las siguió con la vista desde dentro de la estrechez sofocante del casco y se embelesó contemplando sus rostros hermosos, sus sonrisas radiantes y aquellas siluetas evocadoras que la ropa informal tiene la virtud de resaltar sin sobresaltos.

Parpadeó el hombrecillo verde, avisando de la inminencia de la llegada del tiempo de los motores, cuando en un gesto sorpresivo y tierno, la chica que caminaba por el costado más cercano a él, morena y de ojos profundos, y apenas a un brazo de distancia, hizo un mohín, guiñó un ojo y envió, desde dos de sus dedos apostados en el centro de los labios, un suave beso sonoro hacia la mirada atenta del motorista.

Tal vez por ese ataque de impaciencia tan común en los conductores detenidos, aunque más probablemente por el sonrojo, la timidez y la sorpresa que aquel gesto entrañable causó, el motorista, mientras abría el gas de su máquina, se tambaleó hasta el mismo borde de la caída, que sólo pudo detener la patada al suelo que su pie izquierdo propinó como un acto reflejo.

Risas alegres fue lo último que oyó antes de alejarse de aquel encuentro, aunque no se atrevió a volver la vista para comprobar esa dulce deformación de los rostros, que imaginaba producida por la risa, en aquellas chicas desconocidas.

Y aunque nadie pudo verlo, detrás de la visera inició una sonrisa que le duró mucho, mucho tiempo. Quizá, precisamente, la misma sonrisa que tiene en este instante; esta vez, escondido tras la pantalla y a los mandos de una máquina con dos botones y una sola rueda.

¿Sabes? Aún ahora, veinte años después, reconocería tus labios y tus ojos en cualquier parte de un sueño en el que te me aparecieras.

Palabras

Las palabras parecen tener vida propia, o al menos, albedrío caprichoso. Nunca vienen cuando las llamo en silencio, con mis poros abiertos y la mirada perdida sobre el horizonte blanco. Nunca vienen cuando las llamo a gritos, desesperado de letras, y mucho menos si se las exijo, enérgico y convencido, al almacén de la memoria. Nunca vienen cuando las llamo. Nunca vienen. Nunca.

Nunca aparecen cuando las necesito y remolonean apáticas en su refugio en lugar de acudir prestas en mi ayuda. Seguramente mi dolor, mi alegría, les parece muy poco; mi tristeza, nadería, mi nostalgia, fracaso. Tendrán cosas mejores que hacer para no querer chapotear conmigo en el barro.

Nunca llegan puntuales a las citas que les prodigo y, si alguna vez extraña, consienten en quedarse conmigo, para impedirme huir y animarme a presentar batalla, no pasan de la boca, de la lengua, de los ojos, del corazón o de la espalda… o de donde quiera que sea el sitio en el que esconden las palabras.

Pero, cuando huyo de ellas para descansar de la locura, para cerrar los ojos al mundo o para escuchar los latidos de la luna, entonces, y sólo entonces, me persiguen por todas partes hasta los mismísimos confines del duermevela. Me levantan de la cama, esclavo, amante, amigo, y me hacen encender las luces de la casa y la máquina de tricotar ruiditos.

Para dictarme al oído con voz profunda y despierta, no sé si tú, yo mismo o ellas, destellos embobados que brotan atropelladamente sobre las teclas. Para mandarme de viaje a las cataratas embravecidas del corazón y los recuerdos. O a veces, para tomarme el pelo y dejarlo todo a medias.

Mucho tiempo después, por fin, concluyen sus designios y puedo, cansado, volverme horizontal; aún entonces me perturban, no me dejan tranquilo. Se unen en remolinos para danzarme en la oscuridad y contarme mil historias de sal, que no me dejan descansar hasta que, en un descuido, consigo engañarlas, otra noche más, haciéndome el dormido.

Digamos que…

Digamos que ella no quería, pero que lo estaba deseando. Paseaba del brazo con su recuerdo por todas las horas de la vida, aunque especialmente cuando la luna pinta de sombras los enseres cotidianos. Imaginaba a trompicones, digamos que a deshoras, encuentros fortuitos que empezaban en verso y acababan en prosa. Pero si le preguntaran, incluso en mitad de una de esas incursiones tan profundas, ella hubiera respondido sin vacilar: «Nunca».

Digamos que a él le asomaban las ganas por entre las dudas. Que no es que no quisiera, sino que no quería querer. Que se tapaba los sueños con la mano abierta para no perderse detalle de aquellas escenas difusas. Que sonreía por dentro cuando se abandonaba a ensayarlas en la hora de las brujas, mientras respondía a las preguntas con un «seguro que no», posiblemente muy en serio, aunque en sus ojos se entornara un absurdo titubeo.

Digamos que ella esperó con paciencia el momento oportuno para acercarse despacio a la orilla de la suerte. Él tampoco quiso perderse en las traviesas del tren incandescente que partía de su estación. Y aunque no hubo reproches, cuando ella pensó «tal vez», desapareció de las noches rumbo a no se sabe qué difícil pirueta de la conciencia. Hasta que pasado el tiempo y de improviso, que no tanto por azar, volvió escribiendo en el viento el murmullo de un «ojalá».

Digamos que temblando como nunca, él se apostó en el quicio de la puerta con la mirada desnuda, tirando secretos por la borda, para cantarle al oído la música dulce del «ahora». Fundidos y absortos, digamos que venciendo a las fantasías perennes, con un solo abrazo se escribieron en la piel todas las letras de un «siempre».

Digamos que lo que no se sabe, nunca es lo que parece. Digamos que el futuro no comenzará hasta que no se acabe el presente. Digamos que cuando pensamos que «de este agua no beberé» es cuando con más fuerza nos ataca la sed. Digamos, por no callar, que el fin de los sueños nunca está escrito, pero que es necesario saber que debajo de cada «siempre»… siempre se esconde un olvido.

Digamos, entonces, hablemos por hablar, que antes de que llegue el final, quiero seguir en el principio.

Platos rotos

En medio del zafarrancho de la cocina, con la prisa como motor y como enemiga, mientras en una mano abanderaba los cubiertos, con la otra cogí del escurridor los platos hondos necesarios. Pero un mal movimiento, un error de cálculo, una humedad escondida o un sobresalto del azar, desasieron de mis dedos al más visible de todos, que cayó a plomo sobre el suelo cerámico en un estruendo seco y estridente de collares de perlas desparramados.

Irrompible y torpe fueron las dos palabras que se conjugaron para temblar: una de vergüenza sobre la caja de la vajilla, escrita en letras azules, y la otra sobre mi frente, arrugada en un apretón de ojos. Cuando los abrí, a pesar de un cierto tinte de rabia, no pude evitar contemplar aquel big bang de porcelana con mirada de asombro. Todo el suelo estaba salpicado de trozos minúsculos que rellenaban todo el espacio sin seguir ninguna pauta aparente, pero con el sello inconfundible del azar.

Armado con recogedor y escoba, fui reuniendo en un montón todos los pedacitos dispersos mientras hacía equilibrios de puntillas, valseando sobre gres, para no herirme los pies que llevaba tan descalzos. Hasta que finalizada la tarea vertí a la vez, de un golpe sólo, sobre la bolsa del olvido, plato, recuerdos, rabia y escombro. Y también cayó sobre la bolsa, la incertidumbre pesarosa que nos asalta cuando no sabemos si podremos arreglar las cosas que se dislocan.

Y he vuelto a decidir lo que aprendí hace mucho tiempo. Que hay que llevar encima, siempre dispuesto, un martillo inclemente, un mazo severo, un pulso sin misericordia. Para asestar un golpe certero sobre el centro mismo de los tiestos que nos incordian y evitar así que tengan apaño. Porque hasta que ya no queda nada que arreglar nos siguen haciendo daño y no dejamos de pensar en el plato cayendo, en la torpeza propia o ajena, en la mala suerte inmutable, en las heridas que se causan y en los suspiros que sobresalen.

Mientras escribo, estoy pensando a la vez, entre letra y letra —¡qué curioso pensamiento, Anamén!—, que lo que se aplica a los platos, quizá se pueda aplicar, también, a las maquetas.

Más noche

El sol rebota redondo sobre las baldosas del patio, abrasando con su lengua de fuego la piel del aire que me envuelve. Busco la sombra del níspero arrugada en la esquina y mis ojos se acomodan a su frescor relativo. La mesa blanca encandila jugando con las luces refulgentes de la pared altiva que la protege. Arde la silla de plástico, pero a menor temperatura que la mía, cuando dejo caer en ella el peso oblongo y tenso de mi conciencia.

Aún no me he desembarazado del sueño, que se agolpa a raudales sobre mis párpados entornados de luz y de deseo. Un sorbo del café oscuro que llevo en la taza me templa la garganta seca que todavía hoy no he estrenado. Miro al cielo azul buscando ansioso una sombra de nube que afloje el abrazo desnudo y naranja que hace gotear mi frente y mi espalda.

Noto mi cuerpo de verano vestido de primavera, acunándome el corazón de otoño. Necesito más sombra en la cabeza que me gira en tu recuerdo. Más sangre moviéndose por dentro. Más aire que avente las sombras del pensamiento. Más luz que me hiera los ojos y se me coma las dioptrías.

Necesito mucha, mucha más noche… y menos día.

Cuento: El rompecabezas

Contemplaba su puzle con todos los sentidos absortos. Vibrando sobre la mesa rectangular y acristalada en donde reposaban inquietantes las piezas esparcidas. Se sumergía encandilado en la tarea excitante de colocar en su sitio los colores desparramados en trozos desiguales, únicos, inimitables, del extraño rompecabezas que se traía entre manos. Jamás pensó al abrirlo, hace ya tanto tiempo, que aquellas teselas revueltas estuviesen tan, en el fondo, deseosas de ser resueltas.

Le invadía, otra vez, aquella sensación tan intensa, tan turbadora, tan obsesiva, de que era él mismo quien estaba siendo compuesto por los lazos invisibles que emanaban las piezas. Se sentía prisionero, a ratos, invitado, otros, de su propio jeroglífico, que manejaba los hilos con experto tino para acercarle y alejarle de la solución en un vaivén continuo y absorbente.

Levantó la vista para descansarla. Se dirigió hacia la cama que se arrinconaba en el cuarto buscando protección y se recostó sobre ella invocando algún sueño reparador. Sueño que llegó con los velos de la conciencia rasgados y abiertos a la oscura luminosidad de su memoria, transformándose en vigilia inquieta. Porque allá donde mirara, al techo, a la mesilla, al sofá, a la alfombra, y en fin, a cualquier cosa, se aparecía como un espejismo nocturno la silueta del rompecabezas.

Cuando no pudo aguantar más sobre el terno blanco de las sábanas, se levantó de un salto y se dirigió de nuevo hacia la mesa. Por el camino, magias de la luz, un destello que provenía del espejo que coronaba la cómoda capturó su atención irreprimiblemente. Se paró delante y miró su reflejo y el de toda la habitación que en él se contenía: sofá, cama, lámpara, mesa… y puzle.

Lo descabellado de la idea que le vino a la mente le sugirió la prisa con la que llevarla a cabo. Arrancó torpemente el espejo y lo llevó sobre la mesa de trabajo para posarlo, vertical y orgulloso, sobre ella, sujetándolo con el respaldo de la otra silla que tenía preparada por si alguna vez, esperanza que nunca le faltó, recibía visita. Y así dispuesto todo, se contempló a sí mismo manejando aquellas piezas. Su propio jeroglífico desentramando otro rompecabezas. Reflejándose todo sobre la luna llena de suertes del espejo.

Tomó la pieza que rellenaba el primer hueco, pero esta vez, absurdo pensamiento, guiándose por la imagen que procedía del espejo. Tanteando distancias, reinterpretando la realidad que veía brillar sobre la superficie lisa y extensa de aquel objeto para convertir en diestro lo siniestro y en cercano lo que aparecía lejos, acercó lentamente su mano sobre el espacio de la mesa que parecía estar esperando el consuelo de ser relleno.

La imagen en el espejo titiló tres veces por lo menos, empañándolo todo y aclarándolo luego, dejando ver como el reflejo se movía. Las piezas desordenadas se colocaban ellas solas, como por arte de magia, en su sitio exacto dentro del espejo que palpitaba y suspiraba con la mirada intensa.

Al cabo de poco tiempo, nadie sabe cuánto, un instante perpetuo, el remolino de reflejos se quedó quieto, el rompecabezas exhausto y completo, el hombre perplejo y mudo. Entonces, acolchados los sentidos, miró adentro del espejo. Entendió las luces que vio con un sólo pálpito de vida y se quedó atrapado en el relámpago de una sonrisa.

****

——¡Mira, cariño! ¡Qué cosa más rara! ——dijo la mujer, dirigiendo su voz hacia la cocina.

——¿Ya lo has terminado? Has tardado muy poco. A ver cómo ha quedado ——dijo su compañero, entrando en el salón con un trapo sucio en el que se secaba las manos.

——Pero no sé si está bien. Fíjate en el dibujo de la caja.

——A mí me parece que está todo igual, ¿no? ——replicó mientras pensaba lo desesperadamente meticulosa que era su mujer—— Está perfecto.

——Nunca me haces caso. Mira bien la cara del hombre ——esperó paciente a que él, con gesto de desgana, se acercara lo suficiente——. ¿Ves?…

——Ya la he visto. ¿Y qué? ——y encogió los hombros sin saber bien de qué se tenía que dar cuenta.

——Pues que la cara que me ha salido en el rompecabezas es la misma, sí, pero… ¿no parece alegrarse, como si me estuviera esperando?

Él, no encontró nada que decir con la sorpresa dibujada en los ojos. Para ser sinceros, la verdad, hace rato que yo tampoco. Porque ahora que lo leo, veo el cuento de un puzle. Pero me invade la duda de si no seré yo, cuando tú lo leas, quien sonríe atrapado dentro de tu rompecabezas.

(Francisco José Pérez, mayo 2007)

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